ANÁLISIS Y ESTRATEGIA-GLOBAL REPORTS: ¿Por qué se subestimó al Covid-19? Un análisis preliminar desde la Psicología y la Sociología del Riesgo.

Por Luis De la Corte Ibañez* — Fuente: GLOBAL STRATEGY

Resumen: La situación mundial sobrevenida como resultado de la propagación del coronavirus o Covid-19, a raíz de su primer brote en diciembre de 2019, ha derivado en la más grave crisis sanitaria mundial conocida en el último siglo. Aunque, los factores que han contribuido a ella son obviamente diversos, el siguiente análisis explora algunos de los condicionantes más importantes de su evolución durante los primeros meses de la pandemia. Concretamente, el foco de atención se dirige a la tendencia a subestimar los riesgos creados por el proceso de propagación del Covid-19, constatada en múltiples países y entre diversos actores hasta principio o mediados del mes de marzo. Se comienza con una discusión sobre los problemas y errores de previsión atribuidos a decisores políticos y expertos. También se analiza la medida en que esos problemas y errores no solo se debieron a la falta de información, alertas y señales, sino a una inadecuada valoración inicial de las mismas. Se identifican a continuación los diversos actores que incurrieron en esos errores de estimación. Por último, el análisis trata de buscar explicaciones a esos errores, recurriendo para ello a los conocimientos aportados por varias disciplinas científicas, como la Psicología

Cognitiva y la Psicología y Sociología del Riesgo. Así, se argumenta que la subestimación de la amenaza representada por el Covid-19 durante los primeros meses de la pandemia vino propiciada por la intervención de cuatro factores fundamentales: las características del propio virus, la información inicialmente disponible sobre aquél, la intervención de una variedad de sesgos cognitivos y algunas causas sociales, particularmente la formación de un clima de opinión fundado en una representación que rebajaba la peligrosidad potencial del Covid-19.

Introducción y planteamiento

Entre diciembre de 2019 y mitad de abril del presente año 2020, cerca de dos millones de personas nacidas o residentes han sido infectadas por el virus Covid-19, popularmente conocido como Coronavirus, que a su vez ha causado la muerte a más 126.000. En algo más de tres meses, la pandemia que surgida en China se ha extendido por 185 países, desarrollando sus focos más importantes en varios países de Extremo Oriente, Oriente Próximo, Europa Occidental y Norteamérica, incidiendo también en Australia, Rusia, Europa Oriental, distintos puntos de continente africano y de Iberoamérica. Entre las naciones integradas en la Unión Europea, Italia fue la primera en recibir el virus, convirtiéndose rápidamente en su mayor foco. Y pocas semanas después le llegaría el turno a España, donde a mediados de abril ya se han contabilizado más de 174.000 contagios y más de 18.056 contabilizadas, haciéndose acreedora de un doble y triste record: ser el país con la mayor tasa de muertes por el Covid-19 en proporción al tamaño de su población y la segunda nación con más infectados y fallecidos. No menos destacable es el caso de Estados Unidos que, también a mediados de abril, ocupa el primer puesto por número de contagios (por encima de los 609.000 infectados), lista entre cuyos diez primeros puestos también figuran, por este orden, también, España, Italia, Francia, Alemania, Reino Unido,

China, Irán, Turquía y Bélgica. En todos esos países el número de contagios varía entre más de cien de mil y varias decenas de miles. Por supuesto, me estoy refiriendo a cifras oficiales[i], cuando es seguro de infectados como de fallecidos son superiores o bastantes superiores. Y, en todo caso, cuando usted lea esto las cifras oficiales, como las reales, habrán aumentado. 

La relación entre número de infecciones y número de muertes debidas al Covid-19 ha variado significativamente entre los países, diferencia que responde a diversas causas, incluyendo entre otras la distinta velocidad de reacción y eficacia diversa de las estrategias de respuesta implementadas por cada nación. Asimismo, algunos países que figuraron entre los primeros focos, como Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur (también China, según cifras oficiales menos fiables) han logrado reducir significativamente las infecciones. Con todo, la pandemia, que sigue expandiéndose, ha obligado a muchos gobiernos a imponer medidas precautorias extremas, incluyendo la cuarentena de amplios sectores de población, e interrumpiendo una gran parte de la actividad económica global, lo que según reciente conclusión extraída por los expertos del Fondo Monetario Internacional nos ha situado ante la mayor recesión de economía mundial conocida desde la Gran Depresión (1930-1939).

Partiendo de este dramático escenario que acabo de describir, es imperativo preguntarse entonces por las razones que nos han conducido hasta la peor crisis sanitaria y de seguridad humana de la historia mundial reciente, con consecuencias económicas que se anticipan catastróficas. Por supuesto, dadas las múltiples dimensiones que definen a esa crisis, la pregunta anterior es demasiado general y ambiciosa como para pretender abordarla en su conjunto. Asimismo, es evidente que cualquiera de las respuestas que puedan proponerse mientras sigamos inmersos en la propia situación crítica será sumamente parcial e imprecisa. Pero nunca es demasiado pronto para empezar a esforzarse en entender lo sucedido. Además, el propósito que me ha llevado a elaborar este informe es relativamente modesto. El tema abordado no es, desde luego, la crisis del coronavirus en sus diversos aspectos, sino solo algunas de las cuestiones que han condicionado sus primeros desarrollos desde enero hasta mediados o finales de marzo. Pero incluso para afrontar las cuestiones más concretas sigue siendo conveniente enmarcarlas en un planteamiento más general. Así que vuelvo a la pregunta del principio: ¿a qué causas debemos atribuir la crisis del coronavirus?

Desde el punto de vista que servirá de base al análisis que vendrá a continuación, las principales causas que han dado forma a la crisis del Covid-19 son tres. Lógicamente, la primera de ella radica en la naturaleza del propio virus: elevado potencial de replicación y adaptación a diferentes entornos, novedad (que explica la carencia de una vacuna), interacción negativa con otras patologías y efectos acentuados sobre población de tercera edad y otras más. La segunda causa tiene que ver con la tendencia inicial a subestimar los riesgos inherentes al proceso de propagación del Covid-19, constatada en múltiples países y entre diversos actores hasta principio o mediados del mes de marzo. Por fin, la tercera causa estriba en la manera errática en que algunos países reaccionaron inicialmente ante la amenaza, adoptando ciertas decisiones que, como la que llevó a las autoridades chinas ocultar durante seis semanas la existencia del propio virus, facilitaron su difusión y complicaron enormemente la gestión del problema sanitario. Por supuesto, aparte de recibir el apoyo de una variedad de causas complementarias que no puedo detenerme a enumerar, las tres causas principales que acabo de señalar han interactuado entre sí, potenciándose unas a otras, en varias formas distintas. Aunque el propósito global de este análisis es poner el acento en la centralidad de la segunda causa recién apuntada: la infraestimación del riesgo. Para hacerlo, procederé en dos pasos. En el primero, examinaré hasta qué punto, en efecto, fueron subestimados tanto la posibilidad de que el mundo se viera afectado por una pandemia como los riesgos más específicos creados por la irrupción del Covid-19, y en qué medida esas estimaciones pudieron incidir negativamente en la gestión de la crisis. Luego, con el segundo paso avanzaremos desde la descripción de los hechos al análisis de sus causas, elaborando un ensayo dirigido a identificar algunos de los factores que han podido llevar a subestimar la gravedad de la crisis desatada por la difusión del coronavirus. Aprovecharé para ello los conocimientos teóricos aportados por varias disciplinas científicas que se han ocupado ampliamente en estudiar el modo en que personas, grupos humanos, decisores políticos, técnicos y otros agentes sociales elaboran juicios y previsiones sobre hechos, sucesos y acciones arriesgadas o peligrosas.

Imprevisión, ¿de qué tipo?

A juzgar por la información acumulada durante los dos últimos meses, hoy parece claro que la escasez o insuficiencia de los recursos disponibles, una cierta cuota de decisiones políticas erróneas y la equivocación de prioridades (también políticas) han contribuido conjuntamente a que, en sus primeras fases, la amenaza del Covid-19 no fuera gestionada con igual rapidez y eficacia en todos los países. Pero también es evidente que los tres problemas que acabo de señalar traen causa de otro anterior, definido por muchos como un problema de “imprevisión”. Sin embargo, es cuestionable que la falta de previsión proporcione una explicación suficiente de todos los errores cometidos en la gestión durante la primera fase de gestión de la crisis. Veamos por qué.

¿Ha habido imprevisión en la gestión de esta crisis por parte de algunos países? Parece obvio que si. Aunque, ¿de qué tipo de imprevisión hablamos? Esta pregunta podría parecer innecesaria, pero en realidad resulta totalmente pertinente. Según la Real Academia Española de la Lengua, “imprevisión” significa, ni más ni menos, que “falta de previsión”. Sin embargo, esta definición no es tan unívoca como parece, pues la Academia señala por otra parte que la palabra “previsión” tiene dos significados: 1) “acción y efecto de prever”, donde prever significa “ver con anticipación” o “conocer, conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder”; y 2) “acción de disponer lo conveniente para atender a contingencias o necesidades previsibles”. De donde resulta que la palabra “imprevisión” (o “falta de previsión”) encierra dos significados alternativos. Incurrir en imprevisión puede consistir en no haber sabido anticipar lo sucedido, generalmente como consecuencia de no haber contando con señales que indicaran esa posibilidad. Pero, según la Academia, también sería adecuado decir que alguien ha cometido una imprevisión por no haber hecho los preparativos necesarios para hacer frente a un suceso previsible. Y, ahora, volvamos al asunto de la gestión de la crisis del coronavirus.

La imprevisión como falta de preparación para afrontar la contingencia generada por la pandemia se puso de manifiesto a través de dos evidencias relacionadas. De un lado, el desbordamiento sobrevenido de los sistemas de salud de muchas naciones. De otro lado, la escasez de ciertos recursos esenciales para prevenir contagios (materiales sanitarios de protección) y tratar a las personas infectadas (por ejemplo, respiradores). Pero ¿a qué se debió todo ello? Una posible respuesta es que pudo deberse al otro tipo de imprevisión. Esto significaría que la causa de la falta de preparación y de los límites impuestos a la velocidad de la respuesta sanitaria habría residido, ante todo, en la ausencia de indicios o señales sobre la peligrosidad del Covid-19, que habría hecho imposible prever o anticipar su veloz propagación y los graves daños causados. Y también significaría que la imprevisión de un tipo acabó al mismo tiempo que terminó la otra. Es decir, que una vez se dispuso de indicios e informaciones adecuados sobre la evolución del virus y se emitieron recomendaciones congruentes con esas señales todos los gobiernos reaccionaron con igual rapidez para maximizar sus opciones de contener la amenaza y minimizar sus efectos. Sin embargo, no fue esto lo que ocurrió.

¿Que sucedió entonces? Una contestación simple y directa la aportaría Fred Milgrim, un joven médico de emergencias de Nueva York. Como Milgrim escribió en un artículo publicado a finales de marzo, lo que en realidad ocurrió entre diciembre de 2019 y marzo de 2020, mes en que el mundo terminó de tomar conciencia de la gravedad de la situación, no fue exactamente un problema de imprevisión en el sentido cognitivo del término, sino un problema de ignorancia de las señales de peligro. En palabras de Milgrim: “China avisó a Italia. Italia nos avisó (a los neoyorquinos). Pero no escuchamos”. Y el resultado de “no escuchar” (combinado, sin duda, con otros factores) es que Nueva York acabó convirtiéndose en el primer y mayor foco de contagio de Estados Unidos o en la “capital mundial de la pandemia” como advertirían algunos titulares de prensa. Se podrían usar términos parecidos a los empleados por Milgrim para describir la cadena completa de propagación del coronavirus a escala global. Ya que en un mundo tan trasparente como el que habitamos, “mundo que respira información”, como lo denominó una vez un filósofo francés[ii], cada país donde la expansión del virus alcanzó un punto crítico fue añadiendo un nuevo aviso susceptible de ser atendido o ignorado. Con todo, lo que algunos países ignoraron más que otros no fue solo la creciente información en bruto sobre el impacto progresivamente causado por el virus, sino también otras dos fuentes de advertencia y alerta no menos importantes.

Señales, alertas y reacciones institucionales

Oportunamente apuntadas en otros análisis recientes para este portal[iii], una de las fuentes de información ignoradas son las numerosas proyecciones y análisis prospectivos elaborados en años recientes por investigadores del campo epidemiológico, organismos públicos nacionales e internacionales y think tanks que advertían sobre la posibilidad de que el mundo afrontara una pandemia, quizá una incluso más grave que la del Covid-19. Ciertamente, tales fuentes no ofrecían (y tampoco sería razonable esperarlo de ellas) ninguna predicción exacta y completa sobre dónde, cuándo y con qué efectos concretos podía brotar un virus semejante al Covid-19. No obstante, algunos de esos estudios sí que incluían pronósticos más generales y también algunas recomendaciones sumamente relevantes. Para no extenderme demasiado en este punto solo citaré tres documentos que no han sido mencionados en análisis anteriores[iv].

El primer documento al que haré referencia destaca por su temprana fecha de publicación y por haber sido elaborado en España. Se trata del informe Seguridad integral: España 2020, en cuyas páginas, publicadas en el año 2009, puede leerse que “a día de hoy, (…) es más que probable la aparición para el año 2020 de una veintena de Enfermedades Emergentes y Reemergentes en el mundo”, enfermedades, se señalaba a continuación, tan difíciles de evitar que “los expertos ya no hablan solo de prevención, sino de la preparación de las infraestructuras públicas para minimizar los efectos negativos en la sociedad”[v]. Diez años después, saldría a la luz el primer Informe Anual sobre Preparación Mundial de Emergencias Sanitarias, preparado por expertos de la OMS (Organización Mundial de la Salud) y del Banco Mundial. De acuerdo con el criterio de esos técnicos, si al día siguiente de la publicación de su documento (2019) estallara un brote de un nuevo tipo de gripe más agresiva que las previamente conocidas el mundo no tendría recursos y estructuras adecuadas para hacerle frente, siendo imposible evitar que dicho virus matara a entre 50 y 80 millones de personas y liquidase el 5% de la economía mundial[vi]. Por último, un tercer informe o, más bien, una serie completa de informes, que vale la pena considerar son los sucesivos documentos oficiales confeccionado en los últimos cuatros años por expertos nacionales de Estados Unidos donde se advertía sobre el posible impacto que para ese país podría llegar a tener la difusión de una pandemia. El último de esos informes fue elaborado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos, a resultas de una serie de ejercicios de simulación, desarrollados entre enero y agosto de 2019, en torno a un posible escenario de propagación de una epidemia de gripe a escala nacional. De acuerdo con las conclusiones del documento, si Estados Unidos llegase a padecer una epidemia como la imaginada en los citados ensayos, la falta de preparación de las estructuras sanitarias y la ausencia de protocolos adecuados podrían llevar al país a acumular hasta 110 millones de infecciones, 7,7 millones de hospitalizaciones y 586.000 muertes. También se señalaba que, en caso de llegar a vislumbrarse el inicio de una crisis sanitaria semejante, no habría más remedio que implementar las medidas más severas imaginables de distanciamiento social, aun a sabiendas de que ello pondría en serie riesgo la economía nacional. Como reveló hace semanas el diario New York Times, esas conclusiones fueron revisadas y comentadas en una reunión celebrada en la Casa Blanca el 21 de febrero por los miembros del comité de expertos creado por el presidente Trump para hacer frente al coronavirus. Pero pasarían tres semanas antes de que las medidas aconsejadas en el informe antes citado fueran puestas en práctica[vii].

Aparte de los estudios e informes de tipo general, y de las cifras especificas acumuladas a partir de enero de 2020 sobre poblaciones y personas infectadas por el Covid-19, quienes desde esa fecha tendrían que gestionar la crisis surgida en China contarían con un tercer tipo de indicios, directamente relacionados con la evolución del coronavirus, mucho más específicos que los anteriores y con un evidente valor orientativo. Me refiero, claro, a las alertas y recomendaciones emitidas por varios organismos internacionales. Empecemos por el 30 de enero. Como es sabido, ese día en que la OMS declaró una alerta de emergencia internacional por el coronavirus y exhortó a todos los países a mantener una “vigilancia activa”. Pocos días después, ese organismo recomendó adquirir y suministrar equipos de protección para proteger a los trabajadores sanitarios. Los avisos en este sentido se repitieron varias veces durante el mes de febrero, adelantándose a la propagación del virus en la mayor parte de los países que luego se verían afectados y anticipando posibles problemas por falta de recursos. El 13 de febrero la Unión Europea advirtió también sobre la necesidad de “vigilar el riesgo de desabastecimiento de medicamentos y equipos importados de China”[viii]. Y recomendaciones y advertencias similares continuaron difundiéndose en los primeros días de marzo y, luego, durante todo ese mes. Sin embargo, muchos los países tardarían semanas en empezar a aplicar las recomendaciones internacionales, encontrándose después con los problemas de escasez ya señalados, demorando también la decisión de aplicar las medidas drásticas de contención que luego acabarían implantando. En consecuencia, el virus circuló libremente durante las dos últimas semanas de febrero por el norte de Italia (aún cuando Italia fuera el país europeo que menos tardase en imponer medidas drásticas de contención) y hasta la segunda semana de marzo en España, donde la acumulación de contagios a lo largo de ese mes acabaría convirtiéndonos, a primeros de abril, en el segundo país con más infectados[ix], como ya apunté al principio de este análisis, solo superado por Estados Unidos (pese a la enorme diferencia en el tamaño de poblaciones) y primero del mundo en número de muertes por cada millón de habitantes. El 4 de marzo el Covid-19 ya estaba extendido a más de 80 países, existiendo más de 90.000 casos confirmados de infección y 3.000 muertes y el día 11 de marzo la OMS reconoció la existencia de una pandemia. Pero incluso después de que Italia, España y Francia impusieran duras medidas de confinamiento, otros países donde las cifras de infectados crecían con gran rapidez todavía seguirían resistiéndose algunas semanas más a aplicar soluciones drásticas. Tres casos dignos de mención en ese sentido son los de Reino Unido, Irán y Estados Unidos.

Inicialmente el gobierno británico optó por aplicar una estrategia sanitaria dirigida a inmunizar a la población, a base de permitir la extensión del virus. Dicha estrategia evitaría de entrada la aplicación de las medidas más extremas de distancia social. La primera estrategia se mantuvo por varias semanas, pero acabó rectificándose después de que el Imperial College de Londres alertara que, en caso de seguir por esa vía, el Reino Unido habría de afrontar la muerte de, al menos, un cuarto de millón de personas y el colapso de su sistema sanitario[x]. Pasemos a Irán. El país persa fue la nación de Oriente Próximo que más rápidamente se vio afectada por la propagación del Covid-19. Así, para el 21 de marzo Irán había sobrepasado ya los 20.000 infectados. Señalo esa fecha, en lugar de cualquier otra, porque corresponde al día del Nouruz, el Año Nuevo persa, principio de un periodo vacacional. Antes del 21 de marzo las autoridades llegaron a plantearse la opción de prohibir los desplazamientos de carretera que normalmente se multiplican a partir de ese día[xi]. Sin embargo, la prohibición no llegó implantarse en tal fecha, sino solo a finales de marzo, permitiendo que los iraníes viajaron de unos lugares a otros del país, multiplicándose así el número de infecciones. En cuanto a Estados Unidos, el número de infectados en ese país empezaría a escalar a partir de primeros de marzo, motivando al presidente Trump a declarar el estado de emergencia nacional el día 13. Con todo, esas primeras restricciones nacionales solo impedirían los “movimientos no esenciales”, dejando al criterio de cada Estado la decisión de imponer cuarentenas, cancelar eventos públicos o suprimir actividades en los centros educativos. El efecto, naturalmente, es que la rotundidad de las respuestas activadas en distintas partes del país sería sumamente variada. Así, al llegar al 26 de marzo Estados Unidos ya se había convertido en el país con más infectados del mundo, superando los 100.000 diagnósticos, induciendo a reforzar el estado de emergencia. En buena medida, semejante progresión fue resultado de una paradoja: el país más rico del mundo tenía escasez de todo tipo de materiales sanitarios[xii].

En definitiva, las autoridades de algunos de los países más afectados por el Covid-19 postergaron decisiones importantes y retrasaron la aplicación de las medidas más drásticas. A la vez, esas demoras no pueden atribuirse a la falta o escasez de previsiones generales sobre la posibilidad de sufrir una pandemia, ni de datos, alertas y recomendaciones de actuación temprana relativas al coronavirus. Lo que nos lleva a nuevas preguntas: ¿por qué no todos los países actuaron con la celeridad y contundencia aconsejables a tenor de las informaciones y avisos disponibles? ¿Y por qué no todos siguieron de inmediato las recomendaciones de la OMS y otros organismos internacionales relativas al acopio anticipado de materiales sanitarios, la prohibición de eventos públicos que implicaran una alta concentración de personas y la imposición de medidas de distanciamiento social? Una forma de responder a estas cuestiones, intuitiva y correcta para algunos, pasa por suponer que, guiados por alguna intención oculta o maliciosa, las autoridades políticas que aplazaron toda respuesta dura lo hicieron a sabiendas de que sus actos no eran los más convenientes para frenar los contagios y reducir sus efectos. En realidad, una idea como esa resulta absurda mientras no se señale con claridad qué clase de ventaja o beneficio podría sacar un responsable institucional de contribuir conscientemente a agravar un problema que no tendría más remedio que acabar gestionando y por cuya gestión acabaría siendo evaluado. Pero sucede que tal ventaja o beneficio es verdaderamente difícil de imaginar. Con lo que más vale buscar otra explicación. Y la más sensata y verosímil es que durante los primeros momentos de la crisis las autoridades de algunos países (aunque también otros actores) recibieron con incredulidad o escepticismo las informaciones y avisos que iban llegando acerca del Covid-19, minusvalorando así el desafío al que habrían de hacer frente y actuando como si las señales que existían no existieran o no fueran validas, con las nocivas consecuencias ya conocidas. Dicho de otra manera, el problema de imprevisión en sentido organizativo o de falta de preparación, no se debió tanto a la imposibilidad de prever (en sentido cognitivo) sino a una predisposición a no tomar en serio las previsiones (cognitivas) más negativas que sí estaban disponibles. El problema fue subestimar al coronavirus.

¿Quién subestimó al coronavirus?

Todos los argumentos empleados hasta aquí se han centrado en las reacciones de las autoridades políticas ante el avance de la amenaza planteada por el Covid-19 durante los dos primeros meses de su expansión. El registro de las frecuentes declaraciones públicas realizadas por líderes políticos y portavoces institucionales durante ese tiempo muestra que dichas intervenciones estuvieron principalmente dirigidas a infundir calma y transmitir una valoración prudente de las perspectivas de evolución del virus, comparándolo en más de una ocasión con la gripe estacional, como harían los presidentes de Estados Unidos y Brasil en sendas alocuciones realizadas en febrero[xiii]. O asegurando que los sistemas de salud de sus países contaban con medios suficientes para hacer frente a las contingencias, como declaró el Ministro de Sanidad español a mediados de febrero[xiv]. Quizá influido por ese tipo de declaraciones, en la primera semana de marzo el director de la OMS advirtió públicamente que algunas naciones “no están tomándose el problema lo suficientemente en serio”.

Con todo, es momento de advertir que las autoridades políticas no han sido los únicos actores que han subestimado al Covid-19. Pues, como normalmente ocurre cuando un órgano político debe afrontar un problema técnico, todos los gobiernos que se han visto en la tesitura de gestionar la pandemia han contado desde el principio con asesoramiento de algún comité técnico-científico y con datos recolectados por profesionales con amplia formación científica. Y es evidente que esa asistencia científica tampoco ha estado libre de errores. Así lo demuestran, sin ir más lejos, varias declaraciones realizadas entre enero y febrero por Fernando Simón, director de Alertas Sanitarias, cuyo brillante currículum de epidemiólogo no le impidió equivocarse a finales de enero al afirmar que la posibilidad de infección en España era “muy baja”[xv]. Pero el doctor Simón no fue el único epidemiólogo que hizo esta clase de valoraciones. Un ejemplo que vale la pena traer es el del Oriol Mitjà, otro especialista en enfermedades infecciosas que trabaja en el Instituto Germans Trias i Pujol de Barcelona y que ha dirigido investigaciones financiadas por la OMS, quien todavía a finales de febrero diría a un medio de comunicación que la epidemia sería “leve”. Y hay otros dos detalles relevantes de las manifestaciones públicas realizadas por este investigador. La primera de ellas es la opinión ofrecida también en febrero de que esperaba que el coronavirus se pudiera contener, aún admitiendo también que esa expectativa difería de la de otros colegas internacionales que predecían que el Covid-19 se convertiría en una epidemia global. El otro detalle subrayable en las opiniones de Mitjà es que, a mediados de marzo, volvería a reaparecer en varios medios de comunicación para criticar la gestión del gobierno español y pedir la dimisión de su comité científico[xvi]. Pero retengamos estos cambios de opinión y volvamos al asunto de los pronunciamientos más optimistas realizados por asesores técnicos de los gobiernos en las primeras fases de la crisis. Se puede extender un manto de sospecha sobre esos pronunciamientos, sugiriendo que, aunque disfrazándolos de otra cosa, solo obedecieron a intereses políticos y que quienes los hicieron ocultaron juicios y conclusiones con base científica totalmente distintos a los expresados. Por tanto, conviene preguntarse si un científico o grupo de científicos podrían llegar obrar de esa manera. Ciertamente, no es imposible. Sin embargo, a falta de pruebas que lo demuestren, también aquí resulta mucho más plausible atribuir las valoraciones incorrectas de los técnicos al error que a la mentira.

Un aspecto distinto de la cuestión anterior estriba en que las apreciaciones de los asesores técnicos y científicos que rebajaron el riesgo real planteado por el Covid-19 no coincidían con la opinión menos halagüeña expresada por otros técnicos y científicos en las mismas fechas[xvii]. Ocurrió solo en España, pero también en otros países, y quizá el ejemplo más sobresaliente a ese respecto sea el ofrecido por el Reino Unido. La elección del primer ministro Boris Johnson de una estrategia que implicaba dejar circular el virus para inmunizar a la población no estuvo únicamente fundada en razones políticas (priorizar la reducción de daños económicos), sino también en un tratamiento ideado por científicos. Éstos tenían una idea distinta o alternativa a la de otros colegas suyos, partidarios de imponer medidas para reducir al mínimo el contacto social, cuyo criterio inicialmente ignorado acabaría por rectificar la estrategia primera. De modo que tenemos a científicos (investigadores y técnicos) cuya valoración del riesgo ha diferido de la sostenida al mismo tiempo por otros científicos y, en definitiva, científicos que minusvaloraron el riesgo representado por el virus, frente a otros que acertaron en sus estimaciones, o se acercaron más a la verdad. Lo cual solo contradice la retórica empleada por los políticos al referirse, una y otra vez, al criterio de los “expertos” y de la “ciencia”, sugiriendo, sin afirmarlo de manera explícita, que el criterio científico es poco menos que infalible. Aunque, de hecho, esa sugerencia contradice lo que sabemos sobre ciencia y técnica. A saber, que ni una ni otra excluyen la discrepancia ni el error, pues, en realidad, progresan gracias a ellos. Por lo que las discrepancias entre científicos y técnicos no son un hecho excepcional sino frecuente. 

O sea, algunos técnicos y científicos incurrieron en estimaciones demasiado optimistas sobre el coronavirus, actuando como una de las influencias que alimentaron el sesgo de los decisores políticos a los que asesoraron. Pero ¿qué hay de los medios de comunicación y los ciudadanos? ¿Qué hay de quien escribe estas líneas? ¿Y del lector que ahora las esté leyendo? ¿Hasta qué punto la prensa, la gente y nosotros mismos tuvimos en cuenta las previsiones generales sobre el riesgo de una pandemia? ¿Y qué conclusiones fueron extrayendo los medios y la gente, y extrajimos usted y yo, a raíz de la información que se fue acumulando desde enero sobre la evolución del coronavirus y las alertas y recomendaciones emitidas por la OMS y otros organismos internacionales? ¿Estuvo la prensa y la gente, o estuvimos nosotros más acertados en nuestras previsiones y valoraciones de lo que lo estuvieron los políticos, técnicos y científicos al principio de esta crisis? Sobre mí debo decir que debo incluir entre quienes minusvaloraron inicialmente el riesgo del Covid-19. En cuanto a las valoraciones e interpretaciones de los medios de comunicación y la población general, faltan estudios y análisis serios y rigurosos. Además, hay que tener en cuenta la enorme dificultad que para tratar esa cuestión plantean los países no democráticos, dado que el férreo control ejercido sobre la expresión de opiniones privadas hace sumamente difícil saber cuál es la distancia real que separa a esas opiniones de las posiciones oficiales. Aún así, no es tan difícil encontrar pruebas y evidencias que respalden las siguientes afirmaciones referidas a países democráticos:

  • Parece claro, y es lógico que así ocurriera, que las valoraciones e interpretaciones políticas y científico-técnicas han condicionado en buena medida las estimaciones ofrecidas por los medios de comunicación y realizadas a título privado por los ciudadanos.
  • También parece correcto señalar que, al menos hasta finales de febrero, el tratamiento otorgado al asunto del coronavirus por muchos medios de comunicación nacionales e internacionales no divergió de forma significativa de las valoraciones y previsiones realizadas durante ese mismo tiempo por gestores políticos y expertos. La cobertura mediática durante la etapa inicial de la crisis se orientó, sobre todo, a informar sobre los efectos presentes del virus, dentro y fuera de cada país, las medidas sucesivamente adoptadas para hacer frente a su evolución  y los mensajes emitidos a ese respecto por políticos y expertos. Refiriéndome todavía a los meses de enero y febrero, tampoco los ciudadanos adoptaron actitudes claramente críticas o divergentes respecto a las interpretaciones y valoraciones ofrecidas por decisores políticos y expertos, fueran una u otras. Al menos hasta finales de febrero, los ciudadanos no cayeron en ningún alarmismo generalizado y exagerado, aceptando por lo general los mensajes de calma transmitidos por las autoridades y continuando con su vida normal.
  • En cambio, sí existen evidencias de que cuando los gobiernos comenzaron a difundir recomendaciones para evitar conductas de riesgo, e incluso después de que se hubieron implantado las primeras medidas de distanciamiento social, dichas recomendaciones y restricciones fueron ignoradas por algunos sectores de la ciudadanía que incurrieron en comportamientos imprudentes o temerarios, los cuales contribuyeron seguramente a incrementar las cifras de contagio.

Así pues, puede decirse que, en términos generales, las interpretaciones y valoraciones de los medios y la gente corriente sobre el Covid-19 no fueron mucho más acertadas o equivocadas que las de los gobiernos y expertos. Sin faltar tampoco los ejemplos de personas y colectivos que ignoraron las restricciones impuestas por las autoridades para limitar la expansión del virus, menospreciando olímpicamente los riesgos de los que habían sido alertados de forma reiterada. A su vez, es posible que una vez implantadas las restricciones más severas alguna porción de la ciudadanía las asumiera únicamente para evitar posibles sanciones, pero sospechando que sus gobiernos exageraban el problema. Aunque esa sospecha ya venía de atrás, y vale la pena detenerse en ello.

Un paseo por lo publicado en periódicos y revistas de amplia tirada durante los meses de enero y febrero permitiría al lector reconocer la existencia en aquellos días de una preocupación real, especialmente evidente en la prensa económica, ante la posibilidad de que las noticias sobre el coronavirus fomentaran un alarmismo injustificado que, como ya señalamos, no llegó a producirse. Lejos de basarse únicamente en opiniones no cualificadas, esa preocupación también recibiría algún respaldo de ciertos expertos en análisis de riesgos. Por citar un único ejemplo, vale la pena recordar aquí la opinión ofrecida por Cass Sustein, investigador académico mundialmente reconocido por sus aportaciones a distintos campos de conocimiento, incluidos sus estudios sobre las percepciones de riesgo, sobre todo, las exageradas. A finales del mes de febrero Sunstein publicaría un artículo en la agencia de noticias financieras Bloomberg, distribuido también a prensa de otros países, que llevaría por título “El sesgo cognitivo que crea pánico al coronavirus”[xviii]. El artículo empezaba con una afirmación prudente: “En esta etapa, nadie puede especificar la magnitud de la amenaza del coronavirus”. Pero a continuación vendría otra frase muy distinta que serviría para anticipar el planteamiento general del articulo, contradiciendo con ella la afirmación previa: “Pero una cosa está clara -apuntaría Susntein-, muchas personas están más asustadas de lo que tienen motivos para estar. Tienen un sentido exagerado de su propio riesgo personal”. En esa misma línea, Sunstein agregaría después: “hasta ahora la mayoría de las personas en Norteamérica y Europa no deben preocuparse tanto por el riesgo de contraer la enfermedad”. Así, aunque en su análisis aludiera a conceptos y descubrimientos científicamente contrastados, y aunque durante un tiempo algunos expertos sanitarios compartieran y expresaran su suposición de que el miedo al virus podía estar siendo exagerado, a la vista queda que las previsiones de este especialista en riesgos también fueron erróneas.

¿Por qué el virus no pareció tan temible?

Antes de continuar, quizá sea necesario hacer explícito a qué vengo refiriéndome exactamente al afirmar que gobiernos, expertos y ciudadanos subestimaron, unos más que otros, al coronavirus. Subestimar, claro está, significa estimar algo por debajo de su valor real. ¿Qué aspectos concretos del virus se valoraron de esa manera? En realidad, dos aspectos a los que ya me referido en varias ocasiones: la peligrosidad y el riesgo. O sea, la condición amenazante del virus, derivada de su capacidad para causar enfermedad, dolencias diversas y muerte (peligrosidad), y la probabilidad de que tales efectos dañinos tengan lugar o se materialicen (riesgo). 

Una vez asumido que minimizar la peligrosidad y el riesgo asociados al Covid-19 fue una reacción relativamente generalizada en la primera fase de la crisis desatada por su propagación, hace falta preguntarse cuáles pudieron ser las causas de esa falsa percepción inicial. En lo que sigue me limitaré a exponer y proponer una serie de ideas que estarán dirigidas a mostrar cómo la minimización inicial del riesgo creado por la propagación del Covid-19 pudo verse favorecida y potenciada por inclinaciones más generales a subestimar diversos tipos de riesgo. Inclinaciones que no son ajenas al modo en que las personas y las sociedades asimilan habitualmente la información relacionada con amenazas reales o potenciales y piensan sobre ellas. Por otro lado, la perspectiva que adoptaré, por tanto, es psicosocial y estará apoyada en el recurso a algunos conceptos y conocimientos procedentes de numerosos estudios sobre Psicología Cognitiva, Psicología Social y Sociología del Riesgo. Advierto, por tanto, que a continuación voy a dejar atrás un discurso de tipo descriptivo y lo voy a reemplazar por otro de carácter teórico. Por ello, esta última parte del texto se tornará mucho más abstracta y densa, pero no hay más remedio.

Del riesgo real al riesgo percibido

Acabo de precisar que el concepto de riesgo alude a la probabilidad de materialización u ocurrencia de una amenaza. Es decir, a algún hecho o suceso que entrañe un peligro real o potencial para la vida, la salud, la propiedad, el medioambiente, etc. Pero no se olvide que el asunto central en este análisis no son el riesgo y la peligrosidad reales u objetivos, sino las percepciones o valoraciones desarrolladas al respecto. Toda percepción o estimación de riesgos implica una definición del peligro al que alude. Por eso, en lo que sigue utilizaré de forma general la expresión “percepción de riesgo”, suponiendo que el lector recordará que los contenidos de ese tipo de percepciones también incluyen la definición de algún peligro u fuente de amenaza.

Las percepciones de riesgo son un tipo particular de juicios de probabilidad. Al tener noticia de la existencia de un peligro real o potencial, las personas elaboramos juicios sobre la probabilidad de que ese hecho o suceso amenazante se materialice u ocurra. En unos casos, esos juicios (percepciones sobre este o aquel riesgo) son bastante precisos, predisponiéndonos a ahorrarnos reacciones innecesarias o desproporcionadas frente a amenazas de escasa magnitud o muy baja probabilidad, o impulsándonos a adoptar las medidas necesarias para evitar la materialización de amenazas graves y altamente probables, minimizar su impacto negativo, paliar sus peores efectos en el caso de que sean inevitables o, incluso, sacar algún beneficio (convirtiendo la amenaza en oportunidad). Sin embargo, las personas cometemos errores frecuentes al estimar toda clase de probabilidades, incluidas las que se relacionan con hechos o sucesos amenazantes. Además, aunque esos errores tienden a ser más frecuentes entre quienes ignoran o tienen un conocimiento muy limitado de la fuente de amenaza, tampoco son ajenos a ellos quienes mejor la conocen: los expertos.

El nivel de peligrosidad y riesgo (individual o colectivo) atribuible a cualquier fenómeno depende de dos variables: las características del fenómeno en cuestión y la percepción de éste. En palabras de Montaigne, “no importa solo lo que ves, sino cómo lo ves”.

Las valoraciones o percepciones de riesgo suelen estar condicionadas por distintos factores (psicológicos, sociales, institucionales, culturales, etc.). No obstante, dejando aparte de las propias características objetivas de la fuente de riesgo, los elementos que inducen su formación son básicamente tres: a) la información disponible relativa a la fuente de riesgo, b) el sometimiento de esa información a ciertas operaciones mentales (procesamiento de la información o elaboración cognitiva); y c) la comparación del juicio resultante de esas operaciones con los juicios u opiniones de otras personas (comparación social).

Debido al carácter frecuentemente limitado de la información disponible y las características que definen el funcionamiento de la mente humana, bajo distintas condiciones y circunstancias, las personas a menudo tienden a desarrollar juicios erróneos sobre el riesgo representado por distintos hechos. su vez, quienes sostienen estimaciones erróneas del riesgo suelen consolidarlas y acentuarlas al comprobar que otros semejantes mantienen estimaciones parecidas o que sus juicios son congruentes con las opiniones predominantes en su entorno social.

Ninguno de estos principios debería ser ignorado cuando se intenta explicar los diferentes modos en que personas, grupos y organizaciones pueden llegar a responder ante la emergencia y evolución de una amenaza. La idea más importante para nuestro tema es la que remite a la relativa frecuencia con que los seres humanos incurrimos en estimaciones de riesgo poco precisas o sencillamente erróneas. En ocasiones, las estimaciones incorrectas lo son por exageradas, pudiendo resultar en alarmismos injustificados y alguna forma de sobrerreacción: aplicación de medidas innecesarias, costosas, extremas o contraproducentes. Pero otras veces los riesgos se rebajan o minimizan, con la consecuencia algo paradójica de que las actitudes y comportamientos derivados de tal error (imprudencias y temeridades, imprevisión como ausencia de preparación para afrontar futuras contingencias graves, resistencia a imponer medidas drásticas) acaban haciendo crecer el riesgo real u objetivo y aumentan los daños generados por la propia fuente de riesgo.

De acuerdo con los principios que acabamos de enunciar, la subestimación del peligro representado por el Covid-19 pudo deberse a la influencia de cuatro factores principales:

  1. Las características del propio virus y de la crisis desatada por su causa.
  2. La cantidad y calidad de información disponible sobre tales características y sobre la evolución del virus.
  3. La elaboración cognitiva de esa información, o modo en que aquélla es procesada e interpretada.
  4. Los estados y climas de opinión generados en torno al problema del coronavirus.

Condicionantes objetivos

A veces los estudios sobre riesgos percibidos prestan poca o ninguna atención a las características reales de las fuentes de riesgo, dedicándose única o principalmente en examinar las causas psicológicas y/o sociales de las percepciones estudiadas. Sin embargo, intentar explicar por qué las personas calculan riesgos como si la percepción de los hechos amenazantes no tuviera nada que ver con sus atributos reales ni con la información objetivamente disponible acerca de aquéllos es una mala idea. Pues, a decir verdad, la manera en que percibimos algo rara vez es totalmente independiente de las propiedades intrínsecas del objeto percibido y de la información accesible sobre aquél. Y no solo vale para los casos en que las amenazas son valoradas correctamente, sino también para muchos otros en los que son magnificadas o menospreciadas.

El Covid-19 y la crisis creada por su propagación tienen varias propiedades que han podido facilitar y estimular su subestimación. Algunas consisten en características compartidas con otras crisis y fuentes de amenaza que también tienden a inducir estimaciones de riesgo más bajas que otros. La evidencia empírica muestra que los riesgos y situaciones críticas que suelen causar más temor son aquellos que tienen que ver con eventos catastróficos, proporcionan imágenes llamativas o espectaculares y cargadas de simbolismo, resultan de acciones malintencionadas o errores humanos, generan muchas muertes de manera puntual y súbita, provocan víctimas públicamente conocidas o afectan a poblaciones infantiles. Por el contrario, otros riesgos capaces de generar daños igualmente graves son percibidos como menos peligrosos cuando, como ocurre con el coronavirus, no derivan de eventos catastróficos, no producen imágenes llamativas ni espectaculares, acumulan muertes a lo largo de un periodo de tiempo más o menos extenso, son atribuibles a causas naturales (antes que humanas), generan víctimas mayormente anónimas y afectan única o principalmente a la población adulta, pero no a niños o menores[xx].

Otras características que han facilitado la subestimación de riesgo asociado al Covid-19 son específicas del virus. La primera de ellas es su formidable velocidad de propagación. En general, las epidemias tienden a funcionar como sistemas dinámicos, dotados de un alto potencial de crecimiento. Por su parte, el proceso de expansión del coronavirus ha mostrado que tal microorganismo es capaz de propagarse de forma exponencial, o en progresión geométrica: no a un ritmo constante, sino cada vez más rápido. Esta característica objetiva ha podido favorecer la subestimación por su interacción con las limitaciones psicológicas humanas. Sabemos que el Covid-19 crece de forma geométrica gracias a cálculos matemáticos realizados por investigadores que a su vez están familiarizados con el estudio de otros sistemas dinámicos y fenómenos que crecen de igual manera. Sin embargo, el cerebro humano no está acostumbrado a ese ritmo de crecimiento, ya que la mayoría de los fenómenos dinámicos de los que tenemos experiencia cotidiana siguen un ritmo de crecimiento lineal: crecen a un ritmo contante. Por eso, es muy difícil anticipar o imaginar por mera intuición la cantidad de contagios que el coronavirus podría llegar a causar. En principio, esta dificultad no debería haber afectado demasiado a la perspectiva de los expertos en el estudio y el tratamiento de enfermedades infecciosas. Pero seguramente sí ha podido limitar la capacidad de anticipación de daños por parte de la población general, y quizá también de los decisores políticos. Sobre todo, si sus asesores técnicos no hicieron la pedagogía necesaria para trasladarles las diferencias entre fenómenos que progresan a una velocidad lineal y otros que lo hacen a ritmo exponencial[xxi].

Existe otra propiedad específica del coronavirus que también ha hecho difícil estimar su potencial de propagación y, por consiguiente, su riesgo real: su capacidad para generar contagios asintomáticos. A primeros de abril, los investigadores conjeturaban que la proporción de personas que pueden haberse contagiado del Covid-19 sin reproducir ningún síntoma no ha sido inferior al 25% y podría haber alcanzado el 50%[xxii]. Como es lógico, subestimar las cifras de difusión real de un virus es inevitable cuando éste es capaz de disimular sus efectos y mantener oculta una cierta porción de sus agentes trasmisores (los contagiados asintomáticos). Las propiedades del virus, por tanto, han contribuido a limitar la cantidad y calidad de información sobre número de infecciones debidas al virus. Es verdad que ese déficit de información podría haberse reducido de forma drástica si desde el principio todos los gobiernos hubieran aplicado pruebas diagnósticas masivas que incluyeran a personas aparentemente no infectadas, acertando así a identificar la proporción de casos asintomáticos. Pero el caso es que, por varias razones (asesoramiento inadecuado, inexperiencia, imprevisión, escasez de medios), no todos los gobiernos actuaron inicialmente de esa manera. Lo hicieron los de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur, tal vez inducidos por su experiencia previa con la epidemia del Sars. Pero no lo hicieron de entrada la mayoría de los países europeos ni americanos. Por eso, las cifras de contagio que se fueron obteniendo en los meses de enero, febrero y marzo fueron inferiores a las cifras reales de contagio, que quizá nunca lleguen a ser conocidas. Simultáneamente, el desconocimiento de la cifra real de infectados también ha podido contribuir a un cálculo rebajado del número de muertes provocadas por el virus, pues cabe suponer que entre las ya ocurridas se hayan incluido una cierta proporción de las muertes registradas durante los meses de la crisis, correspondientes a personas (sobre todo personas mayores y pacientes con otras complicaciones médicas) que llegaron a infectarse sin ser diagnosticadas ni antes ni después de su muerte. Y la derivada de todo ello, claro está, es que la información utilizada por expertos y legos fomentó una valoración rebajada del verdadero ritmo de propagación del Covid-19.

Una última característica del virus que se resaltó en las informaciones divulgadas durante los primeros meses de la crisis tuvo que ver con la baja letalidad atribuida al virus, en función de dos criterios: la relación entre las tasas de letalidad y contagio y la letalidad de la gripe. Desde el principio, los datos públicos sobre el coronavirus mostrarían que su potencial de propagación era muy superior a su letalidad. Además, las comparaciones con la gripe ordinaria o estacional serían frecuentemente invocadas como prueba de la baja letalidad del Covid-19. El tiempo revelaría, sin embargo, que las estimaciones iniciales acerca de su mortalidad relativa fueron erróneas. A mediados de marzo, la OMS informó que, según sus cálculos, el coronavirus causaba la muerte a un 3%-4% de las personas infectadas. En cambio, dando una muestra más de que también los expertos equivocaron sus valoraciones, el 9 de abril el mismo organismo ofreció nuevas cifras y estimaciones: la tasa de letalidad recalculada era ya de 5,8%. Esta diferencia significa que el coronavirus es, como mínimo, diez veces más mortífero que la gripe[xxiii].

En resumen, diversas pistas indican que las informaciones disponibles en los primeros meses de la crisis acerca de la letalidad del virus pudieron ejercer un cierto efecto tranquilizador que contribuyera a rebajar su peligrosidad real.

Sesgos cognitivos

Regresemos al punto de partida. En páginas previas he advertido que los errores de estimación cometidos durante la primera etapa de la crisis del coronavirus pueden ser interpretados como ejemplo de un problema mucho más genérico: la dificultad que las personas tienen para hacer juicios acertados sobre la peligrosidad y el riesgo asociados a diferentes hechos y sucesos. Acabamos de apuntar varias fuentes de dificultad relacionadas con los atributos del coronavirus y con la información disponible que han podido contribuir a su infraestimación. Pero, con independencia de ello, los estudios sobre Psicología cognitiva y Psicología del riesgo muestran que la causa del fracaso de muchas valoraciones sobre hechos o sucesos peligrosos y de su probabilidad de ocurrencia tiene su origen en el modo en que la mente humana filtra la información disponible y le confiere significado. ¿Por qué?

La mente humana es uno de los productos más complejos y sofisticados del universo. Es capaz de capturar y procesar grandes cantidades de información, generar las percepciones, pensamientos y juicios que nos permiten aprender, ampliar nuestro conocimiento sobre el mundo (y sobre nosotros mismos) y generar las preferencias, actitudes y metas que determinan nuestras decisiones y guían nuestros comportamientos. Pero también sabemos que ninguna de esas facultades cognitivas es infalible. Moldeadas por la evolución, las características y peculiaridades de la estructura que las hace posible, el cerebro humano, imponen importantes limitaciones a nuestra capacidad para procesar información. Para superarlas, el propio cerebro ha desarrollado una variedad de estrategias y reglas que suele aplicar de forma automática, pues permiten realizar diferentes operaciones mentales con rapidez y esfuerzo y desgaste energético mínimos, aunque violen las reglas de la racionalidad y la lógica. Además, las funciones cognitivas interactúan permanentemente con los otros dos componentes esenciales de la vida mental: emociones y sentimientos, por un lado, y motivaciones y deseos, por otro. Como consecuencia de todo ello, buena parte de la actividad mental, que se desarrolla de forma inadvertida, bajo el nivel de la conciencia, produce numerosas impresiones, pensamientos y juicios distorsionados o erróneos. Esta tendencia es tan importante que la Psicología científica ha pasado los últimos cincuenta años descubriendo y catalogando una amplísima variedad de distorsiones y errores, llamados también sesgos cognitivos, en los que incurrimos de forma sistemática o reiterada. Dichos sesgos cognitivos ejercen su influencia sobre múltiples tareas cognitivas, afectando a todo tipo de actividades humanas, y comprometiendo a menudo la capacidad de las personas para identificar amenazas y calcular riesgos, ya sea para sobrestimarlos o subestimarlos.

Durante las primeras fases de la crisis del coronavirus, varios sesgos cognitivos bien conocidos han podido desempeñar un papel relevante en la formación de opiniones y juicios que llevaron a muchas personas a subestimar el riesgo (individual y colectivo) de infección por el Covid-19 y menospreciar su peligrosidad intrínseca. Además, algunos sesgos cognitivos han podido contribuir a los problemas de imprevisión organizativa que han afectado a la gestión institucional de la misma crisis sanitaria en diversos países. No obstante, antes de describir varias de esas opiniones y juicios, conviene destacar una peculiaridad que caracteriza al funcionamiento de muchos sesgos cognitivos, incluidos los que trataré a continuación. Me refiero al hecho de que la probabilidad de aparición de cada tipo de sesgo conocido varia de persona a persona y de situación a situación. Informaciones idénticas pueden inducir interpretaciones y juicios sesgados en unas personas, pero no en otras. Asimismo, incurrir en ciertos sesgos es más fácil en unas circunstancias que otras. Y todo ello es congruente con el hecho de que no todos los gobiernos, expertos, informantes y ciudadanos hayan subestimado en igual medida al Covid-19 y con el dato de que ese error no haya afectado a todos los países en igual medida.

Advertido lo anterior, y sin pretender ser exhaustivo, paso a describir diversos sesgos y otros hábitos mentales que pueden haber tenido mayor incidencia en la formación de opiniones y juicios incorrectos acerca del coronavirus. Definiré primero cada sesgo o hábito mental y mostraré luego su posible relación con opiniones y juicios que desestimaban el riesgo y la peligrosidad asociadas al virus[xxiv].

Heurístico de disponibilidad. En términos psicológicos un “heurístico” es una regla simplificada de razonamiento que tiende a utilizarse de forma automática. Para definirlos con una fórmula más intuitiva, uno de sus descubridores acuñó también la expresión de “atajos mentales”. Al emplear el heurístico de disponibilidad la probabilidad o la relevancia de un suceso es juzgada según la facilidad para recordar sucesos semejantes. La aplicación de esta regla puede inducir estimaciones erróneas sobre diversos riesgos. Así, la mayoría de la gente tiende a creer que la probabilidad de morir por un accidente es superior a la de morir por un derrame cerebral, cuando lo cierto es que los derrames causan el doble de muertes que los accidentes. Pero a la gente le cuesta más trabajo recordar ejemplos de fallecimientos por esa causa que de fallecimientos debidos a algún accidente. De ahí el error. Por motivos semejantes, en muchos países hoy afectados por el coronavirus la probabilidad inicial estimada de sufrir una pandemia pudo verse rebajada por el hecho de no haber vivido una epidemia grave en mucho tiempo. Asimismo, es probable que el riesgo que algunos o muchos expertos pudieron atribuir en un primer momento al Covid-19 estuviera condicionado por el recuerdo de las epidemias provocadas por virus de composición semejantes en fechas relativamente recientes: noviembre de 2002 fue la fecha del primer brote del SARS y abril de 2012 del MERS. Dado que, hasta el principio de 2020, el SARS y el MERS habían infectado a 8.098 y 2.500 personas y matado a 774 y 850 en 30 y 27 países, respectivamente[xxv]. Y puesto que esas cifras acabarían quedándose sumamente pequeñas frente a las generadas por el Covid-19 no es descabellado suponer que su consideración por quienes intentaban anticiparse a la evolución de dicho virus pudiera haberle llevado a rebajar en alguna medida sus previsiones de afectación y daño.

Sesgo de normalidad y heurístico de simulación. A consecuencia también del heurístico de disponibilidad, la manera en que las personas pensamos sobre lo que todavía no ha ocurrido suele verse poderosamente influida por hechos recientes que son fáciles de recordar. Esto alimenta una expectativa de “normalidad”, fundada en la idea de que, al menos en el futuro inmediato o próximo, “las cosas seguirán como hasta ahora”, sin grandes cambios. Con todo, que las personas creamos que el futuro más probable es aquel que reproduce los rasgos de lo presente y reciente no significa que no creamos en la posibilidad de que el mundo cambie en alguna medida. Y tampoco implica que asignemos la misma probabilidad a cualquier hipótesis sobre un futuro distinto. Antes bien, algunos cambios nos parecen bastante más factibles que otros. Entonces, ¿qué cambios nos parecen más probables? Pues los que nos resulta más fácil imaginar. Esta forma de razonar ha sido alternativamente definida como “heurístico de simulación” o “sesgo de imaginibilidad”. Dado el carácter excepcional e inédito de los efectos propiciados por la pandemia del Covid-19 y las medidas aplicadas para combatirlo, es muy posible que las primeras valoraciones realizadas por la población ordinaria acerca de la peligrosidad y el riesgo atribuibles a la difusión del virus estuvieran influidas por la lógica subyacentes al sesgo de normalidad y/o el heurístico de simulación. Después de todo, dejando aparte a los expertos en epidemiología, acostumbrados a analizar e imaginar grandes procesos epidémicos, ¿cuántos ciudadanos de a pie sin conocimiento experto sobre cuestiones epidemiológicas pudieron haber imaginado, antes de haberse acumulado un número considerable de contagios y muertes por el coronavirus, que llegarían a verse implicadas en escenarios como los que han ido reproduciéndose en muchos países, con decenas de miles o cientos de miles de compatriotas infectados,  cientos de muertes semanales y la mayor parte de las actividades profesionales y cotidianas interrumpidas, debido a medidas de confinamiento nunca antes aplicadas?

Pensamiento dicotómico. La mente humana está programada para identificar similitudes y diferencias entre objetos y sucesos del mundo y percibir e interpretar la realidad en términos categoriales o clasificatorios: los objetos o sucesos de los que tenemos noticia son reconocidos como ejemplos de una clase general de hechos o sucesos semejantes y valorados en función de las características atribuidas a todos los hechos o sucesos incluidos dentro de una misma clase o categoría. Esta predisposición nos permite elaborar conceptos, pensar el mundo en base a aquéllos y generar conocimiento. Pero también es una fuente de errores o sesgos. Algunos de esos errores derivan de la preferencia a utilizar el mínimo número posible de categorías para dar significado y valor a ciertos hechos o sucesos, dividiendo éstos en dos categorías contrapuestas. El efecto de ello es una visión del mundo dicotómica, en blanco y negro, según la cual todos los hechos o sucesos analizados son de una forma u otra, buenos o malos, etc. Ciego a gradaciones o matices, el pensamiento dicotómico solo produce juicios extremos o radicales y cuando se emplea para hacer estimaciones de peligrosidad o riesgo tiende a simplificar la valoración de los hechos o sucesos considerados, identificándolos como peligrosos (mucho) o inofensivos (nada o muy poco), y arriesgados (mucho) o sin riesgo (ninguno o muy poco). Por otro lado, el hecho de que el pensamiento dicotómico pueda dar lugar a valoraciones de peligrosidad y riesgo inadecuadas, por exceso o por defecto, no quiere decir que todas las valoraciones extremas (máximas o mínimas) sean necesariamente erróneas. Paradójicamente, la tendencia a simplificar genera muchos errores, aunque a veces también produce conclusiones certeras. Así, en la medida en que la reacción a las primeras informaciones conocidas sobre el coronavirus se hubiera visto influida por un pensamiento dicotómico, ello pudo generar dos valoraciones opuestas, deduciendo algunos un alto grado de peligrosidad y riesgo y llevando a otros a subestimar el problema. Como ahora ya sabemos, el segundo tipo de valoración fue mucho más frecuente y errónea que la primera. De modo que aquellos (pocos) que al principio parecían víctimas del alarmismo y de un pánico infundado, hicieron estimaciones más correctas que las de quienes incurrieron en el juicio extremo opuesto, del tipo “no pasa nada” o “no es para tanto”.

Pensamiento desiderativo, optimismo ilusorio e ilusión de control. Como ya anticipé, el carácter sesgado de muchas impresiones, pensamientos y juicios también guarda relación con el modo en que los procesos cognitivos interactúan con factores motivaciones y emociones. Aunque esa interacción no siempre perjudique la calidad de nuestros razonamientos, sí lo hace a menudo, y el pensamiento desiderativo (o wishful thinking)es un buen ejemplo de ello. Ese pensamiento se da cuando lo percibido o pensado se supone fiel reflejo de la realidad y, al mismo tiempo, confirmación de lo preferido o deseado. A veces ese ajuste es más o menos verdadero y las cosas resultan ser como habíamos querido que fueran o como preferimos que sean. Pero es obvio que no siempre ocurre así, por lo que deducir cómo son las cosas a partir de deseos y preferencias lleva a equivocarse. Los deseos y preferencias también pueden llevar a subestimar la peligrosidad y el riesgo asociados a ciertos hechos y sucesos. Además, la tendencia a ajustar las cogniciones a lo deseado o preferido se traduce en una variedad de sesgos más concretos, algunos de ellos directamente relacionados con las actitudes y comportamientos que las personas adoptan frente a hechos o sucesos peligrosos o amenazantes. Dos de esos sesgos confluyen en lo que los especialistas en Psicología del riesgo y Psicología de la salud denominan optimismo ilusorio. El optimismo ilusorio es una actitud fruto de mantener dos tipos de creencias optimistas: la creencia de que la probabilidad de vivir sucesos positivos es mayor para uno mismo que para otros (sesgo de optimismo irreal) y la creencia complementaria de que uno es mucho menos vulnerable que otros a padecer u sufrir sucesos negativos (ilusión de invulnerabilidad). Múltiples estudios sugieren que esas dos creencias son compartidas en mayor o menor medida por buena parte de la población normal y sana. Pero lo que más nos importa destacar es que el optimismo ilusorio y, sobre todo, la ilusión de invulnerabilidad, se dan de forma más acentuada en aquellas personas que incurren de manera frecuente o habitual en uno o varios tipos de conductas de riesgo: conductas que entrañan un peligro considerable para la salud, la vida o la propiedad. Y lo mismo sucede con otro sesgo vinculado al pensamiento desiderativo, la ilusión de control, que es la tendencia mostrada por algunas personas a sobreestimar la influencia que pueden ejercer sobre hechos o sucesos que, en realidad, dependen más de causas externas y del azar que de sus propias acciones. En términos generales, el pensamiento desiderativo ha podido condicionar el modo en que muchas personas rebajaron el riesgo y la peligrosidad atribuida al coronavirus al principio de la crisis. A su vez, sesgos asociados como la ilusión de vulnerabilidad y de control pueden ayudar a explicar muchas conductas imprudentes e irresponsables que contribuyeron a multiplicar las infecciones. Sobre todo, las realizadas por aquellos ciudadanos que, después de que la mayoría de la población hubiera aumentado sus estimaciones sobre la peligrosidad del Covid-19, y creyéndose inmunes al riesgo de contagiarse, siguieron realizando comportamientos que habían sido desaconsejados o prohibidos, como no mantener la distancia social conveniente, asistir a reuniones colectivas u otros relacionados.

Superconfianza, sesgo del falso consenso y sesgo de confirmación. Una multitud de investigaciones muestra que muchas personas suelen sobrestimar diversos atributos propios como su inteligencia, su competencia en diferentes áreas de actuación, sus conocimientos sobre distintos temas y sobrevaloran también la exactitud de sus impresiones, intuiciones, pensamientos y juicios. Incluso muchas de las ocurrencias que vienen a la mente de forma más inesperada y espontánea suelen aparecer acompañadas de una fuerte sensación de confianza, lo que causa numerosas equivocaciones. Además, la validez atribuida de entrada a las propias cogniciones puede verse reforzada por el efecto de algunos sesgos cognitivos. Entre ellos se incluye nuestra inclinación a exagerar la medida en que otras personas comparten nuestras mismas opiniones, creencias, valores y hábitos. Tal sesgo del falso consenso deriva del hecho de que nos resulta sumamente fácil recordar nuestras propias cogniciones, nos interesan más que las de los demás y tenemos abundante información sobre ellas. El sesgo del falso consenso incrementa la impresión de que las propias cogniciones son acertadas. A su vez, esa impresión recibe el apoyo del sesgo de confirmación. Este se aplica de varias maneras: tratando de manera selectiva las informaciones relacionadas con temas sobre los que disponen de una opinión previa, buscando y atendiendo preferentemente informaciones que resulten coherentes con la posición previa y juicios y atribuyendo a aquéllas mayor importancia y credibilidad que a cualquiera otras. Así, cuando funciona el sesgo de confirmación las personas se enfrentan a los hechos, no como observadores imparciales, sino como abogados que solo se preocupan por encontrar evidencias favorables a su causa, corriendo el riesgo de desestimar o ignorar informaciones no menos relevantes. La influencia del sesgo de confirmación es máxima cuando el asunto tratado ha generado informaciones y valoraciones que apuntan a conclusiones distintas u opuestas, como podría decirse de las generadas sobre el coronavirus entre diciembre de 2019 y febrero de 2020. Seguramente, las personas que tuvieron una actitud inicial más escéptica sobre dicho problema pudieron mantener durante un tiempo esa misma posición, en parte gracias a la estrategia de procesamiento parcial y selectivo de la información que define al sesgo de confirmación, y en parte quizá a la suposición añadida, basada en el sesgo del falso consenso, de que había mucha más gente que creía igualmente que la cosa no era, ni iba a ser, para tanto.

Sesgo del presente. Los dos últimos sesgos que señalaré interesan sobre todo por su capacidad para influir en las previsiones y decisiones que determinan la toma de decisiones en el seno de organizaciones humanas. El sesgo del presente (o “descuento hiperbólico”), nace de la disposición a preferir un beneficio inmediato frente a otro que cueste más tiempo obtener, incluso cuando el beneficio demorado sea superior o más importante que el primero. Aparte de generar una ganancia neta inferior a la que se podría obtener en caso de optar por el beneficio demorado, mantener preferencia por los beneficios inmediatos tiene otras dos consecuencias negativas. La primera es su tendencia a favorecer la procastinación, es decir, el aplazamiento de tareas o decisiones importantes o necesarias que no apetece acometer porque solo darán beneficios a medio o largo plazo. La segunda es la adopción de una perspectiva temporal limitada o miope, centrada en el presente o el futuro más inmediato, que induce a subestimar o ignorar los efectos que las propias acciones pueden generar a un plazo más largo. Tal clase de sesgo afecta tanto a decisiones individuales como colectivas y es evidente constituye uno de los problemas más característicos de la acción política y la gobernanza en el mundo actual, dominada por las prioridades del corto plazo, aunque obligada al mismo tiempo a afrontar problemas de gran calado, globales muchos de ellos y cuya solución requiere una perspectiva temporal mucho más larga. Sin duda, la insuficiencia de los esfuerzos realizados a nivel nacional e internacional para crear estructuras que permitieran actuar con la máxima rapidez y eficacia ante una pandemia prevista en numerosos informes estratégicos no ha sido ajena al sesgo del presente.

Falacia de la planificación. Las personas y las organizaciones caen en este sesgo cuando realizan estimaciones demasiado optimistas sobre el tiempo requerido para llevar a término cualquier tipo de proyecto, generando así resultados o rendimientos inferiores a los esperados y arrostrando costes económicos, sociales o personales imprevistos. La falacia de la planificación obedece a dos factores clave: la realización de valoraciones exageradas sobre las competencias y recursos disponibles y el diseño de planes inspirados en la anticipación de un único escenario de actuación, el más optimista, minimizando así el margen de error atribuible al surgimiento inesperado de contratiempos o dificultades. Ambos errores parecen haber condicionado el diseño de los primeros planes trazados en algunos países para abordar la crisis del coronavirus, como así lo indican los mensajes lanzados por las autoridades asegurando la suficiencia de medios que pronto se revelarían escasos.

En resumen, los heurísticos de disponibilidad y simulación, el sesgo de normalidad y el pensamiento dicotómico y desiderativo pudieron contribuir en alguna medida a rebajar el riesgo y la peligrosidad atribuidos al coronavirus. El optimismo ilusorio y la ilusión de control facilitaron a buen seguro la comisión de muchas decisiones y conductas imprudentes y susceptibles de aumentar el número de contagios. La confianza excesiva y los sesgos de falso consenso y de confirmación pudieron reforzar la seguridad subjetiva en las creencias y opiniones que sirvieron de base a las estimaciones rebajadas. Y el sesgo del presente y la falacia de la conjunción tal vez influyeron en la imprevisión organizativa que vendría a complicar la gestión de la crisis una vez que el nivel de propagación superó los cálculos iniciales de afectación.

Influencias sociales y climas de opinión

La manera en que se procesa casi cualquier tipo de información, incluida la que alimenta las percepciones sobre hechos y sucesos peligrosos o amenazantes, no solo está condicionada por estructuras cerebrales y mecanismos psicológicos. Muchos de los contenidos de la vida mental son, al mismo tiempo, “construcciones sociales”[xxvi]. Dicho de otra manera, muchas impresiones, pensamientos y juicios son resultado de la implicación personal en múltiples redes de interacción social, donde se produce un constante intercambio de opiniones (intercambio directo e indirecto, a través de tecnologías de la comunicación); y son consecuencia también de la exposición a la información y los mensajes de intención persuasiva divulgados por una variedad de organizaciones e instituciones sociales (gobiernos, organismos internacionales, comités de expertos, medios de comunicación, etc.). Además, la influencia ejercida por tales dinámicas de interacción y agentes sociales tiende a reforzar sus efectos al generar una convergencia creciente de numerosas opiniones individuales y la creación de algún clima de opinión[xxvii].

Este último excurso sobre cuestiones puramente teóricas se justifica por el hecho de que, como muestran los estudios sobre Sociología del Riesgo, también las percepciones sobre riesgos son una construcción social. Así, las fuentes de influencia social antes citadas, y particularmente los climas de opinión, pueden desempeñar un papel relevante en las equivocaciones cometidas por ciudadanos y sociedades al valorar la peligrosidad y el riesgo asociado a problemas y amenazas presentes o futuras de toda índole. Esta afirmación general, que ha sido corroborada con múltiples ejemplos, podría ponerse en relación con mi observación previa sobre la ausencia de grandes diferencias entre las primeras estimaciones realizadas sobre el coronavirus por gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos de países democráticos. Pues, lo que a mi juicio puede deducirse de ese dato, siempre que sea correcto, es que las valoraciones no siempre atinadas en las que incurrieron algunos gobiernos democráticos en la primera etapa de la crisis pudieron verse facilitadas o potenciadas por la formación de un clima de opinión congruente con ellas. Aunque para terminar de entender esto hace falta retomar el concepto de clima de opinión.

La formación de un clima de opinión resulta del reconocimiento por los miembros de una sociedad de la emergencia de una opinión predominante acerca de cualquier tema o asunto socialmente relevante. La consecuencia más inmediata de ese reconocimiento es doble: aumentan las expresiones de acuerdo con la opinión mayoritaria y disminuyen simultáneamente la expresión de opiniones contrarias, ya que, por temor a ser criticados o rechazados por la mayoría, muchos disidentes prefieren no ser identificados como tales (fenómeno conocido como espiral del silencio[xxviii]). Por consiguiente, la opinión mayoritaria tiende a parecer más generalizada de lo que realmente es, y esa percepción contagia a cada vez más personas: ante todo, a las que de entrada carecían de una opinión firme y clara, pero luego también a algunas o muchas de las que tenían una opinión inicial diferente.

Por otra parte, la creación un clima de opinión a menudo favorece la extensión de algún estado de ánimo que es congruente con la opinión predominante y que proporciona a aquélla un refuerzo emocional añadido. Y donde mejor se ve la importancia de este efecto es cuando la opinión predominante sobre una amenaza social se vuelve negativa, pudiendo llegar a generar un clima de alarma, miedo o pánico. Aunque otro clima pueda generar consecuencias muy distintas. Y eso es lo que ocurrió con el clima de opinión inicialmente creado en muchos países en torno al coronavirus, basado en la asimilación del Covid-19 a una variante de la gripe ordinaria no más nociva que ella. La extensión de ese clima de opinión podría explicar además por qué fueron tan corrientes al principio de la crisis las sospechas de que quizá el problema se estuviera magnificando, cuando lo que realmente resultó excesiva fue la tranquilidad con la que muchos vimos venir el problema. O tro indicio de la incidencia que los climas de opinión tuvieron en las reacciones más tibias a la pandemia quizá lo proporcionen los cambios de actitud y conducta inducidos de forma súbita en muchos países, España incluida, cuando los gobiernos cambiaron los mensajes tranquilizadores por comunicaciones de alerta y llamadas a la responsabilidad y la prudencia, pasando a imponer las medidas de contención más severas. Sería entonces, cuando la despreocupación que había reinado en los meses previos diera paso a un clima de opinión, nuevo y distinto, basado en la psicología del miedo, en el que hoy seguimos instalados y del que no será fácil desprenderse.


FUENTES:

[i] COVID-19 Dashboard, Center for Systems and Engineering, Johns Hopkins University. Disponible en: https://www.arcgis.com/apps/opsdashboard/index.html#/bda7594740fd40299423467b48e9ecf6

[ii] La frase pertenece a Jean Françoise Revel y aparece en un importante libro suyo publicado por primera vez en 1993: El conocimiento inútil. Madrid: Austral (edición de 2007).

[iii] Javier Jordán (2019). “¿Es el coronavirus un cisne negro?”; “COVID-19 y prospectiva en Seguridad y Defensa”, Global Strategy. Disponibles en: https://global-strategy.org

[iv] La información que fundamenta las descripciones siguientes está disponible en artículos de prensa nacional e internacional.

[v] Antonio Díaz y Oscar Jaime (2009). Seguridad Integral: España 2020. Madrid. Fundación Alternativas

[vi] Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación (2019). Un mundo en peligro. Informe anual sobre preparación mundial para las emergencias sanitarias. Ginebra: Global Preparedness Monitoring Board.

[vii] Sanger, D.E.; Lipton, E.; Sullivan, E. y Crowley, M. (2020) “Before Virus Outbreak, a Cascade of Warnings Went Unheeded”, The New York Times, 22 de marzo, Disponible en: https://www.nytimes.com/2020/03/19/us/politics/trump-coronavirus-outbreak.html

[viii] Lamet, J. “España desoyó las llamadas de la OMS y de la UE a hacer acopio de material sanitario frente al coronavirus” El Mundo, 3 de abril de 2020. Disponible en:  https://www.elmundo.es/espana/2020/04/02/5e84fb84fc6c8384018b467f.html

[ix] Tremlett. G. “How did Spain get its coronavirus response so wrong?” The Guardian , 26 de marzo de 2020. Disponible en: https://www.theguardian.com/world/2020/mar/26/spain-coronavirus-response-analysis

[x] “The UK’s catastrophic failure to heed the coronavirus warnings”, The Guardian, 14 de abril de 2020. Disponible en: https://www.theguardian.com/world/2020/apr/14/a-catastrophic-failure-to-heed-the-warnings

[xi] “Coronavirus: Iran is facing a major challenge controlling the outbreak”, BBC News, 27 de marzo de 2020. Disponible en: https://www.bbc.com/news/world-middle-east-51642926

[xii] Lipton, E. Sanger, D.E.; Haberman, M.; Shear, M.D; Mazzetti, M; y Barnes, J.E. “He Could Have Seen What Was Coming: Behind Trump’s Failure on the Virus”. The New York Times, 11 de abril de 2020. Disponible en: https://www.nytimes.com/2020/04/11/us/politics/coronavirus-trump-response.html

[xiii] Ximénez de Sandoval, P. “De “lo tenemos controlado” a “habrá muchas muertes”: la cuarentena mental de Donald Trump”. El País, 6 de abril de 2020. Disponible en: https://elpais.com/internacional/2020-04-06/de-lo-tenemos-controlado-a-habra-muchas-muertes-la-cuarentena-mental-de-donald-trump.html ; Agencia EFE “Bolsonaro dice que el coronavirus es una «gripecita» y rechaza el confinamiento”, 20 minutos 25 de marzo de 2020. Disponible en: https://www.20minutos.es/noticia/4203805/0/bolsonaro-dice-que-el-coronavirus-es-una-gripecita-y-rechaza-el-confinamiento/

[xiv] “Illa manda un mensaje de “tranquilidad” porque la sanidad española está preparada”, Servimedia, 24 de febrero de 2020. Disponible en: https://www.servimedia.es/noticias/1226633

[xv] Moro, L. “Los diez errores de cálculo de Fernando Simón que España ya está pagando caro”. Esdiario, 11 de marzo de 2002. Disponible en: https://www.esdiario.com/590606345/Los-diez-errores-de-calculo-de-Fernando-Simon-que-Espana-ya-esta-pagando-caro.html

[xvi] La Vanguardia, “El coronavirus crea alarma porque es nuevo, no por su gravedad, según experto”, 11 de febrero de 2020 Disponible en: https://www.lavanguardia.com/vida/20200211/473455536988/el-coronavirus-crea-alarma-porque-es-nuevo-no-por-su-gravedad-segun-experto.html

;  Segura, C. “Oriol Mitjà, el científico de cabecera de Torra”. El País, 14 de abril de 2020. Disponible en:  https://elpais.com/espana/catalunya/2020-04-11/oriol-mitja-el-cientifico-de-cabecera-de-torra.html

[xvii] Costello, A. “A public inquiry into the UK’s coronavirus response would find a litany of failures”, The Guardian, 1 de abril de 2020. Disponible en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/apr/01/public-inquiry-coronavirus-mass-testing-pandemic

[xviii] Cass Sunstein, “The Cognitive Bias That Makes Us Panic About Coronavirus”, Bloomberg, 28 de febrero de 2020.

[xix] Véase, por ejemplo, Elster, J. (2012). La explicación del comportamiento social. Más tuercas y tornillos para las ciencias sociales.

[xx] Harvard Medical School. (2011).“The Psychology of Risk Perception”, Harvard Mental Health Letter.

Disponible en: https://www.health.harvard.edu/newsletter_article/the-psychology-of-risk-perception

[xxi] Ropeik D. (2002). «Understanding Factors of Risk Perception,» Nieman Reports; Slovic P, et al. (2005) «Affect, Risk, and Decision Making,» Health Psychology 24, 4. 35- 40; Yun K, et al. (2010) «Moving Mental Health into the Disaster-Preparedness Spotlight,» New England Journal of Medicine, 363,13, 1193–5. 

[xxii] Redacción médica, 3 de abril de 2020. “Coronavirus: test en pacientes desvelan que 4 de cada 5 son asintomáticos”. Disponible en: https://www.redaccionmedica.com/secciones/sanidad-hoy/coronavirus-test-en-pacientes-desvelan-que-4-de-cada-5-son-asintomaticos-4672

[xxiii] “La OMS avisa: «La tasa de mortalidad del Covid-19 es diez veces superior a la de la gripe», Radio Televisión Española, 9 de abril de 2020. Disponible en: https://www.rtve.es/noticias/20200409/oms-avisa-tasa-mortalidad-del-covid-19-diez-veces-superior-gripe/2011783.shtml

[xxiv] Existe un gran número de fuentes de información científica de máxima calidad sobre sesgos cognitivos. Algunas de las fuentes que han apoyado este análisis son: Kahneman, D. (2012). Pensar, rápido, pensar despacio. Madrid: Debate; Elster, J. (2012). La explicación del comportamiento social. Más tuercas y tornillos para las ciencias sociales. Barcelona: Gedisa; y Morales, J.F., Gaviria, E.; Moya, M. y Cuadrado, I. (2007). Psicología social. Madrid: McGraw Hill.

[xxv] Pulido, S. “¿Qué pasó con los otros brotes de coronavirus?”, Gaceta médica, 22 de febrero de 2020 Disponible en: https://gacetamedica.com/investigacion/que-paso-con-los-otros-brotes-de-coronavirus/

[xxvi] García Acosta, V. (2005). “El riesgo como construcción social y la construcción social de riesgos”. Revista de Ciencias Sociales, 19, 11-24.

[xxvii] Gil Calvo, E. (2003). El miedo es el mensaje. Riesgo, incertidumbre y medios de comunicación. Madrid: Alianza. Beck, U. (2002). La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI.

[xxviii] Noelle-Neumann, E. (1995). La espiral del silencio. Barcelona: Paidós.

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Luis De la Corte Ibañez, Profesor Titular del Departamento de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Madrid, Director del Área de Estudios Estratégicos e Inteligencia y miembro del Consejo de Dirección del Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad de la misma universidad, donde dirige el Título Experto Ciclo Superior de Análisis de Inteligencia

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