Reelección o muertes: El dilema de Donald Trump ante el coronavirus

Texto por: Xavier Vilà (Estados Unidos)

Trump apostó inicialmente por modular el mensaje y proteger intereses económicos. El presidente calificó de alarmista a su asesor Alex Azar, al que acabó despidiendo para otorgar la coordinación de la epidemia al vicepresidente Mike Pence. Imagen: Donald Trump en la Casa Blanca, el 14 de abril de 2020. REUTERS/Leah Millis

Primera modificación

El mandatario estadounidense gestiona la crisis impuesta por la pandemia con las elecciones presidenciales de noviembre en la mira. Mientras los desaciertos de la Casa Blanca se cifran en muertos, Trump improvisa diagnósticos sobre el fin de la enfermedad, desoye a los expertos y anuncia que deja de financiar a la Organización Mundial de la Salud.

El 21 de enero de 2020 el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) del gobierno estadounidense emitió un aviso sobre el primer caso de coronavirus detectado en el país. Desde entonces un sinfín de asesores médicos y expertos a sueldo de numerosas agencias del gobierno identificaron la amenaza y advirtieron a la Casa Blanca de la necesidad de una respuesta rápida y agresiva. Una advertencia que se unió al demoledor informe “Crimson Contagion” que había elaborado el año anterior un comité de expertos de la propia administración. Allí se certificaba el peligro ante la falta de preparación y de fondos económicos en caso de una crisis sanitaria global. Y cuando la pandemia Covid-19 apareció nada estaba listo. Ante la escalada de casos, el presidente Trump prefirió -como acostumbra- confiar en su instinto y aparcó los consejos de los especialistas, perdiendo semanas decisivas que pudieron salvar vidas. Casi tres meses después los Estados Unidos es el país del mundo con más víctimas mortales por la enfermedad.

Trump apostó inicialmente por modular el mensaje y proteger intereses económicos. El presidente calificó de alarmista a su asesor Alex Azar, al que acabó despidiendo para otorgar la coordinación de la epidemia al vicepresidente Mike Pence. Y es que la lucha por el relato se libró desde el día siguiente al aviso sobre el primer caso. El 22 de enero el presidente sostenía textualmente: “Todo va a ir bien. Lo tenemos todo bajo control”. Este mantra se mantuvo otra semana en el marco de un descarnado debate interno sobre el rol de China en la expansión del virus. El secretario de comercio Steven Mnuchin luchó con uñas y dientes, pero sin éxito, contra la decisión de limitar los viajes desde el gigante asiático a los Estados Unidos. La presión política de los halcones conservadores que rodean a Trump -ansiosos por encontrar un chivo expiatorio- pesó más que las advertencias de Mnuchin de que la medida dinamitaría el pacto comercial que se negocia con la segunda economía mundial. Un pacto que -de concretarse- sería una plataforma electoral colosal para Trump en las elecciones de noviembre.

El martes 14 de abril, Trump fue más allá anunció la suspensión de la ayuda de su país a la OMS acusándola de “mala gestión” frente a la pandemia. Estados Unidos, principal soporte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) con más de 400 millones de dólares anuales, suspenderá su contribución mientras “se realiza una revisión para evaluar el papel de la OMS en la mala gestión y el encubrimiento de la propagación del coronavirus”, declaró Trump.

“En abril, supuestamente morirá con el calor”

El presidente mantuvo el discurso de la negación del problema cuando a mediados de febrero retrasó sin justificarlo la aplicación de un sistema de vigilancia en cinco ciudades del país para medir la propagación del virus y ayudar a las autoridades sanitarias a proyectar futuros emplazamientos problemáticos. Como resultado la administración se quedó sin protocolos para afrontar la pandemia, a lo que se añadió el fiasco en el desarrollo de pruebas médicas sobre potenciales enfermos. Un fiasco previsible atendiendo a años de recortes económicos en la red de diagnóstico nacional.

La escalada de la amenaza se confirmó en febrero entre mensajes de Trump negando la evidencia. El 7 de febrero escribió: “Cuando el tiempo sea más caluroso, esperemos que el virus se haga más débil y finalmente desaparezca”. Días después incluso puso una fecha: “En abril, supuestamente morirá con el calor”. El 24 de febrero Trump sostenía que “el coronavirus está muy controlado en Estados Unidos. Me parece que los mercados empiezan a tener buen aspecto”. Y el 26 de febrero remataba con una afirmación asombrosa: “Gracias a todo lo que hemos hecho, el riesgo para el pueblo estadounidense continúa siendo muy bajo. Los casos que hay ahora van a bajar en unos pocos días a cerca de cero. Muy pronto serán cinco personas y podrían ser una o dos en muy poco tiempo”.

Cuando el 2 de marzo Trump contradecía a los médicos afirmando que “creo que tendremos una vacuna relativamente pronto”, las autoridades sanitarias en Nueva York ya preparaban planes de contingencia para la ola de contagios que preveían en pocos días. El presidente se rindió a la evidencia y decretó las medidas de distanciamiento social que tanto temía por su efecto sobre la economía, si bien tardó dos semanas en dar el paso. Un tiempo precioso que resultó letal. Entre el 26 de febrero y el 16 de marzo los casos confirmados de coronavirus se dispararon en los Estados Unidos, de 15 a 4.226.

La lucha por el relato

La devastación provocada por el virus ha atenuado la dialéctica agresiva de la Casa Blanca respecto a los inmigrantes, pero las bizantinas leyes de inmigración estadounidenses dificultan el reclutamiento de personal médico y de enfermería extranjero, imprescindible ante la falta de efectivos autóctonos, víctimas de la enfermedad en el ejercicio de su trabajo. En paralelo el coronavirus ha aflorado la gigantesca desigualdad existente en la sociedad estadounidense, y en particular en ciudades como Nueva York, donde los índices de mortalidad son astronómicamente mayores entre hispanos y afroamericanos, minorías raciales con ingresos más bajos y por tanto con menor acceso a la sanidad.

Trump -acosado por la prensa por la lentitud de su gobierno respondiendo a la crisis- se revolvió esta semana esgrimiendo un video donde se pondera su liderazgo ante el Covid-19. Con los primeros datos que indican una tendencia hacia el aplanamiento de la curva de contagios, el presidente retoma la lucha por el relato, consciente que -a medio año de las elecciones- el tiempo apremia para recuperar una economía que -según el FMI- entrará en recesión este año. Trump parece condenado a escoger entre reelección -más probable reabriendo el país pronto- o más muertes -las que conllevarían una vuelta prematura al trabajo-.

Un debate sórdido que no esconde cómo la falta de planificación nacional, combinada con el caos diario de una Casa Blanca absorbida por la improvisación y el desorden inherente a Trump, han exacerbado en los Estados Unidos los devastadores efectos del coronavirus.

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