Actualización de la Revolución

por Mario Valdés Navia. Tras el triunfo de 1959, se inició la que Fernando Martínez denominó con justeza: Revolución socialista de liberación nacional,[1] aunque la burocracia hegemónica y sus servidores la hayan rebautizado a su conveniencia como Revolución en el Poder.

escrito por Mario Valdés Navia

Si Francia fue el país de las revoluciones en la Europa de los siglos XVIII-XIX, Cuba lo fue para Latinoamérica entre las segundas mitades del XIX-XX. En menos de una centuria, cuatro revoluciones profundas transformaron radicalmente los cimientos de la Colonia (1868-1878; 1895-1898), y la República (1930-1935; 1956-1958). En la psicología popular, la palabra Revolución se volvió mito y epopeya.

Tras el triunfo de 1959, se inició la que Fernando Martínez denominó con justeza: Revolución socialista de liberación nacional,[1] aunque la burocracia hegemónica y sus servidores la hayan rebautizado a su conveniencia como Revolución en el Poder. A sesenta años de aquellos acontecimientos, que convirtieron a Cuba en la Isla de la Libertad, el mundo ha cambiado profundamente. Económica, política y culturalmente la humanidad se ha integrado a escala planetaria en la era de la globalización.

En este nuevo contexto del siglo XXI: ¿qué queda de la Revolución Cubana? y ¿qué hacer para su imprescindible actualización?

-I-

Desde la Guerra de los Diez Años hasta hoy, el concepto revolución se entronizó en el lenguaje político cubano de forma tal que diferentes posiciones políticas pretendieron monopolizarlo. Si bien en el período colonial los revolucionarios eran los separatistas que optaban por la lucha armada para lograr la independencia, en la Primera República (1902-1930) el término sirvió para  designar a los generales y doctores provenientes del mambisado, quienes monopolizaron la política nacional por tres décadas a partir de explotar su historial revolucionario.

Los conservadores se llamaban así porque pretendían «conservar y defender los ideales de la Revolución», mientras los liberales se decían continuadores de los principios libertarios, democráticos y populares de la manigua. En particular, los seguidores de José Miguel Gómez se llamaban a sí mismos «los históricos», y a su facción liberal «el partido del pueblo cubano».

Cuando el huracán de la Revolución del Treinta arrasó con aquella república enmendada y dio lugar a la segunda (1936-1958), todos los partidos nacidos de ella se consideraron revolucionarios. Hasta Batista gozó del término, al considerársele el caudillo de la victoriosa revolución militar antimachadista, de clases y soldados, del 4 de septiembre.

.Revolución (2)

Hasta Batista gozó del término revolucionario.

La más importante entre las nuevas organizaciones políticas nacidas de la Revolución del Treinta, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), se apropió del nombre de la organización martiana. Cuando su facción más radical, liderada por Chibás, se separó del autenticismo de Grau y Prío, el nombre adoptado pujaba por rescatar el término sagrado: Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), el de los verdaderos revolucionarios.

Hasta el reformista PSP tenía su propia concepción de la Revolución Verdadera, creada por su presidente Juan Marinello, que apelaba a la vía de las urnas y las alianzas para alcanzar el poder político y rechazaba la lucha armada.[2] La imposición de la dictadura de Batista dará al traste con aquel sistema de democracia representativa, y dejaría expedito el camino de la lucha armada para restaurarla.

Todos los insurreccionalistas radicales de los partidos opuestos al dictador se consideraban revolucionarios: MR-26-7, DR-13-3, Segundo Frente Nacional del Escambray, Organización Auténtica, Triple A, etc. Por ello, en enero del 59 se creó una situación ambivalente: para algunos, con la huida de Batista y el restablecimiento de la Constitución del 40 la Revolución había terminado; para otros, apenas iniciaba.

Con el fin de llevarla adelante, en fecha tan temprana como el 7 de febrero, se aprobó por el núcleo dirigente la Ley Fundamental del 59, que disolvió los órganos representativos de la República anterior y otorgó facultades ejecutivas, legislativas y judiciales al nuevo Consejo de Ministros. El órgano de poder omnímodo de los revolucionarios más radicales de la Sierra y el Llano estaba listo para entrar en acción. Entonces empezaría la revolución en pos de transformar el país en bien de las mayorías y crear una nueva Cuba de vocación socialista.

Durante una década, el Gobierno Revolucionario dictó medidas de amplio apoyo popular que desmontaron el modelo social anterior e intentaron crear otro, más productivo y a la vez justo y equitativo, que nunca funcionó como se concebía. Al unísono, el país se mantenía en pie de guerra para enfrentar las agresiones externas e internas; como resultado, el componente militarista ganaba terreno en el sentido común de la nación hasta volverse parte inalienable de la nueva sociedad.

Ante la política de coexistencia pacífica entre los dos sistemas, que postulaban la URSS y el campo socialista europeo; China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba, por su parte, se mostraban reacios y defendían el derecho a la violencia revolucionaria para destruir el capitalismo. Fidel lo sintetizó en una frase lapidaria que el Che y sus seguidores guerrilleros llevarían por todo el Tercer Mundo: «el deber de un revolucionario es hacer la revolución».

-II-

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A mediados de los sesenta, se concebía al burocratismo como una manifestación de la ideología pequeñoburguesa que era preciso eliminar de raíz para llevar a feliz término el anhelado proceso de construcción simultánea del socialismo y el comunismo y formación del hombre nuevo. En consecuencia, se denunciaba sin ambages desde el recién creado Granma:

«Con el triunfo de la revolución socialista, la burocracia adquiere una cualidad nueva […] toda la burocracia que antes se hallaba dispersa, fraccionada, es vertebrada en sentido vertical por el aparato del estado y, en cierto modo, organizada y fortalecida […] Además de su organización y crecimiento numérico, la burocracia adquiere una nueva facultad en sus relaciones con los medios de producción y, por tanto, con la actividad política. Al triunfar la revolución y pasar a manos del Estado la dirección de la economía, la burocracia interviene en la dirección de la producción, en el control y gobierno de los recursos materiales y humanos del país. De funcionarios subalternos, sin posibilidades en la decisión de problemas políticos y administrativos, pasan a ocupar posiciones decisivas sobre los medios de producción y la política. Es decir, se ha producido un cambio en sus relaciones con la vida del país. Ese aparato tiene una relación determinada con los medios de producción, diferenciada al resto de la población, que puede convertir las posiciones burocráticas en sitio de acomodamiento, estancamiento o privilegio. ¡He aquí el problema más profundo e importante de la lucha contra el burocratismo!».[3]

Granma atribuía al partido la misión histórica de refrenar a la burocracia, a condición de que fuera: «siempre joven, siempre impetuoso; nunca estancado. Un partido siempre creador y fundido a las masas, nunca un partido que se resigne a intentar repetir lo que ya otros han hecho, sin antes valorarlo críticamente». En cambio, pronosticaba que de no ganar esa batalla, si se estancaba y caía él mismo en la modorra burocrática, se convertiría en un cuerpo privilegiado, incapaz de asumir su rol de vanguardia y de desarrollar la conciencia de las masas.

Ante esta arremetida, la burocracia aguantó el vendaval y cedió terreno, solo para metamorfosearse y continuar empoderándose con nuevos recursos ideológicos. Pronto se apropió del término Revolución —como antes Stalin de los de marxismo y leninismo para unirlos a su manera. De esa forma, el monopolio del poder por los burócratas se identificaría demagógicamente con los objetivos del pueblo, de la nación y hasta de la revolución mundial.

En 1970, el fracaso de la Zafra de los Diez Millones puso fin al proyecto de un socialismo nacional-liberador, anti-burocrático, que no fuera copia del modelo soviético. En boca de la burocracia empoderada, la Revolución en el Poder sería desde entonces un fetiche que representaría a la tríada Gobierno/Partido/Estado.

Ya la Revolución no se haría por iniciativas desde abajo, sino por orientaciones desde arriba; las masas no la protagonizarían, sino que se sumarían a ellase incorporaríanserían convocadas y, para ello, tendrían que serle fieles, leales y estar dispuestas a cualquier sacrificio ¿Por quién? ¿Por la Revolución de los humildes, o por el estatus quo establecido a su imagen y conveniencia por los burócratas?

Pronto se aprendió que los cuadros que cometían errores podían ser tronados —o sea, echados de sus puestos—, pero no apartados de la Revolución, ni de la casta (Nomenklatura). A ellos se les reservaba el llamado Plan pijama, tras el cual eran reciclados hacia otros cargos y casi nunca devueltos al sector productivo o de servicios del que provenían.

El Proceso de Institucionalización (1976-1980) y la nueva división político-administrativa, multiplicaron la burocracia a escala geométrica mediante el homologismo —proliferación vertical de cargos y funcionarios homólogos a nivel de nación, provincia y municipio—, con su cohorte adicional de jefes de despacho, asesores, técnicos, comisiones de trabajo, secretarias, ayudantes, choferes y otros. Efecto similar provocó la creación de nuevos ministerios, comités estatales, empresas, uniones, OSDE, cadenas comerciales, etc.

A inicios de los noventa, la Guerra Fría terminó con la desaparición de la URSS y el campo socialista europeo y la debacle arrastró consigo las perspectivas históricas del modelo estatista-burocrático. Su permanencia en Cuba, como ejemplo de Revolución en el Poder que defiende sus conquistas, más que una anacronía, semeja una ucronía.

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La Guerra Fría terminó con la desaparición de la URSS y el campo socialista europeo y la debacle arrastró consigo las perspectivas históricas del modelo estatista-burocrático. (Foto: Cordon Press)

Hace años que los altos burócratas cubanos se han convertido en propietarios plenos de los medios de producción, mientras que los restantes ciudadanos solo lo somos en el discurso. Ellos acaparan el usufructo de la renta nacional producida por el pueblo trabajador y toman las decisiones que competen a toda la ciudadanía. Por eso, la cuestión de la libre participación popular como alternativa a la representación burocrática tradicional, se vuelve un enfrentamiento vital en la lucha de clases entre los sectores empoderados de la burocracia y el resto del pueblo. 

Se necesita una nueva relación de la dirigencia con el pueblo, donde este no pueda ser visto más como audiencia complaciente, sino como colectividad diversa y crítica, de forma tal que salgamos del retruécano constante en que vivimos, donde los burócratas, lejos de exigir al pueblo lealtad y disciplina permanentes, se las deban, como servidores del vulgo trabajador que los mantiene.

La historia del socialismo del siglo XX demostró que cuando su poder se ve en peligro y debe escoger entre el capital y los trabajadores, la elección natural de la alta burocracia es convertirse en burguesía, traicionando y abandonando a su suerte a los sectores populares. En Cuba, es nuestra responsabilidad que esto no ocurra nunca, por lo que la actualización de la Revolución pasa hoy por hacer lo que fue pospuesto en los sesenta: ¡la revolución antiburocrática!, en pos de un socialismo cada vez más autogestionario, libertario, democrático y participativo.

***

[1] El corrimiento hacia el rojo, Letras Cubanas, 2001, p.5.

[2] Alina B. López: «La concepción de la Revolución Verdadera en el pensamiento político de Juan Marinello», en Segundas Lecturas, Ediciones Matanzas, 2015.

[3] Granma: «La lucha contra el burocratismo: tarea decisiva» (junio 1965), en Lecturas de filosofía, t. II,  pp.643-647.

AUTOR

*Mario Valdés Navia. Profesor Titular de Historia, Metodología de la Investigación y Pensamiento Cultural Latinoamericano. Investigador social, especializado en los estudios sobre la vida y obra del Apóstol cubano José Martí y la Historia de Sancti Spiritus, Cuba. Doctorado en Ciencias Pedagógicas y Diplomado en Administración Pública. Profesor y Jefe de Departamento en las Universidades cubanas de Sancti Spiritus y la de Ciencias Informáticas (UCI) en el Centro de Estudios Martianos de La Habana. Investigador Auxiliar. Profesor Invitado a Universidades de Brasil, Haití y El Salvador. Coautor de varios libros sobre temas de Didáctica de la Historia y Pensamiento de José Martí e Historia de Sancti Spiritus. Escritos ensayos sobre temas de Historia Cultural de Matanzas, Cuba y problemas actuales de la economía y la sociedad cubanas.

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