Las obsesiones políticas salen caras

La victoria de Boris Johnson supondrá la vuelta del cruel mundo de ayer

Fuente: La Vanguardia

Los inspiradores del Brexit no tenían necesidad de levantar fronteras internas ni externas. Se habían levantado hace varios siglos en razón de la educación, la lengua, los barrios de las ciudades, los ricos, los pobres y los nacionales y extranjeros.

Las élites británicas han tenido y tienen un complejo de superioridad muy sutil, sólo de una pulgada, como decía un viejo profesor del Balliol College de Oxford. Es la superioridad que más molesta, porque sólo se percibe al cabo de un tiempo. No se entiende que un pueblo tan pragmático y tan racional, que ha enmarcado la política en los protocolos de viejas tradiciones y de reglas de juego respetadas por todos, acuda mañana a las urnas no para elegir a un gobierno, sino para ratificar un referéndum en que hace tres años votó a favor de escindirse de la Unión Europea.

Las encuestas indican que Boris Johnson será elegido primer ministro con el prin­cipal objetivo de ejecutar el Brexit el 31 de enero. Todas las promesas electorales estarán supeditadas a esta obsesión, que ya se ha tragado a dos de sus antecesores en Downing Street. La política británica se ha convertido en un juguete roto que ha perdido el atractivo que cautivó a cientos de millones de ciudadanos del mundo que consideraban Westminster, Downing Street, la corona y el derecho anglosajón, el common law , la forma menos mala para administrar los intereses contrapuestos de los ciudadanos.

David Cameron convocó el referéndum para ganar el pulso a los euroescépticos de su partido y se encontró con unos resultados inesperados que le obligaron a dimitir el mismo día que se conoció la derrota. Debía saber, como había indicado Mitterrand a propósito del referéndum sobre el tratado de Maastricht en 1992, que los inconvenientes de los referéndums es que preguntas una cosa y los electores responden otra.

Theresa May siguió con la misma obsesión y acabó siendo desplazada por sus propios compañeros de partido, que dieron paso a Boris Johnson, un personaje que miente más que habla. Quiere ser el Churchill del siglo XXI y no es más que una criatura malcriada, mentirosa y capaz de hacer mucho más visibles las fronteras que ya existían en una sociedad regida ­todavía por las clases.

El problema del populismos de nuevo cuño es el desprecio a la verdad y la acep­tación de los debates construidos sobre mentiras manifiestas. Rafael Ramos lo decía el lunes en una formidable crónica en este diario: “El primer ministro es considerado un mentiroso porque lo es. Ha mentido sobre su vida personal (no se sabe ni cuántos hijos tiene), fue despedido como corresponsal de The Times por mentir, ha mentido al Parlamento, al Tribunal Supremo, a la reina, a sus socios norirlandeses del DUP y al electorado”. Todo le resbala y procura mentir cada vez mejor.

La mentira salpicó toda la campaña de Trump y ha campado a sus anchas en muchas comparecencias públicas del presidente norteamericano. Timothy Snyder cuenta en El camino hacia la no libertad que la transición de la democracia hacia el culto a la personalidad empieza cuando un líder está dispuesto a mentir siempre con el objetivo de desacreditar la verdad. La transición se completa cuando el gran público es incapaz de distinguir entre la verdad y los sentimientos.

He tenido ocasión de ver todos los capítulos de las tres temporadas de The Crown, que relatan magistralmente el papel de la reina Isabel II desde que subió al trono en 1953. Las crisis en estos 66 años de reinado han sido constantes. Familiares, políticas y económicas. Escándalos de toda clase manejados con el pragmatismo y el espíritu de supervivencia que han caracterizado la casa de los Windsor. Habrá que ver cómo sortea esta crisis que ha dividido de tal manera a los británicos que los remainers sólo hablan con los remainers y los brexiter s discuten también sólo entre ellos. Han roto la sociedad, más o menos con las mismas divisiones que conocemos en nuestro país. Esto ocurre cuando una idea política se convierte en obsesión de los pocos que encabezan procesiones mesiánicas.

El laborista Jeremy Corbyn es un socialista de la vieja escuela, contrario a las privatizaciones, partidario de subir los impuestos a las clases altas, defensor de los derechos de los inmigrantes, de los negros, de los gais. No cree en Europa tal como está estructurada y su ambigüedad en el referéndum defraudó a muchos europeístas británicos. Los comentarios antisemitas de algunos laboristas no los frenó a tiempo, lo que fue aprovechado por los buitres de la ­prensa descaradamente conservadora para montarle una campaña exagerada.

El problema de Corbyn es que muchos feudos laboristas del norte de Inglaterra y de las Middlands han sido seducidos por el supremacismo que les promete “recuperar el control” de los falsos abusos de Bruselas y volver a la land of hope and glory . Otra falsedad que las mentes más cultivadas no aceptan por considerarla retrógrada y populista. Ha desaparecido incluso el capitalismo compasivo que invocaba el presidente George W.Bush. Vuelve lo peor del mundo de ayer.

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