Burocratismo socialista, corrupción y censura

Por Mario Valdés Navia

El concepto burocratismo tiene dos acepciones: 1) hipertrofia de normas y trámites que entorpecen las relaciones del ciudadano con la administración, y 2) excesiva influencia de los órganos administrativos y de los empleados públicos en la gestión del Estado.

Esta última designa toda una corriente de pensamiento con rasgos bien definidos: disciplina, mecanicismo, obediencia, falta de creatividad, rutina, impunidad, inercia, corrupción, clientelismo y secretismo. Cuando no se precisan los términos de partida se confunden los resultados, de lo cual se beneficia el burocratismo, que renace, cual ave Fénix, si los ataques se limitan —como es usual en Cuba— a criticar el papeleo y la morosidad.

La investigación científica acerca del tema se remonta a inicios del siglo XX, cuando Max Weber fundamentó la necesidad de un tipo ideal de burocracia en pos del perfeccionamiento de la administración. La conclusión previsible de ese proceso la condensó en una metáfora terrible: «noche polar de oscuridad helada», al considerar que la racionalización creciente de la vida humana atraparía a los individuos en moldes sociales cada vez más rígidos. Sobre el socialismo recién establecido en Rusia sus críticas fueron certeras, al prever que la abolición del mercado libre y sus mecanismos, sin sustitutos previsibles, no conduciría a una extinción paulatina del Estado sino a la hiperburocratización de la sociedad soviética.

Algunos burócratas llegan a ser distribuidores de bienes públicos, de los que disponen a voluntad a partir de las prerrogativas de sus cargos. (Imagen: La Mañana.uy)

En el orden histórico, la burocracia siempre necesitó del Gran otro (esclavistas, feudales, burgueses) para sustentarse. Como sirvienta de los grandes propietarios, era un sector social dependiente de las migajas que estos dejaban caer. Mas, con la instauración del Estado socialista, vio la senda expedita para su encumbramiento y no dudó en recorrerla.

El modo de vida de los llamados revolucionarios profesionales en el seno del capitalismo constituye el embrión histórico de la burocracia socialista. Aunque el caso es similar para cualquier organización revolucionaria, el de los comunistas es arquetípico. Durante años, estos hombres y mujeres entregados a la causa del proletariado vivieron de los fondos del partido, casi siempre rodeados de penurias, pero liberados ya de una existencia subordinada al poder burgués y a las cadenas del trabajo asalariado. Al triunfar la revolución socialista y quedar a su cargo los recursos nacionales, los tomaron como algo que la Historia —esa deidad de los revolucionarios— había puesto en sus manos a manera de representantes plenipotenciarios del pueblo que los reconocía como líderes.

Al mismo tiempo, la vocación antimercantilista de los Estados en transición socialista propició que la satisfacción de muchas de las necesidades de estos cuadros y sus familias, a expensas del presupuesto público, se percibiera como una manera superior de distribución, más cercana a la comunista y ajena a las tentaciones del dinero; rara interpretación que daría lugar a una gama de privilegios, prebendas y beneficios que los alejaría cada vez más de las condiciones reales de subsistencia del pueblo trabajador. Por ello, la burocracia socialista es representada en el imaginario social de gran parte de la población como una cleptocracia parasitaria, ajena a las vicisitudes de las masas.

El mismo Lenin advirtió que la falta de participación activa del pueblo ruso en los soviets, abriría las puertas a la creación de «órganos de gobierno para los trabajadores», en lugar de ser «de los trabajadores». En sus últimos escritos, mostró una creciente preocupación por la «úlcera burocrática» que empezaba a minar al joven Estado y postulaba que no se podía «renunciar de ningún modo a la lucha huelguística» siempre que estuviera dirigida contra las desviaciones burocráticas que habían penetrado, no solo en los soviets, sino también en «el aparato partidario», ya que «la dirección del partido lo es también del aparato soviético».[1]

Madre e hija del totalitarismo socialista, la burocracia deviene engendro diabólico de la revolución socialista, pero también en su sepulturera. El socialismo soviético procreó así sus propios demonios: los burócratas, prohijados hasta el punto de ser capaces de abandonar al pueblo del que surgieron y aliarse con el capital trasnacional antes de perder sus prebendas sociales y riquezas mal habidas.

La causa esencial del empoderamiento burocrático socialista radica en que, mientras el dominio del capital separa al Estado de la economía, por lo que debilita a la burocracia estatal, el socialismo los une de forma indisoluble, con lo que otorga a los funcionarios estatales un poder nunca antes visto, pues ahora todo pertenece al pueblo, cuyos representantes plenipotenciarios en los diferentes niveles son los burócratas. A tenor con ello, la burocracia se transforma, de sector social en sí, separado de los medios de producción y secundario en la estructura social, en una clase para sí, usufructuaria de las riquezas del pueblo y hegemonizante a escala social (2)

La película cubana «La muerte de un burócrata», retrata el fenómeno en un momento tan temprano de la Revolución como fue el año 1966.

De manera no menos importante, la burocracia socialista deviene también en usufructuaria de los medios de decisión. Grandes transformaciones, tareas que involucran a todo el pueblo, inversiones del capital público y posiciones en política interna y externa de las que dependen los destinos de la nación, son consensuadas y decididas por la alta dirigencia burocrática, y solo posteriormente aprobadas —nunca desaprobadas— por las masas, en forma más o menos democrática.

La alta burocracia se convierte en los que saben, y pretende pensar por el pueblo, al que consulta en ocasiones, pero del que únicamente espera aclamaciones y alabanzas, no ideas contrarias. A tal punto alcanza el empoderamiento de la burocracia en el socialismo, que su nivel de vida no se puede determinar monetariamente, pues sus miembros se tornan beneficiarios directos de bienes y servicios que el resto de la población rara vez logra adquirir en el mercado. Incluso, algunos burócratas llegan a ser distribuidores de bienes públicos, de los que disponen a voluntad a partir de las prerrogativas de sus cargos, lo que les permite colmar de prebendas a sus acólitos, amigos y amantes e, incluso, presentarse como dispensadores de beneficios y soluciones a problemas materiales, pasando por encima de planes, presupuestos y limitaciones del país, en roles de Papá Noel socialista.

Gen primigenio de la burocracia es el clientelismo, que apareció en la Unión Soviética y luego se extendió a toda la comunidad socialista. Su existencia estuvo condicionada por el establecimiento de relaciones de este corte entre funcionarios de mayor nivel —patrones—, y de menor —clientes—, a partir del intercambio de favores y prebendas que crean nexos de subordinación y fidelidad en los miembros de un campo clientelar. Cuando el clientelismo se asocia, como es frecuente, al nepotismo y al caudillismo militarista, la burocracia se consolida como un estamento social exclusivista.

El intercambio de favores y prebendas crea nexos de subordinación y fidelidad en los miembros de un campo clientelar. (Imagen: GobernArte)

Esta situación auspicia también la corrupción del poder real y las malversaciones; protegidas por el secretismo, la falta de transparencia informativa y del empoderamiento ciudadano. Por ello, el enemigo mortal del dominio burocrático en el socialismo debería ser el control obrero y ciudadano; a los que la burocracia se enfrenta decisivamente con métodos cada vez más sofisticados y falaces.

Para la burocracia, el pueblo existe como mayoría silenciosa/ruidosa, cuyas opiniones pueden ser loables siempre que transmitan agradecimiento y lealtad; de lo contrario son fastidiosas y solo se tolerarán con el fin de ser debidamente canalizadas por las vías establecidas para, a su debido tiempo, ser respondidas de forma tal que si no satisfacen al impertinente al menos le demuestren lo inútil de su queja.

Cuando tal estilo de gobernanza se hace costumbre, las personas son sometidas a un proceso de desideologización destinado a castrar su espíritu de combate, su carácter crítico y el hábito de pensar por sí mismas. De esta forma, se pretende que las clases trabajadoras, que habían llegado a ser —al menos en sus sectores más concientizados— una clase para sí, vuelvan al estadio anterior de clase en sí, e incluso, desciendan todavía más en la escala ideológica hasta transmutarse en una clase para otros: los burócratas hegemonizantes que las entretienen, conduciéndolas de una tarea en otra como las hormigas pastoras a las bibijaguas.

Esta mayoría silenciosa se asocia asimismo a la falta de sentido de propiedad, compromiso político-social, empoderamiento real de los ciudadanos, participación política y motivación ideológica. La burocracia termina entonces por convertir a la sociedad socialista en una inmensa zona de confort que rechaza todo lo que sea crítico, complicado, o subversivo. De ahí el supuesto apoliticismo que se extiende en las nuevas —y no tan nuevas— generaciones como resultado de la carencia de un pensamiento crítico y de la práctica de sólidos valores cívicos.

Con sus maquinaciones, la burocracia socialista garantiza lo que constituye su escudo protector por excelencia: la impunidad, a la cual defiende con uñas u dientes. Sin tierras que rentar, capital para invertir, o inteligencia que alquilar, solo puede vivir parasitariamente, de ahí que sus mayores ingresos le lleguen de manera subrepticia, ilegal e inmoral, por lo que su buen vivir es sinónimo de algún tipo de corrupción, más o menos desfachatada. En consecuencia, huye de las leyes y reglamentos como normas de derecho, mientras privilegia los decretos y cartas circulares, de carácter ramal y lenguaje esotérico.

En función de preservar el poder burocrático se emplean todos los mecanismos del poder cultural socialista —enseñanza autoritaria, medios timoratos, partido único centralizado, sindicatos pro administrativos— para convertir la hegemonía burocrática en el modo de vida compartido por todos los sectores sociales. Uno de sus mecanismos más influyentes es la censura, cuyo ejercicio permanente se constituye en respuesta políticamente autorizada a las preguntas cotidianas sobre: qué se puede decir, qué se debe callar, qué (no) se hace público, dónde y cuándo; según el canon burocrático y las retóricas ideológicas que lo justifican.

La institucionalización de la censura como especie de laberinto de silencios y verdades a medias, revela la inconsistencia del equilibrio social, en especial, en su variante más extendida: la autocensura, que afecta tanto a los ciudadanos simples como a los científicos, comunicadores sociales, profesores, estudiantes y a los propios miembros de la burocracia. Enfrentarla y superarla es una condición sine qua non para desbancar al poder burocrático.

Este texto es parte de mi libro de ensayos El manto del Rey. Aproximaciones culturales a la economía cubana, (Ediciones Matanzas, 2020), cuya versión digital puede ser descargada gratuitamente en el hipervínculo del título por los lectores. 

***

[1] Martha Harnecker (2002). “Cómo vio Lenin el socialismo en la Unión Soviética”, América Librehttp://www.45-rpm.net/palante/lenin.htm.

[2] Ver, editorial del Granma “La lucha contra el burocratismo: tarea decisiva” (junio 1965), en “Lecturas de filosofía”, tomo II. Instituto Cubano del Libro. pp.643-647.2 comentarios0

*Mario Valdés Navia MARIO VALDÉS NAVIA. Investigador Titular, Dr. en Ciencias Pedagógicas, ensayista, espirituano

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