Por Mark Lander
Primera Parte
Hillary Clinton se sentó en el estudio semioculto en su lujosa oficina en el Departamento de Estado, dando sorbos a su té y evaluó su primer año en el cargo. El estudio era más parecido a una sala de estar, acogedor, de paredes de madera, y con filas de libreros que mostraban recuerdos de las tres décadas de Clinton en el servicio público:
- una estatua de su heroína, Eleanor Roosevelt;
- una pelota de béisbol firmada por Ernie Banks,
- la estrella de los Cachorros de Chicago;
- una figura de madera tallada de una mujer africana embarazada.
El escenario íntimo se prestaba para una entrevista más informal que su imponente oficina, con su chimenea de mármol, sus cortinas pesadas, el candelabro de cristal y los arbotantes de ornato en los muros.
Sin embargo, aquella mañana del 26 de febrero de 2010, Clinton hablaba de un tema mucho más delicado que los asuntos de política exterior: su relación con Barack Obama.
Decir que elegía sus palabras con cautela no describe con justicia la delicadeza del ejercicio. Era como ver a un técnico de un escuadrón antibombas, que decide qué cable de color cortar para no hacer estallar su relación con la Casa Blanca.
“Hemos desarrollado, creo, una muy buena relación, con un intercambio en verdad positivo en cuanto a todo aquello que te puedas imaginar”, dijo Clinton sobre el hombre al que describió durante la campaña de 2008 como ingenuo, irresponsable y sin preparación alguna para ser presidente. “Y hemos tenido algunas experiencias interesantes y hasta extraordinarias en este tiempo”.
Se inclinaba hacia adelante al hablar, gesticulando con las manos y reía con facilidad. Al hablar con reporteros, Clinton se muestra más cálida que Obama, aunque uno no espera que ella vaya a hacer alguna revelación.
Clinton señaló, como solía hacerlo, la reunión sobre cambio climático de las Naciones Unidas en Copenhague que sucedió en diciembre de 2009, donde ella y Obama trabajaron juntos para evitar que la reunión se fuera a pique. Mencionó el proceso de paz de Medio Oriente, un proyecto abanderado por el presidente, que se le ha encomendado revivir. Pero se mostraba comprensiblemente recelosa a hablar de áreas en las que ella y Obama compartían responsabilidades —por ejemplo:
Temas fundamentales de guerra o paz en los que la filosofía más activista de Clinton ya se ha enfrentado de formas impredecibles con los instintos de contención de su superior—. Clinton estuvo a favor de la recomendación del General Stanley McChrystal de enviar a 40.000 elementos más a Afganistán, en lugar del “plan b” que proponía enviar 30.000 (Obama estuvo a favor de este último, aunque estipuló que los soldados comenzarían a retirarse nuevamente en julio de 2011, cosa que Clinton consideró problemática). Ella apoyó el plan del Pentágono para dejar una fuerza remanente de 10.000 a 20.000 elementos del Ejército estadounidense en Irak (Obama se opuso, principalmente, debido a su incapacidad de obtener garantías jurídicas de los iraquíes, un fracaso que lo acecharía luego cuando el Estado Islámico invadió la mayor parte del país). Y ella ejerció presión para que Estados Unidos canalizara armas a los rebeldes en la guerra civil de Siria (una idea que Obama había rechazado inicialmente, pero que al final aceptó sin mucho entusiasmo).
Esta tensión intrínseca entre Clinton y el presidente continuaría siendo una característica definitoria de su ejercicio como secretaria de Estado. En la primera reunión de alto nivel de la administración sobre Rusia, que tuvo lugar en febrero de 2009, los asesores de Obama propusieron que Estados Unidos otorgara más concesiones simbólicas a Rusia como gesto de buena voluntad para restablecer la relación. Clinton, la última en hablar, rechazó la idea categóricamente, diciendo: “No voy a ceder algo a cambio de nada”. Su determinación impresionó a Robert Gates, secretario de Defensa y miembro del gabinete de la administración de George W. Bush que no se fiaba de una Rusia cambiada. En ese momento, decidió que ella era alguien con quien podría negociar.
“Pensé: ‘Esta es una mujer dura’”, me dijo.
Unos meses después de entrevistarla en su oficina, hubo otra discrepancia cuando Obama llamó a Clinton, Gates y a otro puñado de asesores desde una línea segura un fin de semana. Era julio de 2010, cuatro meses después de que el ejército de Corea del Norte torpedeara una corbeta de la marina de Corea del Sur, lo cual causó su hundimiento y la muerte de 46 marinos. Ahora, después de semanas de arteros debates entre el Pentágono y el Departamento de Estado, Estados Unidos se estaba preparando para responder a esta provocación descarada.
El plan tentativo, desarrollado por el subsecretario de Estado, James Steinberg, era enviar al portaviones George Washington a las aguas costeras al este de Corea del Norte en una muestra extraordinaria de fuerza.
Pero el Almirante Robert Willard, entonces comandante del Pacífico, propuso enviar el portaviones en un curso más agresivo, por el mar Amarillo, entre Corea del Norte y China. El ministro de Exterior chino emitió una advertencia a Estados Unidos contra esa posibilidad, que para Willard era la razón más contundente para seguir adelante. Presionó al presidente del Estado Mayor Conjunto, Mike Mullen, quien a su vez presionó a su superior, el secretario de Defensa, para rectificar el curso del George Washington. Gates aceptó, pero necesitaba que el comandante en jefe lo refrendara en una decisión que podría tener repercusiones políticas y militares.
Gates expuso las razones para desviar el curso del George Washington al mar Amarillo: Estados Unidos no debería parecer rendido ante China. Clinton lo secundó con firmeza. “¡Tenemos que avanzar más allá del medio campo!”, había dicho a sus asesores unos días antes. (La imitación de Vince Lombardi motivó risitas nerviosas entre su personal, que todavía se maravillaba ante su beligerancia, incluso después de 18 meses de trabajar con ella en el cargo).
Sin embargo, no lograron convencer a Obama. El George Washington ya estaba en camino; cambiar su curso no era una decisión que se podía hacer al vuelo.
“No cambio de jugada con los portaviones”, dijo, superando sin querer la metáfora futbolística de Clinton.
No fue el último debate en el que ella apoyaría a Gates. Pronto se dieron cuenta de que ambos se habían formado en el medio oeste y que compartían el hábito de tomarse un buen trago después de un largo día de trabajo, así como un arraigado escepticismo cuando se trataba de las intenciones de los enemigos de Estados Unidos.
Bruce Riedel, un exanalista de inteligencia que llevó a cabo la revisión inicial de Obama sobre la guerra de Afganistán, comenta:
“Creo que una de las sorpresas para Gates y el Ejército fue que estaban esperando una administración muy de centro izquierda, y descubrieron que tienen una secretaria de Estado que se alinea a la derecha con ellos en estos temas y, hasta cierto punto, es un tanto más extrema que ellos. Sobre todo en lo que respecta a Afganistán, donde creo que Gates sabía que debía hacerse más, que debían enviar más tropas, pero no estaba muy convencido de que funcionaría”.
Ahora que Hillary Clinton está de nuevo en una campaña presidencial puede resultar tentador considerar su dura retórica acerca del mundo como una maniobra política calculada y no como un principio básico profundamente arraigado. Pero los instintos sobre política exterior de Clinton le vienen de la cuna: se basan en un realismo frío sobre la naturaleza humana y lo que un asesor suele llamar “una visión de manual del excepcionalismo estadounidense”. Lo anterior la hace sobresalir ante su rival y ahora jefe, Barack Obama, que evitó los enredos militares y trató de conciliar a los estadounidenses con un mundo en el que Estados Unidos ya no es la hegemonía indiscutible. Y seguramente la diferenciarán del candidato republicano al que se enfrente en la elección general. A pesar de todas sus bravuconerías sobre bombardear al Estado Islámico hasta hacerlo desaparecer, Donald J. Trump o el senador Ted Cruz de Texas han demostrado que no se acercan ni un poco al apetito que Clinton tiene de involucrarse militarmente en asuntos exteriores.
“Hillary es sin duda alguna partidaria de los cánones tradicionales estadounidenses en materia de política exterior”, dice Vali Nasr, un estratega de política internacional que la asesoró en relación con Pakistán y Afganistán en el Departamento de Estado. “Ella cree, como todos los presidentes en tiempos de Reagan o Kennedy, en la importancia del Ejército para acabar con el terrorismo y hacer valer la influencia estadounidense.
Con Obama, la confianza en el Ejército pasó a las agencias de inteligencia. Su postura fue: ‘Todo lo que se necesita para enfrentar el terrorismo son la NSA y la CIA, drones y operativos especiales’. Así que la CIA le dio una salida a Obama, si se puede llamar de esa forma, para ser simultáneamente de línea dura y rehuir el tema con ayuda del Ejército”.
A diferencia de otros presidentes recientes —Obama, George W. Bush o su esposo, Bill Clinton— Hillary Clinton asumiría el cargo con una amplia experiencia en seguridad nacional. Hay muchas formas de analizar esa experiencia, pero una de las más reveladoras es explorar sus décadas de conocimiento sobre el Ejército, no solo de líderes civiles como Gates, sino de sus comandantes de alto rango, los hombres con las medallas.
Su afinidad por las fuerzas armadas se basa en una creencia de toda la vida de que el uso calculado del poder militar es crucial para defender los intereses nacionales, que la intervención estadounidense hace más bien que mal y que el mandato de Estados Unidos llega propiamente, como Bush alguna vez lo dijo, “a cualquier rincón del mundo”.
De manera inesperada, en la elección presidencial de 2016, grandilocuente e impulsada por la testosterona, Hillary Clinton es la última contrincante de línea dura que queda en la contienda.
Para aquellos que conocen la biografía de Clinton, su aceptación del ejército no debería causar ninguna sorpresa. Ella creció en medio de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, fue hija de un oficial de Marina de bajo rango que entrenaba a jóvenes marinos antes de que se embarcaran al Pacífico. Su padre, Hugh Rodham, fue un republicano acérrimo y un anticomunista, y ella canalizó sus opiniones.
Con frecuencia habla de su sueño de infancia de ser astronauta, y hace mención de la carta de rechazo que recibió de la NASA, como la primera vez que se enfrentó a la discriminación de género. Sus verdaderos motivos para ofrecerse como voluntaria, ha escrito, pueden haber estado motivados porque su padre refunfuñaba sobre que “Estados Unidos se estaba quedando rezagado ante Rusia”.La conversión política vino después, luego de que Vietnam y los sesenta llegaran a Wellesley College, donde ella habló en contra de la clase dirigente en su graduación. Pero incluso en el turbulento año de 1968, ella estaba en medio de su transición de republicana a demócrata, y logró ir a las convenciones de ambos partidos. Como becaria republicana en Washington aquel verano, Clinton cuestionó al congresista de Wisconsin, Melvin Laird, sobre el sentido común mostrado por Lyndon B. Johnson al escalar la participación en el sur de Asia.
No sería hasta después de graduarse de la facultad de derecho que tuvo su encuentro más curioso con el Ejército. En 1975, el año en que se casó con Bill Clinton, hizo una escala en una oficina de reclutamiento de la Marina en Arkansas a fin de pedir informes para unirse a las fuerzas activas o a las reservas. Ella era abogada, explicó; tal vez habría alguna forma en la que podría servir. El reclutador, recordaría dos décadas después, era una joven de unos 21 años, en perfecta condición física. En aquella época Clinton tenía 27, acaba de llegar de Washington, enseñaba derecho en la Universidad de Arkansas en Fayetteville y usaba lentes de fondo de botella. “Estás muy grande, no ves y eres mujer”, le dijo el joven. “Tal vez los perros te acepten”, añadió, haciendo referencia de forma peyorativa, comentó ella, al Ejército.
“No fue una conversación muy alentadora”, dijo Clinton en un banquete para mujeres militares en el Capitolio en 1994. “Decidí que tal vez buscaría otra forma de servir a mi país”.
Algunos reporteros han dudado de la veracidad de su anécdota, que repitió en el otoño de 2015 en un desayuno con los electores de New Hampshire: desde luego, no hay pruebas concretas de que sucedió, y Bill dio una versión distinta de esta historia en 2008, ya que sustituyó al Ejército con la Marina. ¿Por qué una graduada de la facultad de derecho de Yale que presta atención a su carrera profesional y a punto de casarse, de repente quiere usar uniforme?
Es imposible descifrar sus posibles motivos, pero Ann Henry, una vieja amiga que impartió clases en la universidad después de que Clinton se mudó a Little Rock, tiene una teoría: “En aquellos días, recuerda, las mujeres que formábamos parte del profesorado, a manera de ejercicio, poníamos a prueba los límites de las carreras en las que las mujeres parecíamos no tener cabida. No creo que lo haya inventado”, afirma. “Suena a algo que ella habría hecho”.
El siguiente encuentro de Clinton con el Ejército no llegaría hasta que fuera primera dama, casi dos décadas más tarde. Vivir en la Casa Blanca es, en muchos sentidos, como vivir en un complejo militar. Un oficial de la Marina hace guardia frente al Ala Oeste cuando el presidente se encuentra en la Oficina Oval. La Oficina Militar de la Casa Blanca opera como centro médico y sistema de telecomunicaciones. La Marina está a cargo del comedor, los infantes de marina transportan al presidente en helicóptero; la Fuerza Aérea, en avión. Camp David es una instalación naval. El contacto diario con hombres y mujeres uniformados, dicen los amigos de Clinton, estrechó su afinidad hacia ellos.
En marzo de 1996, la primera dama visitó a las tropas estadounidenses que se encontraban en Bosnia. El viaje cobraría relevancia años después, cuando afirmó, durante la campaña de 2008, haber esquivado las balas de francotiradores después de que su avión militar C-17 aterrizó en una base estadounidense en Tuzla (Chris Hill, un diplomático que se encontraba a bordo aquel día y posteriormente se desempeñó como embajador en Irak durante la administración de Clinton, no recordó la presencia de ningún francotirador, y de hecho recordó que había niños que le entregaban ramilletes de flores de primavera). Pero no había que manchar las buenas vibras de su gira por el comedor y el salón de usos múltiples. Acompañada de su hija adolescente, Clinton charló y bromeó con los hombres y mujeres jóvenes en activo, una experiencia, escribió, que “nos marcaría a Chelsea y a mí para siempre”.
Cuando Clinton fue electa para el senado, tenía fuertes motivos políticos para ocuparse del Ejército. El Pentágono se encontraba en medio de un proceso largo y politizado del cierre de bases militares; el estado de Nueva York ya había sufrido los efectos de dicho proceso, cuando se ordenó el cierre de la Base de las Fuerzas Aéreas de Plattsburgh en 1995, con lo que se perdieron 352 trabajos civiles en aquel pueblo del norte del país. La delegación de Nueva York estaba determinada a proteger las bases que le quedaban, en especial el Fuerte Drum, hogar de la 10.ª División de Montaña del Ejército, que se extiende a lo largo de cientos de miles de kilómetros en el condado rural de Jefferson.
En octubre de 2001, un mes después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, Clinton viajó al Fuerte Drum por invitación del General Buster Hagenbeck, que acababa de ser nombrado comandante de la división y sería enviado a Afganistán un mes después. Al igual que muchos de los oficiales con los que hablé, Hagenbeck tenía ideas preconcebidas de Clinton con base en sus años como primera dama; pero la mujer que apareció en su oficina cerca de la hora feliz aquella tarde no cumplió con esas expectativas.
“Ella se sentó”, recuerda el general, “se quitó los zapatos, puso los pies encima de la mesa de centro y dijo: ‘General, ¿sabe dónde se puede conseguir una cerveza fría por aquí?’”.
Fue el inicio de una conversación que se alargaría durante dos guerras. En la primavera de 2002, Hagenbeck dirigió la Operación Anaconda, un ataque de 16 días a los combatientes talibanes y Al Qaeda en el valle de Shah-i-Kot en la que ha sido la participación en combate más larga de la guerra hasta la fecha. Cuando el general regresó a Washington para dar parte al Estado Mayor Conjunto, Clinton lo invitó a cenar al Capitolio para que la pusiera al tanto de la operación. También hablaron sobre los preparativos para la guerra en Irak de la administración Bush, algo a lo que Hagenbeck daba seguimiento con nerviosismo.
Resultó que el general era más conciliador que la senadora. Le advirtió sobre los riesgos de una invasión, que en aquel entonces se estaba debatiendo en el Pentágono. Sería como “patear un panal de abejas”, dijo Hagenbeck.
Hagenbeck justificó el voto de Clinton en 2002 para autorizar las acciones militares en Irak. “Ella tomó una decisión calculada”, dice. Y “sentía desasosiego, mucho después de que sucediera”.
Para él, lo que importó más que aquel histórico voto de Clinton fue su gran apoyo público hacia el Ejército, ya fuera para proteger el Fuerte Drum o mostrarle su respaldo durante un primer año difícil en Afganistán.
Continuara Segunda Parte
NOTA:
Este artículo es una adaptación del libro de Mark Lander, “Alter Egos: Hillary Clinton, Barack Obama and the Twilight Struggle Over American Power”.