La instrumentalización del ‘impeachment’ contra la oposición política

El poder constitucional para iniciar un proceso de impeachment contra un presidente debidamente electo fue concebido por los redactores de la Constitución como una herramienta neutral y no partidista para ser utilizado como último recurso contra casos extremos de delincuentes en cargos públicos. En la imagen: Escena en la firma de la Constitución de Estados Unidos, óleo sobre lienzo, de Howard Chandler Christy, 1940. (Fuente de la imagen: The Indian Reporter/Wikimedia Commons)

Por Alan M. Dershowitz

El poder constitucional para iniciar un proceso de impeachment contra un presidente debidamente electo fue concebido por los redactores de la Constitución como una herramienta neutral y no partidista para ser utilizado como último recurso contra casos extremos de delincuentes en cargos públicos. Se está implementando ahora como arma partidista utilizable por rutina contra presidentes de un partido diferente al que controla la Cámara de Representantes.

Según el punto de vista de algunos miembros del Congreso, cada vez que la Cámara esté controlada por un partido, una mayoría simple puede votar correctamente a favor del impeachment. Como dijo la congresista Maxine Waters: “El impeachment es lo que diga el Congreso que es. No hay una ley”. Se equivoca. La Constitución es la ley y ella no está por encima.

El reciente mal uso partidista de este poder de emergencia empezó con el impeachment al expresidente William Jefferson Clinton por la Cámara —controlada por los republicanos— en 1998. Clinton no cometió ningún delito susceptible de un proceso de impeachment, a pesar de haber mentido gravemente bajo juramento sobre su vida sexual. Dicho perjurio, si se produjo, cumpliría con la definición de “delito”, pero no los criterios requeridos por la Constitución de “delitos y faltas graves”. Si el presidente Clinton cometió un delito, sería un delito menor relacionado con su vida sexual, comparable a los cometidos por Alexander Hamilton —adulterio y pago a un extorsionista— cuando era secretario del Tesoro. Si Hamilton hubiese pagado al extorsionista con dinero público, como fue falsamente acusado de hacer, habría sido culpable de un grave delito susceptible de impeachment.

Para ser acusado, un presidente tiene que cometer un delito (la falta es una especie de delito) y la comisión de ese delito también debe constituir un abuso de cargo público. Un abuso de cargo público, sin un delito subyacente, es un pecado político, pero no un delito susceptible de impeachment.

Esta misma cuestión se debatió en la Convención Constitucional, donde un delegado propuso la “mala administración” como criterio para el impeachment y la destitución de un presidente. James Madison, padre de la Constitución, se opuso enérgicamente argumentando que con un criterio tan vago y ambiguo poco concluyente el presidente estaría ejerciendo según la voluntad del Congreso y que dejaríamos de ser una república con un presidente fuerte para ser una democracia parlamentaria donde el jefe del ejecutivo puede ser destituido por una moción de confianza. En su lugar, la Convención adoptó unos estrictos prerrequisitos para el impeachment: traición, soborno u otros delitos y faltas graves. La Cámara no está más facultada para sustituir sus propios criterios por los enumerados en la Constitución de lo que estaría el Senado para cambiar el requisito de votación de dos tercios para la destitución a una mayoría simple o a una mayoría cualificada de tres quintos. El Congreso no está por encima de la ley. Está sujeto a lo que los redactores aceptaron y no pueden ahora aplicar los criterios que los redactores rechazaron explícitamente.

Aquellos que caracterizan el proceso de impeachment y destitución como completamente políticos se equivocan por una simple cuestión de derecho constitucional, aunque tengan razón al describir la realidad del mal uso que se le está dando actualmente. Los defensores de este punto de vista citan incorrectamente a Hamilton en El Federalista n.º 65.

Hamilton no caracterizó los criterios para el impeachment como “políticos”, lo hizo sólo en el sentido en que se relacionan con “los perjuicios inmediatos causados a la propia sociedad”. Inmediatamente después rechazaba la opinión de que el proceso debía ser partidista, basado en la “fuerza comparativa de los partidos”, en vez de en las “verdaderas demostraciones de inocencia o culpa”. Dijo que eso era “el mayor peligro” y pidió “neutralidad hacia aquellos cuya conducta pueda ser objeto de escrutinio”. Los que citan, o interpretan, mal a Hamilton mezclan erróneamente las palabras “político”, que él utilizaba en sentido gubernamental, y “partidista”, con lo que se refería a la fuerza comparativa de los partidos y facciones.

Es difícil imaginar una mayor vulneración de los principios de Hamilton que la reciente votación en la Cámara siguiendo líneas de partido (con dos excepciones, ambas contra el impeachment) para abrir una investigación oficial para el posible impeachment del presidente Trump. La votación estuvo exclusivamente determinada por la “fuerza comparativa de los partidos”, como lo fue la votación para destituir al presidente Clinton hace dos décadas.

Una Cámara partidista que votara para destituir al presidente Trump, seguido de una votación partidista en el Senado para absolverlo, no sólo perjudicaría al Partido Demócrata —como los votos en el caso de Clinton perjudicaron al Partido Republicano—: perjudicaría a nuestra Constitución y polarizaría aún más nuestra ya dividida nación. Y, lo que es más importante, el mal uso del poder del impeachment de manera partidista representaría, en palabras de Hamilton, “el mayor peligro” para nuestra Constitución.

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