Alfredo Guevara: paradigma de la libertad en la lealtad

“Alfredo es el paradigma de la lucha contra la decadencia y también el paradigma de la libertad en la lealtad; es un hombre que se sabe y se cree libre, y que actúa siempre dentro de un código de conducta que se revela en lo que tú has escuchado…” Dr. Eusebio Leal Spengler,

Por Dr. Eusebio Leal Spengler,  Historiador de la Ciudad de La Habana.

Intervención del Dr. Eusebio Leal Spengler,  Historiador de la Ciudad, en el espacio Dialogar, dialogar ,  de la Asociación Hermanos Saíz, el  23 de diciembre de 2015.  Tema:  La impronta de Alfredo Guevara *

Voy a confesar que nunca me preparaste para las cosas porque creo que el que no esté preparado siempre, que no vaya. Esa es una doctrina muy “alfrediana”.

Este lugar, lógicamente, me trae muchos recuerdos, y por eso protesta contra su decadencia, porque aquí está los que conocimos a todos allá por la década del sesenta, en el Salón de Mayo. Era yo un joven deseoso de conocer mi destino, que no estaba revelado todavía, y fue aquí, en el jardín del Pabellón Cuba, en medio de noches alucinantes, donde tuve la mano a los intelectuales cardinales, algunos de los cuales nos acompañaron todavía. Y apareció allí de pronto, con su imagen tan especial, Alfredo, invariable en el estilo que él impuso como suyo y que nunca cedió ni cambió ni modificó. Era él.

Y es muy importante el sentido de la identidad y el sentido de la huella. Por tanto, si al menos fuera como él dice, es una realidad: somos muchos, pero afortunadamente todos tenemos una huella digital diferente, y cuando esto fue descubierto, se reveló uno de los grandes misterios de la naturaleza humana. Alfredo era una huella en sí mismo.

Me acerqué a saludarlo, y me dio un raspe giganteco, porque Alfredo era como Nicolás [Guillén] dijo del Che: llano y difícil. Como me lo habían presentado antes, me acerqué de nuevo, ávido de conocerlo más, y me dijo con una sonrisa: “Ya yo lo saludé”. (RISAS) Entonces me quedé como quien busca un autógrafo y se lo niegan. Pero el destino me deparó otra fortuna.

A partir de ese momento cambiaron años de creación, y la agitación que vivió el pensamiento cubano tras las palabras de Fidel a los intelectuales, aquella gran definición, aquel parte que a veces se interpreta dogmáticamente en cuanto a lo escrito y no en su espíritu.

Fue el rechazo absoluto, desde el primer momento, a aquella equivocación conceptual que era el realismo socialista, que trata algunos de imponer, algunos artistas, y él volaba más lejos, estaba fuera de todo eso. El Salón de Mayo había sido la expresión de esa libertad del pensamiento y de ese deambular por el país de una cantidad de intelectuales del mundo, hombres de letras cuyo afecto hacia Cuba a veces varió de acuerdo con las influencias fatales que se cernieron luego sobre la Revolución Cubana, que era una fuerza de la naturaleza desencadenada.

Alfredo es el paradigma de la lucha contra la decadencia y también el paradigma de la libertad en la lealtad; es un hombre que se sabe y se cree libre, y que actúa siempre dentro de un código de conducta que se revela en lo que tú has escuchado. ¿Pero dónde estabas leyendo eso? En el Centro Félix Varela, lo que demuestra, primero, su libertad, qué él se la creía y la tenía, porque además muy pocas personas se atreverían como él a decir: yo dentro de la Revolución actuó con libertad, que es la libertad que vio allí en la Universidad, en el gran debate de aquellos años previos al triunfo de la Revolución, años en que nacían, florecieron y se definieron las ideas en la Universidad. Un Fidel que se enfrenta a un piñazo limpio con uno que va a ser luego su compañero entrañable hasta el final, un Fidel que tiene necesidad de recibir un arma para defenderse cuando lo amenazan y, al mismo tiempo, el hombre que es capaz, como él lo revela ahí, de enamorarse de las muchachas, de encendérsele los ojos, como lo vi años después, hablando de La Bombonera, una famosa casa de huéspedes donde las mujeres más lindas de La Habana y de Cuba se reunieron para estudiar. Quiere decir, esa naturalidad en el modus actuante de Alfredo es muy importante, él fue fiel a eso hasta el final.

Alfredo no fue un hombre perfecto, ni tenemos que estar de acuerdo con todo lo que pudo decir, y él pudo concordar conmigo al realizar esta afirmación categórica. Alfredo hizo lo que le dio la gana con su vida, e hizo bien, porque asentó un capítulo de la libertad humana desde el compromiso.

Alfredo puso en mis manos, por ejemplo, cuando era imposible conseguirlo, lo encargó para mí, el libro de Marguerite Yourcenar,  Memorias de Adriano, donde aparece el diálogo entre Adriano y Antínoo, que era su propio diálogo entre la búsqueda de la verdad, la angustia del poder y la angustia existencial. Alfredo, por ejemplo, leía apasionadamente a San Agustín, y ese es un detalle muy importante, porque Alfredo era un intelectual marxista. Y digo marxista porque él rechazó después de todas las demás cosas. Él dijo: “Otras revoluciones han muerto, la nuestra no, vive”; pero eso nace de su convicción marxista de que nada era estático, que todo se movía, que tenía que respetar el destino de los hombres. Por ejemplo, entre los cubanos, él le dio mucha importancia a Pablo Lafargue, cuando descubrió su historia durante su estancia en París, como representante de Cuba ante la UNESCO; París, una ciudad que él amaba tanto, como Juan Marinello quien repitió: “Y pobre del que no ame a París”.

Marinello me dijo a mí: “Ay, compañero –con esa voz preciosa que tenía–, cuando triunfe el socialismo en el mundo, que nadie toque a París”. (RISAS) Eso se lo oí decir, además, en un momento muy difícil, porque estaba contestando las cartas de las personas que le daban el pésame por la muerte de su amada esposa, Pepilla, que fue un trance para él muy tremendo. Yo fui muy amigo, devoto, de la personalidad de Juan.

Entonces Alfredo amaba a París. De hecho, ahí estás con su traje azul y con su Legión puesta. No era el amante frívolo de la ciudad bella, que también le encantaba y la disfrutaba y la enseñaba como pocos, sino lo que le interesaba era lo que había pasado allí; no le interesaba tanto la crisálida como la mariposa. A él le interesaba el París de la Revolución, el París de la plantación del Árbol de la razón pura, el París del cambio revolucionario de los nombres de los días de la semana y de los meses del año. En medio de esa confusión giganteca, de pronto refería los eventos más importantes: la Comuna de París, la olvidada Revolución de 1848, el mundo de los intelectuales, el Salón de Mayo, el mayo de París de 1968; Todo eso nos contaba Alfredo con una gran pasión.

Codigoabierto360. Mi amigo el Dr. Eusebio Leal Spengler , “el Apóstol de nuestra Historia” como acostumbro a llamarle al compararlo con el seguro Cardenal eclesiástico de alto rango al servicio de  la Iglesia católica que hubiera sido de haber continuado su proyecto de vida,  como es habitual en él ha hecho una fiel y magistral exposición de  los rasgos emocionales, cognitivos y comportamentales del Guevara cuya amplia trayectoria  de vida conocía, respetaba y del cual tuve el privilegio a través de un amigo común —el periodista cubano Max Lesnik— no solo de conocerlo personalmente sino de que me considerara un amigo, algo muy selectivo en él. Dr. Alfonso

En mi casa, en la calle Compostela, que era para mí como el paraíso perdido, ahí llegaba todas las noches con Humberto [Solás], porque estaba discutiendo el guión y lo que sobrevino después, el Armagedón con la película  Cecilia. Recuerdo a ese Alfredo muy joven todavía, y nos íbamos a comer en la época en que todavía La bodeguita del Medio no era un centro turístico, sino que era un lugar recuperado en ese momento, después de la hecatombe de la nacionalización, en que se pusieron a vender pescado allí, pescado frito, y entonces, cuando llega el incidente de Nicolás con Salvador Allende, que se abre La bodeguita, íbamos a La bodeguita, conversando con Martínez, con Armenia, con Varillas el cajero, que siempre buscaba lugar para nosotros, llegaba Alfredo y entraba. Alfredo era solvente, nosotros no; entonces éramos pobres de verdad. Y entonces comíamos allí y disfrutábamos de la conversación de Alfredo, que era como escuchar a un filósofo de la antigüedad.

Él se mostraba fascinado con Pablo Lafargue, al que nadie le había dado en Cuba el lugar que le corresponde por una cuestión: por la sanción moral que hasta hoy tiene todo lo que se quita la vida. Alfredo me dijo a mí que él no había tenido el valor de hacerlo, sobre todo cuando había entrado en ese período de la vida en que, como le dijo Jesús a san Pedro: “Cuando seas viejo, te llevarán adonde no quieras”. Ese es el sentido de su final.

También me abrió la puerta de su casa en el FOCSA –todos vivían su madre y su hermano [Juan], al que apreciaba tanto–, conversamos mucho en aquel lugar, y después de mí llevé a su casa del Malecón, que está en ruinas , y prometo colocar allí lo que merece, para las generaciones futuras lo crean. Alfredo dijo eso [Luis] Morlote, es verdad, que vendría un silencio después. Yo también lo creo. Pero lo creyó Martí; dijo: “Durante un tiempo, mis ideas se eclipsarán y luego volverán a nacer”.

Entonces Alfredo se dio cuenta de los momentos que vivía. Y ya, atravesando el tiempo, Alfredo, por ejemplo, en medio de unas discrepancias colosales, creado especialmente el Grupo para el Desarrollo de La Habana Vieja, con el solo objeto de resolver una querella muy grande, que [Armando] Hart solucionó en esa época, cuando llegó al Ministerio de Cultura y comenzó Armando, con Yeyé [Haydée Santamaría] del brazo, con las hermanas [Ruíz] Bravo … Aquello firmó un cambio absoluto, total, grande. Era un momento de gran creatividad, de gran ilusión.

Esa ilusión que tú señalas, nunca apartó a Alfredo del conocimiento de la realidad. Él se anticipaba a lo que después las leyes o disposiciones de la Revolución, porque las creías inexorables. En los momentos de mayor peligro, siempre considera la importante necesidad de hacer una trayectoria a la medida para Cuba. La vida le ha dado la razón: Cuba está sola frente al muro rajado; creo solamente en el poder de Cuba porque Roma, cuando lograba vencer a un reyezuelo de cualquier parte, o destruir un reino, o traer a un príncipe bárbaro, lo traían encadenado y en una jaula y lo paseaban por las calles. Una Cuba no ha sido posible llevarla en una jaula de hierro.

Quiere decir, los eventos que ya no vivió Alfredo y que hemos vivido nosotros fuimos el símbolo del valor de un pueblo, que fue capaz de hacer una proeza inimaginable, que fue atravesarse en el camino de las Termópilas y luchar contra las enormes dificultades.

En la casa donde lo visité muchas veces al final, pues era su mensajero para muchas cosas ya veces él el mío. Sus conversaciones eran provechosas como eran habituales con Fidel, con Raúl y con Vilma, que era su amiga queridísima, y ​​la consideraba su compañera de lucha. Era la forma de Alfredo de trasladar también un espacio de la realidad, sobre todo del mundo intelectual, que todavía tiene que enfrentar, en muchos aspectos grandes prejuicios. Todavía hay algún personaje, algún burócrata, que se atreve a hablar de los intelectuales.

Bueno, eso no es nuevo. Alfredo se reía mucho cuando le decía que, en una ocasión el presidente general Bartolomé Masó llegó con una comitiva añadida además por grupos de intelectuales que lo rodeaban, y al ver esto el general Modesto Díaz se puso verde. Y el presidente le dijo: “¿A usted qué le pasa, general”. Y respondió: “Que lo veo a usted rodeado de esos bandidos”. Y dice: “¿Pero cómo van a ser unos bandidos? Estos son jóvenes libertarios “. Y Modesto Díaz responde: “No, no, a mí me han dicho que son unos poetas”. (RISAS) Quiere decir que eso viene de atrás.

Lo que pasa es la Revolución la hizo el pueblo, desencadenado por intelectuales. Céspedes fue un intelectual, Agramonte fue un intelectual, todo lo que rodeó Guáimaro eran brillantes intelectuales que, como dice Martí en el opúsculo a  Los poetas de la guerra , firmaron sus versos con su sangre. Lo fue Rubén Martínez Villena, lo fue Martí en grado sumo, y eso es lo que Alfredo consideró que era la herencia legítima.

Había otras herencias legítimas, pero que no eran legítimas; la herencia verdadera venía de allí, de tales hombres, de tales ideas. Y sobre todo venía de la necesidad que él siempre planteaba de que no quería élites; él consideraba siempre la necesidad de hacer vanguardias, y los revolucionarios no tenían problemas por qué ser cosacos con una bomba encendida en cada mano y lo que hacía falta un refinamiento de la sociedad. Le espantaba la vulgaridad, le espantaban las cosas que, para ser populares, lo que es factible, aborrecía eso; lo aborrezco yo también. Creo que el pueblo merece, y todos merecemos, la belleza, que es tan importante en las cosas y en las formas. Aborrecía los discursos absurdos, las palabras huecas, los comunicados leídos; todo eso le producía náuseas.

Era, además, un hombre muy valiente. Alguna vez presencié a la entrada del ICAIC que resultó uno con un poder enorme en aquel momento, porque las revoluciones son así. Entonces Alfredo le dijo: “Estoy en una república literaria”. Y, por tanto, que nadie se ofreció, porque Alfredo todos sabemos cómo pensar, cómo era, y qué voy a referir era un atributo intelectual más que una opción que, además, él tenía la mayor dignidad. Le dijo: “Déjate de mariconerías conmigo porque yo sí es verdad que te mato”. Y eso era verdad, eso era verdad porque muchas veces vi sus propias armas y estaba dispuesto a eso.

Y cuando llegaron las horas de las penumbras, que solo ocurrieron en las revoluciones verdes … No olvidemos cuando va a subir Dantón, y le dice a Robespierre: “Te precedo en la muerte”. Quiere decir, las revoluciones, cuando son verdes, implican este riesgo, sobre todo para los que desde la lealtad están determinados a decir siempre la verdad.

El momento crítico fue cuando llegó la UMAP, cosa que ya se ha analizado, y Fidel se enteró de la culpa, y Raúl asumió la responsabilidad de un momento histórico crítico. Y como íbamos para allá casi todos –yo había ido a buscar el amparo de Haydée y fue ella la que me sacó–, y entonces vivía una mujer extraordinaria, que nunca aparece en la historia, pero que era la gemela de Haydée, con una de manera diferente; era una mujer parca, de una voz grave, con su pelo blanco maravilloso, con su rostro cincelado, pálido, elegantemente vestida, ya cuyo despacho llegamos a todos los hambrientos, desbaratados, y entonces allí fue donde nos encontramos con Silvio, Pablo, Noel Nicola, Rebeca Chávez, Fernando Rey. Íbamos a almorzar con Aida [Santamaría]. Y Aida era como el espejo de aquello que estaba pasando, y era amiga queridísima de Alfredo; para ella Alfredo era una personalidad extraordinaria. Cuesta mucho trabajo porque, cuando llegamos a un momento determinado, las mismas presunciones de Alfredo nos amenazan.

Claro, la vida de un joven se puede extinguir en nada de pronto, la vida es frágil; pero cuando se han sobrepasado todas esas etapas: la enfermedad, las complejidades, las preguntas tremendas, como aquella que delante de mí le hizo Fidel, en la Casa de las Américas, a Miguelito [Barnet]. Le dice Fidel: “¿Miguel, cómo fue? ¿Cómo fue que tú te quedaste? ”Y Miguelito le dijo lo que yo podría decir con frecuencia también en ese momento:“ No, Comandante –le dijo en un momento de extraordinaria honradez–, yo no me quedé; yo me fui quedando “. Es decir, vamos a dejarlo para mañana y para pasado; lo mismo me pasó a mí porque, además, el riesgo de la singularidad es muy grave; es decir, Alfredo se vestía como le daba la gana, y yo también. No es que no me guste, a mí me encanta, comparto con Alfredo, como Maceo, cuando escribe a un norteamericano que hablaba de Cuba, y Maceo le responde diciéndole: “Más que nunca creo en la causa”. Pondera la lucha, y le dice: “Y no olviden los pañuelos blancos y el agua de colonia que me tiene prometidos”.

Entonces yo los tengo también, y el agua de colonia. Y Alfredo se meaba de risa cuando me daba de comer chocolates blancos, o cuando en su apartamento bello en París me dio  marron glacé . Entonces él se reía de eso. Quiere decir: debemos aspirar a todos al  marron glacé , a los pañuelos blancos y al agua de colonia, que no sea el mar el privilegio de los que los pudimos tener una vez. Para eso hay que luchar y hay que tener valores, porque el momento es difícil.

Ya Alfredo se fue, pero su idea está ahí, su pensamiento está ahí. Y él creyó que ese pensamiento prevalecería, por eso se apuró en publicar sus libros.

Tuvo querellas gigantescas, y las ventiló con un gran valor. En sus libros están los documentos probados y su enfrentamiento con farsantes u hombres extraviados que en un momento determinado determinado en sus manos, al parecer, los recursos del poder.

Alfredo tenía una gran angustia existencial. Su amistad con monseñor Carlos Manuel de Céspedes fue determinante. Yo me enteré el último de la enfermedad final, y el padre Céspedes se quejaba con amargura: “Yo tenía que tener un estado junto a él”, porque eran muy amigos. Tal vez para que le dijera, como le dijo Juan Marinello al padre [Ángel] Gaztelu, al sacerdote, poeta e intelectual, cuando llegó junto a él al momento crítico, y Marinello, dándose cuenta de lo que significa la visita del poeta, pero también del sacerdote, le dijo: “Déjame morir tranquilo”. Quiere decir: déjame morir con mis ideas.

Por eso Alfredo habla ahí de su iglesia y de la otra iglesia, con todas las conexiones que eso tiene; las connotaciones dogmáticas, las connotaciones escolásticas, que comprende y vive la enfermedad, y por eso aspira a que la juventud sea iconoclasta, que sea culta; quiere una juventud intranquila, pero no quiere jacobinos a destiempo; quiere que sea una interpretación siempre actual de la historia, porque lo que hasta ayer se viola a la luz de la razón cuando existen otros medios para entender las cosas, hoy podemos ver desde un ángulo distinto. Aunque Hart me dijo una vez unas palabras que iluminan mi análisis: “Toda la modernidad está determinada previamente por otra”. Así que no me digan que son modernos porque yo también lo fui. (RISAS) Pero la modernidad, como la juventud, es una enfermedad que se cura con el tiempo.

Alfredo amaba intensamente, quería las cosas, batalló a muerte por lo de Servando [Cabrera], no por los cuadros, sino por el ser humano, cuando nadie entendía nada; porque los que mientan, los que nieguen la certeza erótica de la sociedad cubana no viven en ella, o son unos hipócritas. Y entonces Alfredo defendió apasionadamente al artista, víctima de unas incomprensiones mortales. Gracias a él llegué yo a Servando, que era una persona encantadora. Murió tan joven, a los cincuenta y tantos. Hemos preparado todo lo que le rodeaba para hacer de nuestro lugar el lugar más maravilloso del mundo. Pero, muerto Servando, comenzó el desastre, como suele pasar siempre con los falsos herederos. Lo que eran jurídicamente, pero no lo habían hecho cuenta de que la herencia tenía otra magnitud. Y es lo que le pasó a Alfredo, de ahí la afirmación final: “Muero solo”. “Fue lo que tú escogiste”, respondió el interlocutor. Y ese es el gran problema: el misterio de la soledad y también el misterio del acompañamiento.

Él siempre quiso estar rodeado de gente joven. Se vieron en ellos como en un espejo. Fue quien me llevó a García Márquez con un escritor joven cubano que él protegió en ese momento extraordinariamente. Y entonces nos encontramos en la Plaza de Armas. Y a mí me causó una impresión extraordinaria la conversación con él y con Mercedes [Barcha]. Hicimos un recorrido por La Habana Vieja. Y Gabo, hasta el final, siempre volvió.

Alfredo y Fidel: la relación era una relación nacida de una comunión de ideas y de una verdad que siempre dijo Alfredo. No se atrevió jamás a decir: desde que vi vi creí que era él … No, no; cuando lo vio, él dijo: este puede ser esto o esto, las dos cosas. Porque, ¿quién es el que llega? Este joven elegante, buen tipo, vestido con su traje espléndido, con su leontina con un ancla de diamantes, no podría imaginar que sería el demoledor de todo, empezando por su propio dueño. Por eso, los que tuvimos la posibilidad de estar cerca del uno y del otro, nos dimos cuenta del sentido verdadero de esa relación.

A Alfredo no le interesaba un Fidel que tenía éxito desesperadamente de remediar los problemas de una administración ineficiente en la sociedad; le interesaba el pensador, creía en el pensador, y creía en algo más: creía en la utilidad del sueño. Hoy, desde la roca del pensar, porque está el filósofo prisionero de su propia naturaleza, pero con la libertad en su imaginación, puede, como el personaje fascinante, explorar su jardín y ver las extrañas plantas y las flores, y pensar en política, en lo que se hizo y que el tiempo no podrá demoler.

Cuando generalmente se simplifica la obra de la Revolución en la educación, en la medicina, en el deporte … se olvida que la obra principal que se propuso la Revolución fue una obra moral, regeneradora, consecuencias económicas específicas el acceso de todos a una vida mejor.

Por eso, ante esta coyuntura y antes de su muerte, Alfredo creía en la necesidad de una refundación del socialismo; creía que era necesario, desde la soberanía de Cuba, pensar en algo que no era un entretenimiento teórico, sino plasmarlo en la realidad. Él creía en las transformaciones que la Revolución en esta etapa protagonizaba. Aborrecía la idea de que el Estado era el controlador de todo, y la defensa en el pensamiento lo que defendió para él mismo, y el controlador de infundirle eso a la gente joven. Por eso se fascinó, por ejemplo, con la Universidad de Santiago de Cuba. Llegó a Santiago y se quedó maravillado con lo que escuchó de los jóvenes que le hablaron, se quedó maravillado cuando venía aquí y conversaba con ustedes.

Llegué aquel último día del Congreso en el Palacio de Bellas Artes, y vi los ojos de los jóvenes que estaban allí, y yo di cuenta de que en la Asociación [Hermanos Saíz] había una gran esperanza para volver a encontrar una vigorosa generación de pensadores, de artistas, de gente que aporte inquietudes, que persuada, que convenza, que nadie crea que tiene el monopolio absoluto de la verdad, que hay hoy más que nunca que escuchar, poner la mano en el corazón de las personas, hablar con The People. Ese es el legado que creo más importante del pensamiento de Alfredo.

¿Aristocrático decían que era? Es verdad Pero pertenecía a una  aristo  que no es la material del poder, sino a una  aristo  del pensamiento. Hablaba de los clásicos griegos como quien habla del aula primorosa de la Universidad donde le tocó estudiar Filosofía, Letras, pensamiento. No fue abogado como otros. Siempre quiso ser y fue un humanista

El cine fue un vehículo para él. Si tú vas a ver muchas películas hizo Alfredo: ninguna. Es sencillamente aquella gestión inicial con los artistas tutelares de la gran generación del cine cubano que le acompañaron entonces: Julio [García Espinosa], Tomás Gutiérrez-Alea [Titón] …

Me acuerdo que un día, en una biblioteca descomisada, encontré algo asombroso: un libro de versos de Tomás Gutiérrez-Alea. Entonces corrí con el libro y fui a ver a Titón, que era mi amigo. Le llevé el libro. Y lo cogió y me dijo: “Qué favor me ha hecho”. Era una edición de muy pocos ejemplos. Cogió el libro y se lo llevó, porque se avergonzaba de haber escrito versos (RISAS), y me agradeció como nadie que le entregara el libro.

Me buscaban para hacer las películas del ICAIC. Siempre tuvimos en la Oficina del Historiador y en aquel barrio que iba como renaciendo y en el cual invariablemente Alfredo creyó, un escenario para todas las filmaciones. De ahí  Lucía  y todo lo que se hizo allí.

Un día Alfredo me llama y me dice que Titón necesitaba mi apoyo como asesor eclesiástico, porque iban a hacer  Una pelea cubana contra los demonios . Bueno, entonces fue la entrevista mía con Titón, y él me pidió lo insólito: “Necesito unos piratas”. Digo: “¿Cómo que piratas?” Y dice: “Sí, necesito unos piratas como extras para llevarlos a Trinidad para la película, y Alfredo me ha dicho que eres el único que puede”.

Entonces busqué. La Habana Vieja todavía era un lugar mucho más misterioso que lo que es ahora. Y me metí por la  kasbah y busqué a Gabriel Tian, ​​un gordo grande que era tuerto, amigo mío y le dije: “Tian, ​​necesito piratas”. A las 24 horas ya había una gavilla. (RISAS) Necesitaba también ropas de iglesias. Figúrense, me volví loco buscando curas amigos y me prestaron ropas. Entonces salimos para Trinidad. Allí me dijo Titón: “Hay un problema solo: la situación aquí es muy difícil, y entonces hemos obtenido, hemos traído una lechona asada que no se puede tocar, porque no he querido que sea una lechona de atrezo, sino que sea de verdad pero que esté ahí; para cuando lleguen los piratas en el asalto ”. Entonces le dije a Tian: “Fíjate, Tian, ​​aquí todo está permitido, menos tocar la lechona”. Y me aseguró: “No, no te preocupes, en eso no hay problemas”.

Entonces, en el momento que está José Antonio [Rodríguez] en el papel del cura, en la bendición del ingenio, irrumpen los piratas, la gente corriendo, y aquello fue un realismo impresionante. Uno de los señores era Armando Bianchi, que era un hombre de una simpatía extraordinaria. Entraron los piratas ya lo primero que le fueron arriba fue a la lechona. Se la comieron antes de la violación de las mujeres, se comió todo lo que. Y entonces Titón se halaba no el pelo, se halaba la ropa. Al rato me llama Alfredo, y yo pregunta: “Óyeme, Eusebio –como hablaba él–, ¿qué es lo que ha pasado, hijo, con una lechona que se comieron?”

Alfredo usó su poder político para echar adelante obras maravillosas y extraordinarias. El ICAIC estaba en ese momento en una ruina decadente con aquel edificio que a su regreso se transformó completamente.

Cuando lo llamaron, le dije: “Alfredo, ¿quieres que te haga una anécdota?” Alguien escuchó a Máximo Gómez diciendo que cuánto le gustaría ir a Camagüey a luchar con Agramonte. Y fueron a ver a Céspedes y le dijeron: este quiere ir para allá. Y entonces Céspedes lo mandó a buscar y le dijo: “Escoja unos pocos hombres y váyase a la sierra”, algo así como “hasta que yo me acuerde”. Se fue con lo que Gómez perdió los doce apóstoles. Y cuando murió Agramonte, lo que manda a buscar y Gómez le dice: “Mi presidente general, aquí tiene su viejo soldado”. Y él le dice: “Lo nombro jefe para Camagüey, salga para allá”.

Y entonces a Alfredo le pasó lo mismo: cuando fracasa la película y viene el tiempo en París, fue un tiempo muy fecundo para Cuba, de gran apoyo para Cuba porque él se rodeó rápidamente de lo mejor de la intelectualidad en esa nación y la comprometió .

A su regreso, inmediatamente transforma todo el piso que ocupaba, lo llena todo con los cuadros que tenía, y trajo a un perrito maravilloso. Uno entraba a verlo y el perrito estaba sobre el buró, y él decía: “A ver, ¿cómo tú me quieres?” Y el perro empezaba a hacer gracias. Porque tenía esas cosas también del muchacho que nunca dejó de ser.

Por eso, más allá de la vida, cuando faltan unos días para que cumplió 90 años, me alegro de celebrarlo. “Y espero, Alfredo, qué sé que estás cerca, qué sepas comprender que he tratado de dar un testimonio lo más próximo posible a lo que tú fuiste, cosa que es imposible”.

Gracias

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