Islamistas amenazan el futuro de Libia

Por Mel Frykberg – Cortesía de IPS

TRÍPOLI, 12 sep (IPS) - La muerte del embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens, este miércoles 12, ocurrió en medio de una nueva amenaza del fundamentalismo islámico que ha sacudido este país en las últimas semanas. Foto: Milicias libias

TRÍPOLI.  La muerte del embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens, este miércoles 12, ocurrió en medio de una nueva amenaza del fundamentalismo islámico que ha sacudido este país en las últimas semanas.

Varios ataques cuyos autores se presumen salafistas fueron perpetrados contra consulados e intereses extranjeros en la nororiental ciudad libia de Bengasi desde el fin de la guerra. También algunas embajadas en Trípoli fueron amenazadas en los últimos tiempos.

Los radicales, además, advirtieron a las mujeres libias que se vistieran de modo conservador y que cubrieran su cabello. Los yihadistas reclaman la segregación de género en los centros educativos.

El país está lleno de señales que dan cuenta del creciente poder de los salafistas. Por ejemplo, la reciente destrucción de santuarios sufíes. Desde el capitalino Al Mahary Radisson Blu Hotel se pueden ver las celestes aguas del mar Mediterráneo bañando playas de blancas arenas. Pero esta vista idílica se ensombrece por pilas de escombros y vigas de acero dobladas entre el hormigón.

Los edificios destruidos no son consecuencia del bombardeo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra sedes de inteligencia o militares pertenecientes al derrocado régimen de Muammar Gadafi, asesinado en octubre de 2011 al finalizar la guerra interna, sino los restos de una mezquita y santuario sufí de la era Otomana.

IPS fue testigo de la destrucción deliberada de que fueron objeto esos edificios por parte de salafistas armados que se valieron de aplanadoras y cavadoras, mientras miembros de la policía y de las Fuerzas Armadas de Libia los custodiaban a un lado, impidiendo, a su vez, el paso de periodistas y vehículos.

Los salafistas siguen una variante puritana del Islam, y creen que el sufismo (una secta islámica mística), y las danzas en que participan sus integrantes, son heréticos.

La destrucción se llevó a cabo a lo largo de tres días, pese a las protestas públicas y a la indignación expresada por algunos miembros del gobierno libio, que acusaron al Ministerio del Interior no solo de no proteger los sitios históricos, sino también de una posible participación en su demolición.

Se presume que algunos de los islamistas que perpetraron la destrucción son miembros en funciones del Supremo Comité de Seguridad, una amalgama de milicias y parte de las fuerzas de seguridad de Libia, conformado por unos 100.000 hombres, con variadas lealtades y diferentes ideologías.

Se cree que en el Supremo Comité se han infiltrado tanto islamistas como integrantes del núcleo incondicional otrora leales a Gadafi.

Multitudes de libios alegres, enarbolando banderas, volvieron a congregarse en la Plaza de Los Mártires, conocida como Plaza Verde en la era Gadafi, para celebrar la caída del régimen. Pero es posible que esa sensación haya tenido corta vida.

Tres santuarios sufíes en Trípoli, Zliten y Misurata fueron sistemáticamente destruidos, y una biblioteca que contenía cientos de libros y manuscritos históricos fue incendiada.

También fueron atacadas alrededor de 30 tumbas sufíes en la parte antigua de Trípoli.

El ministro del Interior, Fawzi Abdel Al, provocó indignación cuando explicó por qué las fuerzas de seguridad no habían intervenido. Dijo que él no estaba preparado para que se perdieran vidas por “algunas tumbas viejas”. Admitió que los extremistas religiosos fuertemente armados eran demasiados y muy poderosos para que las débiles fuerzas de seguridad de Libia los confrontaran.

“Si abordamos esto usando la seguridad, nos veremos forzados a usar armas, y estos grupos tienen enormes cantidades de armas. Son grandes en poder y en número”, dijo Abdel Al a los periodistas.

Envalentonados por sus “éxitos”, los salafistas intentaron el viernes 7 atacar otra mezquita sufí cerca de Bengasi, pero esta vez fueron confrontados por la Brigada Antidisturbios del ejército libio.

Tres salafistas murieron en el fuego cruzado, y siete resultaron heridos. Otros dos fueron abatidos y cinco heridos el sábado 8, cuando atacaron otro santuario sufí en Ajlayat, 80 kilómetros al occidente de Trípoli.

Los salafistas advirtieron que se vengarían, en señal de una escalada de la guerra sectaria.

Estos últimos acontecimientos tienen lugar mientras los analistas alertan, cada vez más, que islamistas como los de la red Al Qaeda, intentan llenar el vacío político y alimentar los conflictos regionales tras la Primavera Árabe.

Parecen haber sido prematuras las especulaciones anteriores en cuanto a que luego de las primeras elecciones democráticas libres en casi 50 años, celebradas en julio, Libia resistiría la tendencia islamista seguida por los países vecinos.

“El envalentonado extremismo islámico representa un claro fracaso político para las autoridades libias, que se negaron a catalogar la violencia como una amenaza nacional”, dijo Daniel Nisman, gerente de inteligencia en Max Security Solutions, una firma consultora sobre riesgo geopolítico con sede en Tel Aviv.

“Peligrosos como son, los islamistas son la punta del iceberg en lo relativo a ignoradas amenazas para la seguridad nacional de Libia”, añadió.

Aymenn Jawad Al-Tamimi, del Middle East Forum, considera que hay paralelos entre el creciente sectarismo que tiene lugar en Libia y en Iraq.

“Las fuerzas de seguridad libias post-Gadafi se están forjando de un modo muy similar a como se crearon en Iraq tras la caída del régimen de Saddam (Hussein, en 2003)”, señaló Tamimi en su artículo para el foro, “Repensando a Libia”.

Explicó que, “al enfrentar una situación de caos causado por milicias que compiten entre sí, el gobierno libio post-Gadafi ha acometido una política de intentar forjar las nuevas fuerzas de seguridad lo más rápidamente posible. Ese enfoque también fue adoptado por Estados Unidos en Iraq”.

“Sin embargo, el mayor problema es que la mira está puesta en la cantidad, no en la calidad, por lo que las facciones políticas y otros ideólogos pueden aprovecharse de la situación, inundando las filas de las nuevas fuerzas de seguridad con sus propios partisanos”, añadió.

 

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