La verdad en tinieblas

El 23 de agosto de 1939 los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la URSS firmaron un acuerdo por el que se prometían no formar parte de alguna alianza política o militar contraria al otro. El entendimiento les duró año y medio. Imagen Mólotov firma el pacto de no agresión. Tiene detrás de él a Ribbentrop, que aparece acompañado de un sonriente Stalin (segundo por la derecha) – c.commons. Cortesía del diario español ABC

Por: Alina B. López Hernández

Los debates en Facebook acerca del breve artículo aparecido ayer en el periódico Granma, de la autoría de Raúl Antonio Capote y titulado «El pacto Molotov Ribbentrop, una luz sobre la verdad», se encaminaron a dilucidar quién había copiado y pegado, si Granma a Wikipedia o Wikipedia a Granma.

Mi amigo Giordan Rodríguez Milanés, siempre acucioso, halló una saga de similitudes en otros medios de prensa, lo que le permitió rectificar su apreciación inicial al constatar que es el propio autor quien ha replicado su escueto texto, con pequeñas modificaciones, en esos sitios digitales, y que la nota de Wikipedia sobre el tema es igualmente suya.

Eso dejaba hipotéticamente aclarado que Capote no le había copiado a nadie, en todo caso a sí mismo. Pero toda hipótesis debe ser demostrada para conquistar, como reza el nombre de un espacio televisivo, «solo la verdad».

Como historiadora, y profesora por muchos años de Historia Contemporánea de Europa, considero que el artículo de marras sepulta los verdaderos hechos desde su primer párrafo. En él se afirma: «A menudo se critica, y no sin razón, el tratado Molotov-Ribbentrop, firmado entre la URSS y la Alemania nazi, el 23 de agosto de 1939. Este tema ha sido utilizado constantemente como ingrediente de la “historia oscura” escrita contra los soviéticos en la Segunda Guerra Mundial».

El objetivo supremo en el arte de la guerra es vencer al enemigo sin combatir. Sun-Tzu, El Arte de la Guerra.
En Honor a: Los hombres y mujeres de los Servicios Especiales (Inteligencia y Contrainteligencia) que conscientes de que una nación se sustenta en la capacidad de su comunidad de seguridad interna y externa, trabajan desde las sombras y a riesgos de su felicidad personal, y hasta de sus propias vidas, para proveer a sus dirigentes políticos la información necesaria para que estos puedan proteger la seguridad nacional y ciudadana de sus respectivos países.

A partir de aquí el autor esgrime el viejo subterfugio de distribuir responsabilidades para disminuir culpas. Su tesis es simple: no es justo criticar que Stalin firmara un pacto de no agresión con Hitler en agosto del 39, si ya Chamberlain y Daladier habían suscrito, en septiembre del 38 —a nombre de Inglaterra y Francia respectivamente—, el Pacto de Munich con el propio líder alemán.

Es cierto que la política de apaciguamiento de Inglaterra y Francia echó leña al fuego de los planes nazis. La complacencia de esos gobiernos permitió a Hitler la ocupación de los Sudetes checos, zona montañosa de mayoría alemana que había pasado a formar parte de Checoslovaquia cuando este estado surgió, como consecuencia de la desaparición del imperio Austro-húngaro tras los tratados de la primera posguerra.

En Munich se permitió el desmembramiento de Checoslovaquia y se le dio luz verde a Hitler, eso es innegable. ¿Se podía culpar a los soviéticos por querer proteger sus fronteras firmando un pacto de no agresión con Alemania ante una guerra que era inminente? Claro que no.

La pequeña luz que el articulista había encendido sobre la verdad se apaga en este preciso instante para dejar en tinieblas las verdaderas razones de la crítica que ha merecido el pacto Ribbentrop-Molotov, suscrito apenas nueve días antes de la invasión fascista a Polonia que marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Su críptica frase «no sin razón» había quedado en el limbo. Porque lo que ocultó en su artículo es que el pacto incluyó una cláusula secreta que admitía que en el caso de que Alemania comenzara la guerra, la URSS aseguraría sus fronteras a lo largo de toda la zona occidental y ocuparía territorios de países colindantes con el fin de protegerse.

Esto se hizo realidad cuando dos semanas después de la penetración germana en Polonia, tropas soviéticas ocuparon casi la mitad de esa nación entrando por las fronteras orientales. Además, invadieron las repúblicas cisbálticas (Letonia, Estonia y Lituania); la Besarabia, que incluía una parte de Moldavia quitada a Rumanía y la vecina Finlandia, que finalmente fue la única que consiguió resistir la agresión y los bombardeos soviéticos sin ser ocupada.

Me gradué como profesora en 1988 y jamás escuché hablar sobre dicho asunto.

La existencia de esa cláusula fue un secreto bien guardado hasta que en 1945, durante la toma de Berlín, soldados británicos que revisaban papeles sobrevivientes a la quema por la parte alemana, encontraron documentos alusivos al tratado. Sin embargo, la Unión Soviética negó de plano las acusaciones y se mantuvo en esa posición durante medio siglo, asegurando que las tropas aliadas habían falsificado los documentos para desprestigiar su papel en la guerra. No será hasta 1989, cuando se produjo una protesta masiva en los países cisbálticos, que fueron desclasificados los documentos y reconocida la existencia del vergonzoso acuerdo secreto con Alemania.

Los libros de texto que utilizaba tampoco incluían el tema. Fueron las revistas del período de la Perestroika que circularon en Cuba (Tiempos NuevosNovedades de Moscú y Sputniks) las que me aportaron los primeros elementos de juicio. Pero mi discernimiento se fortaleció al recibir, en los inicios de 1990, un folleto, que aún conservo, publicado por la agencia Novosti, el cual fue entregado a las carreras de Historia de los Pedagógicos vía Ministerio de Educación. Era un envío de Horacio Díaz Pendás, excelente metodólogo Nacional de esa asignatura. Allí aparecían las imágenes de los documentos y los detalles del despliegue militar soviético, con mapas incluidos.

No es posible que Capote ignore que el Pacto Molotov-Ribbentrop sí tiene una «historia oscura» y que no son acusaciones infundadas las que se han hecho en tal sentido. Si vamos a comparar hagámoslo con honestidad, respetando los hechos y no tergiversando la historia; que no es lo mismo haber alentado a Hitler a invadir Europa, como hicieron Chamberlain y Daladier, que haberse convertido en su compañero de aventuras guerreristas como hizo Stalin.

Aunque es cierto que muchos enfoques ideológicos han intentado minimizar el decisivo papel de la URSS en la derrota del fascismo, tampoco es el caso que neguemos la responsabilidad que tuvieron en los inicios de la guerra. La idea de que la firma del Tratado era para ganar tiempo con el fin de fortalecer su ejército y resistir mejor a una futura agresividad alemana, pierde terreno cuando se sabe que Stalin, lejos de reforzar al ejército soviético, represalió a la mayor parte de su estado mayor, no modernizó los armamentos y desoyó a sus agentes infiltrados que, como Richard Sorge desde Tokío, alertaban de la fecha fij** a en que Hitler los invadiría.

Ante un artículo tan débilmente sustentado y tan falto de veracidad, la pregunta que se impone es ¿por qué el periódico Granma acoge este texto? ¿A quién se complace con esa visión parcializada de la Historia?

Este viejo fantasma da vueltas desde que, en el año 2005, el presidente ruso Vladimir Putin tratara de justificar la actuación de Stalin al firmar el acuerdo, asegurando que se debió a la necesidad que tuvo para proteger la nación. En diciembre del pasado año, defendió el pacto en una reunión con los líderes de la Comunidad de Estados Independientes en San Petersburgo, aunque reconoció que este incluía protocolos secretos: «Sí, allí hay una parte secreta sobre la división de ciertos territorios, pero nosotros no sabemos qué hay en los otros acuerdos de los países europeos con Hitler, ya que mientras nosotros desclasificábamos esos documentos, en las capitales occidentales se guardan bajo la categoría de secreto».

Putin, a pesar de que justifica el pacto, reconoce la existencia de la cláusula secreta; Capote ni eso. En lo que ambos coinciden es en la comparación del pacto Ribbentrop-Molotov con el de Munich.

Vistas las injustificadas omisiones y el sesgo desinformador del artículo, sugiero un cambio de título. Mi propuesta: «El pacto Molotov Ribbentrop, la verdad en tinieblas».

Alina B. López Hernández es Pofesora y Tutora de Antropología Sociocultural y una excelente Cientista Social y Política (socióloga y politóloga) de la Universidad de Matanzas. Miembro  Académico Correspondiente Nacional de la Academia de Historia de Cuba. Ademas de analista sociopolítica laureada de La Joven Cuba.

Para contactar con la autora: [email protected]

**Codigoabierto360.”Un ejército sin espías es como un hombre sin ojos y sin oídos”… Chia Lin, citado por el maestro Sun Tzu en “El arte de la guerra. Y ese era el valor objetivo de Richard Sorge para los Servicios Especiales rusos a pesar de la desconfianza de Stalin hacia los informes de alto nivel de sensibilidad que desde Japón este enviaba, entre ellos una copia los planos táctico-estratégico de la “Operación Barbarroja” obtenidos gracias a su íntima amistad con Eugen Ott, embajador alemán en Japón y General de División de la Wehrmacht (Fuerzas de Defensa de Alemania) —consistente en la invasión a la Unión Soviética por parte de la Alemania Nazi— imagen en cuyo extremo el propio Stalin rubrico NO CONFIABLE Y CALIFICO DE PROVOCACION*. Desconfianza que fue superada  al producirse la invasión  nazi tal como se describieran en las copias de los planos operativos enviados por el agente de inteligencia con anterioridad. Con los alemanes a la puertas de Moscú  Stalin le pidió a Sorge   “información de intel” relacionada con la posibilidad de que Japón atacara también a la Unión Soviética ya que  informes de Sorge habían ayudado significativamente a las tropas soviéticas a prepararse y derrotar a los japoneses en las batallas del lago Jasán (1938) y Jaljin Gol (1939). Esta inteligencia llegaría a Moscu el 14 de septiembre de 1941, en la cual Sorge enviaría el mensaje más importante de su vida. “Según mis fuentes, los líderes japoneses han decidido no iniciar hostilidades contra la Unión Soviética durante este año” (intel obtenida a través de su íntima relación con el periodista japonés Hotsumi Ozaki, Asesor del Primer Ministro del Imperio Japonés quien se relacionaba además con los más altos mandos de dicho imperio). Gracias a ello Stalin ordeno el despliegue de más de una decena de nuevas y bien entrenadas Divisiones de Combate desde el Lejano Oriente al frente de Moscú lo que cambiaría el curso de la guerra en su favor el 15 de diciembre al pasar las tropas soviéticas a la ofensiva  expulsando a los alemanes de las puertas de Moscú . En octubre de 1941, Richard Sorge y toda su red de espías fueron arrestados por los japoneses y este finalmente seria  condenado a la horca por un tribunal nipón.

A finales de la década de los 30 Stalin produjo una enorme purga dentro de los altos manos del Ejército Rojo y sus Servicios Especiales, conocida por la Gran Purga, dentro de la cual los Servicios Especiales, y en especial los de Inteligencia, fueron decapitados y sus líderes enviados a la Siberia o ejecutados. En vista a ello fueron llamados a Moscú los agentes que se encontraban en el exterior entre ellos Sorge con el propósito de “mantener conversaciones” al decidir este no asistir a la convocatoria alegando “tener mucho trabajo en Japón” motivo la furia y desconfianza de Stalin. Durante 20 años el nombre de Richard Sorge fue olvidado en la Unión Soviética. Pero en Estados Unidos y Europa, por el contrario, su actividad fue bien estudiada. En 1964, Nikita Jrushchov vio la película francesa Qui êtes-vous, Monsieur Sorge? (¿Quién es usted, señor Sorge?) y quedó sorprendido. Al enterarse de que Richard Sorge era una persona real, ordenó que se rehabilitara el nombre y la fama del oficial de inteligencia soviético. Sorge fue condecorado póstumamente con el Héroe de la Unión Soviética

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