La lucha contra el racismo y sus retos

En los últimos días se suscitó en las redes sociales y en algunos medios digitales una controversia alrededor del racismo. La discusión se ha enfocado enfáticamente en la responsabilidad atribuida a José Miguel Gómez, segundo presidente republicano de nuestra historia, por la represión al Movimiento de los Independientes de Color. Se exige retirar su estatua del monumento que existe en una céntrica vía de la capital como satisfacción histórica, dadas las muertes de miles de negros y mestizos en aquel episodio, que durante muchos años fue denominado, peyorativamente, la guerrita del 12. Imagen: Estatua del General EM José Miguel Gómez, alias “El Tiburón”, Presidente de la República de Cuba del 28 de enero de 1909-20 de mayo de 1913. Ubicada en La Ave. de los Presidentes, Vedado, La Habana, Cuba

Por: Alina B. López Hernández — Fuente:  jovencuba

I

¿Al pasado para qué?

Nos nutrimos del pasado. La historia existe como ciencia precisamente porque resuelve una necesidad humana. Incluso las culturas ágrafas apelan a la memoria para cohesionarse. Como historiadores, analizamos el pasado con instrumental teórico del presente. Los hechos tienen carácter objetivo pero necesariamente son interpretados desde la subjetividad. Cada generación, cada época, trae consigo maneras particulares de interrogar e interpretar a las fuentes y luego reescribir la historia partiendo de sus intereses, cuestionamientos, capacidades o limitaciones.

No obstante, evaluar cualquier hecho a la luz del presente no puede significar descontextualizarlo. No es ético interpretar los hechos, o evaluar las ideas de determinada figura, despojándolos de los entramados económicos, culturales o sociopolíticos y de las contradicciones de su época, para condicionarlos a las aspiraciones e intereses del presente, es decir, a contextos epocales e ideológicos posteriores.

En los últimos días se suscitó en las redes sociales y en algunos medios digitales una controversia alrededor del racismo. La discusión se ha enfocado enfáticamente en la responsabilidad atribuida a José Miguel Gómez, segundo presidente republicano de nuestra historia, por la represión al Movimiento de los Independientes de Color. Se exige retirar su estatua del monumento que existe en una céntrica vía de la capital como satisfacción histórica, dadas las muertes de miles de negros y mestizos en aquel episodio, que durante muchos años fue denominado, peyorativamente, la guerrita del 12.

No seré yo quien me oponga a un acercamiento crítico a los caudillos de la primera república burguesa, que fueron grandes y heroicos jefes militares durante las guerras de independencia pero, una vez aferrados a la política republicana, potenciaron en su mayor parte la corrupción y el clientelismo político y tuvieron la vista casi siempre fija en el Norte. Precisamente fue la ruptura con el monopolio político del mambisado lo que le permitió a la generación del 25 hallar un camino propio en la historia y la política insulares. Sin embargo, se ha reducido los sucesos de 1912 a una cuestión exclusivamente racial, sin analizar la connotación política que tuvo, obviando los errores políticos que se cometieron, tanto por parte del gobierno como por la dirección del PIC; no se menciona que el gobierno recibió apoyo de sectores negros y mestizos y que en el ejército participaron jefes militares negros y mestizos que fueron activos en la represión a los sublevados.

En el blog Comunistas se publicó el texto «Monumentos al racismo en Cuba», de la autoría de Frank García Hernández. Allí se lee que José Miguel Gómez fue «un asesino que intentó llevar a cabo una limpieza étnica». Lo cual denota no solo desconocimiento histórico sino impericia antropológica.

Confunde el autor la diversidad biológica del etnos o etnia —denominada racialidad—, con la etnia propiamente dicha. Esta última es entendida como un grupo estable de personas constituido históricamente en un territorio determinado, que posee particularidades culturales comunes, cierto nivel de estabilidad (incluso de lengua y mentalidad), un carácter nacional (idiosincrasia o etnopsiquis) así como autoconciencia, fijada por la autodenominación o etnónimo común, que en nuestro caso sería cubanos.

Existen naciones donde conviven etnias diferentes aunque su diversidad biológica no sea evidente. Por ejemplo, los hutus y los tutsis no se diferencian por el color de su piel,  y en Ruanda, país africano donde vive una parte de esos grupos, sí se produjo en 1994 una limpieza étnica, o etnocidio, de los segundos por los primeros. En solo cien días murió casi un millón de personas, el 85 por ciento de la etnia tutsi.

En otros casos puede ocurrir una segregación cultural, política y legal de cierta parte de la población, hasta el punto que se genere en ellos una autoconciencia étnica que los diferencie respecto a otros grupos de la nación. Así sucede con la población negra y mulata en EE.UU., que se autodenomina afroamericana. En Cuba no acaece ninguna de esas condiciones. A diferencia de lo ocurrido entre los esclavistas de aquel país, la Corona española y sus representantes en Cuba ofrecieron mayor margen de tolerancia a las prácticas culturales y religiosas de los esclavizados, que trascenderían con el tiempo y la convivencia para relacionarse con rasgos culturales de otros grupos; por otra parte, no fueron antagónicos a la legalización paulatina de los matrimonios y uniones interraciales y al reconocimiento de los hijos habidos de ellas, lo que ayudaría al proceso histórico de transculturación y etnogénesis cubana. El mestizaje biológico y el cultural se reciprocaron.

No será hasta los años veinte del pasado siglo, ya en la república, que se logre la aceptación de la transculturación como un discurso consensuado desde la ciencia, el arte y la política; como una explicación compartida, hegemónica, acerca del proceso etnogenético insular. Demoró para triunfar y requirió de grandes polémicas y múltiples enfoques: científicos, artísticos y políticos, lo que no significó la eliminación del racismo. Dicho tema fue abordado por Mario Valdés y por mí en el ensayo «Contrapunteo cubano de la identidad cultural: ¿hispanos, aborígenes, africanos, o mestizos?», publicado en la revista Debates Americanos, vol. 1, no. 1, 2016.

Por tanto, hablar de limpieza étnica es un error. Aquí hay que hablar de racismo, pero interpretar que el mismo se combate simbólicamente, derrumbando monumentos o cambiando la denominación a las calles —muchas de las cuales siguen siendo designadas por sus viejos nombres como ya se ha comprobado—, es un consuelo trivial que aleja de otras demandas más pertinentes. El tema es complejo, multicausal, y requiere abordajes desde ciencias como la Historia, la Antropología, la Sociología, el Derecho o la Psicología.

II

Más que un monumento

En la base del racismo están los siglos de esclavitud. Aquellas sociedades que, como la nuestra, convivieron tanto tiempo con ella, recibieron una impronta sociológica y psicológica que es necesario, primero, reconocer, para luego combatir. Recordemos que aunque empezó mucho antes, la etapa de mayor expansión de la trata esclavista data de fines del siglo XVIII y primera mitad del XIX. El comercio de personas esclavizadas —a pesar de que fue reconocido como ilegal por España desde 1817, tratado que entra en vigor en 1821—, se incrementó en la misma medida en que lo hizo la plantación azucarera. Cuba, mayor productor mundial de azúcar, fue el penúltimo país de la región, solo antes que Brasil, en abolir la  esclavitud.

En un contexto ideo-político capitalista como aquel, donde que a pesar de las evidentes diferencias sociales habían emergido consignas que se hacían eco de igualdad, libertad y fraternidad; en momentos en que se derrumbaban los últimos reductos de la servidumbre medieval en el Viejo Continente, se consentía de este lado del Atlántico una aberración como la esclavitud, que, incluso como modo de producción históricamente determinado, ya había dado todo de sí.

¿Cómo validar tamaña infamia? Deformando la realidad, primero que todo para convencerse a sí mismos de la justeza de su actuar; en segundo lugar, para que los siervos aceptaran su situación. Con ese fin, la imagen de inferioridad, simpleza, atraso o primitivismo de las personas negras, fue articulándose como un discurso desde la política, el arte, la religión hegemónica e incluso la ciencia del aquel período, y fue incorporado a prácticas sociales y familiares que se reprodujeron de una generación a otra y se arrastraron a épocas posteriores.

A pesar de que fue eliminada como institución, sometida a dura crítica y estudiada minuciosamente; los siglos de esclavización tuvieron un costo ideológico que explica que, aun en su ausencia, se sigan generando actitudes racistas. Muy optimistas fueron las declaraciones iniciales del proceso revolucionario, que consideró que un cambio político como el socialismo arrancaría de raíz aquellas actitudes, pero los condicionamientos mentales han demostrado ser reacios a discursos y declaraciones.

Eso lo entendí mejor cuando tuve la suerte de editar el libro Cepos de la memoria, impronta de la esclavitud en el imaginario social cubano, de Zuleica Romay, perteneciente al catálogo de Ediciones Matanzas del año 2015. La propia autora lo considera un libro «inquietante», y hace bien en opinar de este modo, pues su lectura desmitifica confianzas excesivas, discursos políticos e históricos y revela, con toda crudeza, el hecho cierto de que las construcciones ideológicas —como el  racismo—, no desaparecen por decreto, ni siquiera por políticas igualitarias e inclusivas; sino que se incorporan a la subjetividad, de ahí que nos explique en la introducción: «Cuando es rechazado por la razón o el sentimiento, el racismo existe en el instinto y la emoción. Negada por filiaciones ideológicas, discursos éticos y preceptos educativos; la dúctil  noción de raza aflora en frases y comportamientos cotidianos, y en estados anímicos tan evanescentes como la aprensión y la  inquietud».

En cada parte del texto, la socióloga e investigadora devela cómo se manifiestan los mecanismos que reproducen hasta hoy un proceso de dominación y subordinación que se inició siglos atrás con la esclavización del africano, pero que no es reducible únicamente al ámbito económico o político, sino también a nivel de la subjetividad, del mundo simbólico, del modo en que las marcas de la memoria logran implantarse en el imaginario de dominadores y dominados, haciéndoles compartir representaciones sociales estereotipadas.

La esclavitud pertenece al pasado, es cierto, pero como bien afirma Zuleica Romay: «Si el cuerpo queda libre pero la mente sigue encadenada al pasado, o a la reproducción adaptativa de las relaciones de subordinación que ese pasado engendró, los modos de pensar y comportarnos seguirán las pautas establecidas por quienes nos dominaron una vez, creando condiciones para que continúen haciéndolo, ahora desde la prisión de nuestra mente».

La pregunta sería entonces, ¿retirar una estatua de su base es el modo más conveniente de combatir al racismo? Salvo excepciones puntuales, la ciencia histórica ha producido y reproducido estudios tradicionales sobre el tema de la esclavitud que apreciaron durante mucho tiempo la imagen del esclavo desde una perspectiva externa a este.

La historia económica se encargó del estudio de la plantación esclavista, de su rol en el desarrollo del país y de su estancamiento. Con ese objetivo se aportaban cifras y se analizaban los censos para demostrar los altibajos del tráfico. Entretanto, la historia de las ideas políticas ponía en primer plano la controversia sobre el tema de la esclavitud desde la perspectiva de los ideólogos, la cuestión de la abolición, sus detractores y simpatizantes. Se ha abordado también el tema de la vida en los barracones, los castigos corporales, y las rebeldías esclavas resultante de los maltratos y de la falta de libertad.

No obstante, en casi todos estos estudios, la vida de los hombres y mujeres que tanto sufrieron aparece difuminada. Lo individual se sacrificó a lo colectivo, pues la esclavitud, como espantosa institución, se convierte en protagonista de la historia. Se pierden las memorias y los rostros, se ignoran los nombres. Como resultado, se conoce poco respecto a la existencia de los esclavizados, y de los negros en sentido general, de los sectores en que se dividieron, de sus relaciones familiares, del problema femenino, de las organizaciones que los agruparon, de las motivaciones, estrategias y vías que utilizaron para ascender en la escala social.

La historiografía cubana fue prácticamente virgen de ese tipo de estudios por décadas. En honor a la verdad fueron raras las investigaciones de historia social, lo cual se explica por su nivel de dificultad teórica, metodológica y de las fuentes a consultar. Hacerlo requiere abordajes multidisciplinarios que exceden las escasas categorías y conceptos de la ciencia histórica tradicional; además de que exige romper un paradigma positivista que pervivió aquí y todavía goza de buena salud.

En la introducción a su libro La otra familia. Parientes, redes y descendencia de los esclavos en Cuba, premio de ensayo Casa de las Américas 2003 y publicado por ese sello editorial al año siguiente, la profesora e investigadora María del Carmen Barcia explica su motivación al escribirlo:

 «Para mí se hizo entonces evidente la necesidad de analizar a los esclavos desde otra perspectiva, capaz de romper con ese paradigma de brutalidad, torpeza, ineptitud y desaciertos, que ha formado parte de un modelo construido desde una supuesta perspectiva filantrópica, pero que en definitiva es portador de criterios racistas que separan al negro, en un paréntesis supuestamente metodológico, del resto de la sociedad en que se ha desenvuelto, sin ver su participación dentro de clases, capas, grupos y sectores». (p. 8)

En el referido texto, la doctora Barcia aborda las relaciones familiares que establecieron en las adversas condiciones en que desenvolvieron sus vidas, destaca la contraposición entre el diseño legal y la construcción real de las familias esclavas, las alternativas de construcción de redes de parentesco por afinidad, que suplían en muchos casos los lazos consanguíneos rotos por la esclavitud. En el capítulo VII, «Recuperar y redimir», la autora convierte a los esclavizados en discursantes, en sujetos que cuentan sus verdades. Así nos hablan Gerónima Estrada, Dominga Gangá, Pablo Sobrado, Clara Linares, Josefa Quintana…

La humanización de las personas, el acto de nombrarlas, produce una empatía y una actitud psicológica de acercamiento. Conocer quiénes eran los esclavizados, escuchar sus voces, es algo que permite asimismo el precursor texto de la historiadora Gloria García: La esclavitud desde la esclavitud. La visión de los siervos, publicado en México en 1996 y que según valora María del Carmen Barcia: «despejó las fórmulas más o menos eruditas de los letrados y proyectó las voces de aquellos que resistían, consentían, apelaban, daban sus percepciones, ya fuese a través de un poder legal, del interrogatorio a que eran sometidos en el marco de un levantamiento, de una apelación judicial o de una solicitud de libertad».

Este tipo de narrativa histórica, a la que agregaría también a otros autores más encauzados hacia lo sociológico, lo antropológico y lo testimonial —como Oilda Hevia, Daisy Rubiera, Tomás Fernández Robaina y Esteban Morales, por solo destacar algunos ejemplos—; puede, por su naturaleza, generar un conocimiento más integral del significado de la esclavitud y promover el rechazo a ella y por ende a la discriminación que es su consecuencia social histórica.

Para lograrlo será necesario producir cambios en la enseñanza de la historia tradicional con el fin de que incluya estos aspectos sociales de la esclavitud en los diversos niveles escolares, desde los programas hasta los libros de texto, dependiendo como es lógico de su complejidad. Deberemos desterrar igualmente la imagen reduccionista de lo africano en la que priman escenarios selváticos, el arco y la flecha, los taparrabos y las guerras. El continente de donde fueron arrancados doce millones de personas también tuvo reinos e imperios, contenidos que no son abordados en los programas de formación de profesores de Historia, y hablo por experiencia propia. Tales programas asumen una preeminencia eurocéntrica, por lo cual nuestros profesores saben más de la revolución rusa de 1905 que de las ciudades y los soberanos yorubas, a pesar de que ese es un legado evidente que recibió la cultura cubana.

Cuando fue creada la Comisión Aponte, hace poco más de una década, escuché, en el marco de una intervención en el museo Casa de África, a su director Rigoberto Feraudy proponer una revisión de la enseñanza de la historia. Hasta donde conozco, todavía no se ha implementado.

Si en Cuba no se promueven espacios de debate público sobre el racismo como ideología superviviente, aunque escondida a veces hasta de sus propios portadores, sea cual fuere su color, no lograremos avanzar en un sentido de trasformación social.

Durante la etapa en que me desempeñé como profesora de Antropología de la Universidad de Matanzas, alrededor del año 2003, tutoré un grupo de tesis que abordaban las relaciones interraciales entre los estudiantes universitarios de las tres instituciones que tenía entonces la provincia: Universidad, Instituto superior Pedagógico y Facultad de Ciencias Médicas.

Los instrumentos aplicados a una muestra significativa de alumnos, revelaban criterios racistas y concepciones estereotipadas; francamente retrógradas en algunos casos, que aunque no masivos, para preocupación del equipo coincidían en la Facultad de Ciencias Médicas.

Cómo se manifiesta a nivel ideológico el racismo es algo imposible de comprobar científicamente. Las Ciencias Sociales en Cuba están ciegas en ese como en tantos otros aspectos que requerirían la libertad de los investigadores para aplicar cuestionarios a grandes grupos. Sin investigación no hay diagnóstico y sin este no se pueden trazar estrategias transformadoras. Las mentalidades son más difíciles de cambiar porque a diferencia de las estatuas no se pueden destruir; sin embargo se pueden trasformar.

Pensar no obstante que las consecuencias de la esclavitud son solamente ideológicas es pecar de ingenuo. Ellas son dramáticamente evidentes en la existencia material y en los proyectos de vida.

III

Para el bien de todos

Las personas negras tienen una desventaja histórica. Para empezar, no poseen, salvo excepciones, patrimonio de larga data, concretado en grandes y lujosas mansiones u otras propiedades familiares. Tampoco es común que pertenezcan a grupos depositarios de un capital cultural sedimentado.

Aun así, su capacidad e inteligencia y su potencialidad de ascenso social es admirable. Si nos atenemos a los informes estadísticos de Juan Pérez de la Riva, poco después de la abolición de la esclavitud en Cuba el porciento de antiguos esclavizados que se habían alfabetizado era muy superior, como promedio, al de los Estados Unidos que había logrado la abolición más de veinte años antes.

En la república burguesa se manifestó un racismo que, sin llegar a los extremos de segregación escolar y política que subsistían en el sur de los EE.UU., permitió que en determinadas instituciones sociales, en parques, playas, liceos y clubes se dividiera a las personas por el color de su piel y se limitara el acceso a negros y mestizos. Eso también ocurría en ciertos empleos.

El socialismo se presentó como un proyecto de justicia social y declaró la igualdad de todas las personas. Concluyó para siempre el racismo institucionalizado. A pesar de ello, no haber tenido en cuenta la desventaja de partida de un importante grupo humano preterido por siglos fue un error.

No es un secreto que entre nosotros las diferencias sociales se acentúan con cada vuelta de tuerca que provoca la agudización de una crisis que ya tiene carácter estructural.

En el artículo «Realidades incómodas», publicado en este sitio hace varios meses, manifesté: «Cuando algunos reclaman que se ha politizado el dramático caso de tres niñas habaneras que murieron por el derrumbe de un balcón, y arguyen que la avalancha de imágenes de edificaciones derruidas que circula en internet le hace el juego al enemigo, me pregunto por qué no se enfocan en una lectura más profunda de lo que está pasando ante nuestras propias narices y que este caso evidencia: las profundas diferencias sociales que existen en Cuba a nivel de familias, de barrios y de color de la piel.

Desigualdades todavía más notorias en La Habana por ser la capital y estar superpoblada, pero que son ostensibles en todo el país y dejan sin sustento una de las admitidas victorias de la revolución por la que se han sacrificado generaciones de compatriotas.

[…]

Ojalá […] podamos tener una idea exacta, desde la ciencia, de la magnitud de la desigualdad y su vínculo con el tema racial. Sin embargo, hay ya preguntas científicas que podemos hacer sin mucho esfuerzo, aquí dejo una: ¿qué relación existe entre la pobreza en barrios de gran confluencia de población negra y la evidente presencia de personas de ese color en grupos de la oposición activa en Cuba? Sé que es una interrogante incómoda. La realidad siempre lo es».

En algunos países donde existió similar situación, EE.UU. o Brasil para citar ejemplos, se aplican las denominadas políticas de acción afirmativa, que favorecen a sectores sociales que han sufrido algún tipo de discriminación con el fin de equilibrar sus condiciones de vida y reducir desigualdades heredadas.

Estas políticas se traducen en becas estudiantiles con determinada cantidad de cupos garantizados, subsidios o exoneración de impuestos, entre otras. Ellas tienen defensores y detractores, los últimos consideran que en la búsqueda de la equidad se puede dar lugar a molestias y tensiones en las personas que no forman parte de esos sectores.

Mi opinión es favorable a la búsqueda de una salida que tenga en cuenta el mejoramiento de las condiciones de negros y mestizos en Cuba con acciones de este tipo como parte de los retos para la lucha contra el racismo.

En marzo pasado se anunció el Programa Nacional contra el racismo y la discriminación racial, una Comisión gubernamental para su seguimiento y un conjunto de acciones. La llegada de la pandemia del covid-19 al país requirió establecer, como es lógico, otras prioridades. Cuando la situación sanitaria sea controlada, como todo parece indicar que está ocurriendo, con seguridad se retomará este importante asunto.

Nos nutrimos del pasado. Volvemos a él para estudiarlo, para hallar claves a muchos problemas actuales. Pero no podemos vivir atados al pasado. Hay que hacer cambios en el presente. Destruir estatuas es un cambio epidérmico. Puede hacerse si se considera oportuno, pero no va a resolver los retos más apremiantes en la lucha contra el racismo.

Alina B. López Hernández es Pofesora y Tutora de Antropología Sociocultural y una excelente Cientista Social y Política (socióloga y politóloga) de la Universidad de Matanzas. Miembro  Académico Correspondiente Nacional de la Academia de Historia de Cuba. Ademas de analista sociopolítica laureada de La Joven Cuba. Para contactar con la autora: [email protected]

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