La amistad con Keane no solo le dio un asesor único. También le dio a Clinton acceso inmediato a su red informal de generales en activo y retirados. El más interesante, por mucho, fue David Petraeus, un comandante de inteligencia que compartió la exacerbada ambición de Clinton y cuyas historias de vida serían una mezcla de éxitos embriagadores y reveses aleccionadores. Ambos serían acusados de malos manejos de información clasificada: Clinton por su uso de un servidor privado y una dirección de correo electrónico para llevar a cabo gestiones gubernamentales delicadas, una decisión que se convirtió en un escándalo político; Petraeus porque le había entregado un diario con información clasificada a su biógrafa y amante (al final, se le acusó por el delito menor de mal manejo de información clasificada).
La formación de Clinton en asuntos militares comenzó en serio en 2002, después de que la apabullante derrota del Partido Demócrata en las elecciones de la mitad de la legislatura la hiciera subir varios escalones en la jerarquía del senado. Los líderes del congreso del partido le ofrecieron un lugar ya fuera en el Comité de Relaciones Exteriores o en el Comité de las Fuerzas Armadas.
Ella eligió el Comité de las Fuerzas Armadas y desdeñó una larga tradición de los senadores de Nueva York, como Daniel Patrick Moynihan y Jacob Javits, quienes codiciaban el prestigio del Comité de Relaciones Exteriores. El Comité de las Fuerzas Armadas se ocupa de temas más mundanos, como las prestaciones de los veteranos, y durante muchos años había sido el coto de los republicanos de mano dura como John McCain.
Pero después del 11 de septiembre, Clinton consideró que el Comité de las Fuerzas Armadas era una mejor escuela para su futuro. Para un político que busca afinar sus credenciales de poder duro —una mujer que aspiraba a ser comandante en jefe— era el campo de entrenamiento perfecto. Ella se metió de lleno en la tarea, como un soldado de infantería en un campo de entrenamiento.
Andrew Shapiro, entonces asesor en materia de política exterior de la senadora Clinton, reunió a 10 expertos (entre los que se encontraba Bill Perry, que fue secretario de Defensa en el mandato de su esposo, y Ashton Carter, que más tarde se convertiría en el cuarto secretario de Defensa del Presidente Obama) para que le dieran clases de todo, desde estrategias de alto nivel hasta adquisiciones del Departamento de Defensa. Ella se reunió discretamente con Andrew Marshall, un estratega octogenario del Pentágono que había trabajado durante décadas en la llamada Oficina de Evaluación de la Red y que se ganó el apodo de Yoda por sus reflexiones délficas. Clinton estuvo presente en todas las reuniones del comité, sin importar lo rutinarias que fueran. Los asesores la recuerdan en su C-SPAN3, sentada sola en la habitación, cuestionando con paciencia a un teniente coronel. Visitó a las tropas en Afganistán el Día de Acción de Gracias en 2003 y habló en cada instalación militar importante en el estado de Nueva York. Para aquel entonces, habían pasado 30 años desde que recordaba haber sido rechazada por un reclutador de la Marina en Arkansas y Hillary Clinton se había convertido en una estudiosa de la milicia.
Jack Keane, un general de cuatro estrellas retirado, fue uno de los arquitectos intelectuales del aumento de tropas en Irak; tal vez también sea la mayor influencia en el pensamiento de Hillary Clinton sobre asuntos militares. Keane, un hombre corpulento con un rostro agobiado por las preocupaciones, con las mejillas un tanto caídas y el cabello relamido, irradia la máxima confianza en sí mismo que uno esperaría de un general de cuatro estrellas retirado. Habla con rastros de un acento de Nueva York que le da a sus pronunciamientos la contundencia del sonido de la metralla. También es un miembro bien remunerado del complejo de la industria militar, que ocupa un lugar en el consejo de General Dynamics y ejerce como asesor estratégico de Academi, el contratista de seguridad privada que anteriormente se conocía como Blackwater. Y es presidente de un departamento de estudios llamado, acertadamente, el Instituto del Estudio de la Guerra. Aunque es uno de entre los generales que hacen apariciones en la televisión por cable, Keane es un experto de línea dura en Fox News, donde aparece con regularidad para abogar por el uso de mayor fuerza militar estadounidense en Irak, Siria y Afganistán. No le tiembla la mano para desplegar tropas en tierra y casi no recurre a líderes civiles, como Obama, que sí lo hace.
Keane conoció por primera vez a Clinton en el otoño de 2001, cuando ella era una senadora novata y él era el segundo al mando del ejército, con un historial destacado en combate y al mando en Vietnam, Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo. Había esperado que Clinton fuera una mujer inteligente, trabajadora, y una política astuta, pero no estaba preparado para el respeto que ella mostró hacia el Ejército como institución, ni para su reconocimiento hacia los sacrificios de los soldados y sus familias.
Keane creía que podía olfatear a un político farsante a menos de un kilómetro de distancia, y esa no fue la impresión que le causó Clinton.
“Yo puedo leer a la gente; esa es una de mis fortalezas”, me contó. “No es que no me puedan engañar, pero no es algo que me suceda con frecuencia”.
Keane también le cayó bien a Clinton de inmediato. “A ella le encanta ese temperamento seco irlandés”, dice uno de sus asesores del senado, Kris Balderston, quien estaba en la habitación aquel día. Cuando después de 45 minutos Keane se levantó para regresar al Pentágono a fin de reunirse con un general polaco, ella protestó, diciendo que aún no había terminado y solicitó otra reunión. “Yo dije: ‘Está bien, pero me tomó tres meses llegar a esta’”, le contestó Keane inexpresivamente.
Clinton soltó una estridente carcajada. “Me encargaré de eso”, prometió.
Ella sabía cumplir su palabra: los dos se reunirían en varias ocasiones a lo largo de la década siguiente, para hablar de las guerras en Afganistán e Irak, sobre la amenaza nuclear iraní y otras zonas álgidas en Medio Oriente. Algunas veces él iba a su oficina en el senado; otras, se encontraban para cenar o para tomar una bebida juntos. Él la escoltó en su primera visita al Fuerte Drum y organizó su primer viaje a Irak.
Por lo general, él se abstenía de hablar de política, pero en una reunión en la oficina de Clinton en el senado en enero de 2007, Keane trató de convencerla sobre la lógica del aumento de tropas en Irak. Un mes antes, Keane se había reunido con el Presidente Bush en la Oficina Oval para recomendarle que Estados Unidos desplegara de cinco a ocho brigadas del Ejército y la Marina para luchar contra una campaña de contrainsurgencia urbana; solo que, argumentó, estabilizaría a un país al que un conflicto sectario estaba haciendo pedazos. Su presentación enojó a algunos de los homólogos de Keane, quienes temían que dicha estrategia profundizara la dependencia de Irak y alargara la participación de Estados Unidos. Sin embargo, causó impacto en el comandante en jefe, quien en breve ordenó el envío de más de 20.000 elementos adicionales a Irak.
Clinton fue otro cuento. “Estoy convencida de que no va a funcionar, Jack”, le dijo. Ella predijo que los soldados estadunidenses que patrullaban las ciudades y pueblos iraquíes serían “bombardeados” por las milicias sunitas o los combatientes de Al Qaeda. “Ella pensó que fracasaríamos”, recuerda Keane, “y que eso acarrearía más bajas”.
Por supuesto que pensaba en términos políticos. Barack Obama estaba preparando el terreno para su candidatura a mediados de enero con una campaña que haría énfasis en la oposición a la guerra de Irak y el voto de Clinton a favor de dicha guerra —un voto que todavía le hizo mella en las elecciones primarias demócratas de este año—. Obama estaba por iniciar una campaña para recaudar fondos en la que obtendría 25 millones de dólares en tres meses, cosa que cimbró la campaña política de Clinton y lo posicionó como un rival temible. Aunque no estuvo de acuerdo con Keane acerca de Irak, Clinton le pidió que se convirtiera en su asesor oficial. “A pesar de lo mucho que te respeto”, contestó él, “no puedo hacer eso”. La esposa de Keane tenía problemas de salud que habían anticipado su retiro del Ejército, y él, fiel a sus principios, no respaldaba a ningún candidato. En algún momento durante 2008, no recuerda exactamente cuándo, Clinton le dijo que ella había cometido un error al dudar de la decisión en relación con el aumento de tropas. “Ella dijo: ‘Tenías razón, sí funcionó’”, recuerda Keane. “En asuntos de seguridad nacional”, dice, “pienso que ella siempre ha sido intelectualmente honesta conmigo”.
Él y Clinton siguieron hablando, incluso después de que Obama resultó electo y ella se convirtió en secretaria de Estado. La mayoría de las veces, sus opiniones coincidían. Keane, al igual que Clinton, estaba a favor de una intervención más decidida en Siria, a diferencia de Obama. En abril de 2015, la semana antes de que ella anunciara su candidatura, Clinton le pidió que sostuvieran una reunión informativa sobre opciones militares para lidiar con los combatientes del Estado Islámico. Keane, quien llegó a la reunión con tres jóvenes analistas del Instituto para el Estudio de la Guerra, hizo una presentación de 2 horas y 20 minutos. Entre otras, algunas de las medidas por las que abogaba eran imponer una zona de exclusión aérea en algunas partes de Siria que neutralizarían la fuerza aérea del presidente sirio, Bashar al Asad, con el objetivo de obligarlo a llegar a un acuerdo político con los grupos opositores. Seis meses más tarde, Clinton adoptó públicamente esta posición, lo que la distanció aún más de Obama.
“Estoy convencido de que este presidente, sin importar cuáles sean las circunstancias, nunca desplegará soldados en terreno enemigo, incluso cuando sea imperioso”, me dijo Keane. Estaba sentado en la biblioteca de su casa en McLean, Virginia, en la que abundan los libros sobre historia y estrategia militar. Su crítica a Obama no era en absoluto nueva ni original, pero refleja en buena parte lo que piensan Clinton y sus asesores políticos. “Uno de los problemas que tiene el presidente, y que debilita sus esfuerzos diplomáticos, es que no creen que usaría su poder militar. Es un tema que diferenciaría al presidente de Hillary Clinton muy radicalmente. Ella consideraría que las fuerzas armadas son otra opción realista, pero únicamente si no hay otro camino”.
La amistad con Keane no solo le dio un asesor único. También le dio a Clinton acceso inmediato a su red informal de generales en activo y retirados. El más interesante, por mucho, fue David Petraeus, un comandante de inteligencia que compartió la exacerbada ambición de Clinton y cuyas historias de vida serían una mezcla de éxitos embriagadores y reveses aleccionadores. Ambos serían acusados de malos manejos de información clasificada: Clinton por su uso de un servidor privado y una dirección de correo electrónico para llevar a cabo gestiones gubernamentales delicadas, una decisión que se convirtió en un escándalo político; Petraeus porque le había entregado un diario con información clasificada a su biógrafa y amante (al final, se le acusó por el delito menor de mal manejo de información clasificada).