Mirar y tener miedo de ver: los «deambulantes»

«Deambulante»: En Cuba son denominados así las personas que en otros países se nombran «sin techo», «vagabundos», «indigentes», «pordioseros» o «mendigos». Se comprende que no todos los que están en tales condiciones son personas pacíficas, decentes, incapaces de hacer daño a sus iguales. Imagino que clasificarlos de acuerdo a sus condiciones no sea una práctica. Sin embargo, la manera en que nos ocupamos del otro, especialmente de su dolor y sufrimiento, es lo que nos hace mejores o peores, lo que nos torna en seres humanos o monstruos.

«El primer esfuerzo de la vida es elaborar conchas»

La poética del espacio, Gaston Bachelard

escrito por Teresa Díaz Canals

Antes de hablar, hay que escuchar

Hace unos días tuve necesidad de trasladarme hasta La Habana Vieja. En el camino me dirigí a la parada del P5 ubicada en J y 23. Mientras esperaba el ómnibus observé que un señor canoso y con barba blanca, que portaba un bastón, se agachó para recoger un minúsculo pedazo de pan tirado en la calle y se lo comió sin pensarlo dos veces.

Al ver esa impactante acción fui detrás de él. Se introdujo en un pequeño parque que se encuentra detrás del restaurante Siete Mares. Llegué allí y me sorprendió encontrar a otras tres personas con el mismo estatus del hambriento «deambulante». En Cuba son denominados así las personas que en otros países se nombran «sin techo», «vagabundos», «indigentes», «pordioseros» o «mendigos».

Cuando comenzó la pandemia informaron por la televisión que a ese tipo de personas las habían protegido y que los atendían muy bien. Existe una contradicción entre lo que afirma la prensa y las declaraciones de los «buzos», como también les dicen, pues generalmente rastrean comida y otros objetos en los contenedores de basura.

Es cierto que existen albergues para ellos, sé de uno que radica en Las Guásimas, pero la versión de los beneficiarios de esos alojamientos es que la comida está podrida, que no existe una buena atención y, sobre todo, que los maltratan. La conclusión de aquellos con los que he tenido oportunidad de conversar es que se está mejor en la calle que en esos hospedajes. El señor del bastón me dijo: «estuve siete meses allí y me fui. En ese lugar te pueden hasta matar».

Deambulantes (2)

En Cuba son denominados así las personas que en otros países se nombran «sin techo», «vagabundos», «indigentes», «pordioseros» o «mendigos».

Se comprende que no todos los que están en tales condiciones son personas pacíficas, decentes, incapaces de hacer daño a sus iguales. Imagino que clasificarlos de acuerdo a sus condiciones no sea una práctica. Sin embargo, la manera en que nos ocupamos del otro, especialmente de su dolor y sufrimiento, es lo que nos hace mejores o peores, lo que nos torna en seres humanos o monstruos.

Todo indica que esos establecimientos son percibidos más bien como almacenes de piltrafa humana, de gente repugnante que no merece la más mínima consideración. Allí —además de condiciones materiales adecuadas— deberían tener médicos, psicólogos, sociólogos y trabajadores sociales; en fin, un equipo competente de especialistas y personal de apoyo que contribuya a paliar sus acuciantes problemas individuales.

Cuántas décadas se necesitaron en este país para que, en el contexto de una visita Papal, una monja pudiera expresar ante el mundo sus estremecedores sentimientos hacia seres humanos abandonados en una institución irónicamente nombrada La Edad de Oro. Solo por el dolor esparcido por esa hermana mejoraron —como por arte de magia— las condiciones de esa instalación, que siempre debió constituir modelo de humanismo y respeto a personas requeridas de extremada atención.

Una de las «deambulantes» del parque fue la que más conversó, costumbre todavía vigente en algunos cubanos. «Yo tengo casa, pero tengo un hijo alcohólico que me vendió todas mis pertenencias, además, otro familiar me arrancó muchas cosas de la casa para la de él, ahora se me moja completa y por eso estoy aquí. Allí no puedo estar, pero es de mi propiedad». Es una ilusión soñar en volver a su morada, como el pájaro vuelve al nido, a su choza-nido. Imaginarse una casa, aunque precaria, hace nacer en nosotros un ensueño de seguridad.

Estoy consciente de que algunos de ellos venden sus posesiones, otros las juegan y eso trae terribles consecuencias cuando pasa el tiempo. Habría que hacer un estudio sociológico para averiguar cuántas familias han arrojado de su seno a uno de sus miembros, las razones, las alternativas a ese tipo de conflictos. ¿Cuántos derrumbes provocan deambular en esta Cuba de hoy?

deambulante

Estrellita, la «deambulante» que un día descubrí cerca de mi casa.

Conocí de una tesis de Diploma sobre este importante tema en el Departamento de Sociología de la Universidad de La Habana, pero esos estudios, que pudieran contribuir a algo más que a extender un título universitario, terminan por lo general engavetados. Ello no es responsabilidad absoluta de la academia.

Existe también un audiovisual de hace años, pero no fue políticamente correcto exhibir algo que la sociedad se empeña en ignorar. Los que tienen que resolver esas necesidades básicas no se interesan en lo que dicen las ciencias sociales. Y, por otra parte, está presente el grave problema de la vivienda en Cuba, jamás resuelto; promesa siempre incumplida, aplazada, postergada.

El mismo día de mi presencia en aquel parque, leí la declaración de un jurista y pensé en la distancia abismal que se ha abierto respecto a la situación nacional en muchos de nuestros profesionales, incluyendo los políticos. No conozco al señor, por tanto descarto toda posibilidad de que esté impulsado por el afán de hacer frases. Las palabras fueron las siguientes: «De eso se trata, de que los olvidados, los desamparados, los excluidos, la masa inmensa, inabarcable de los pueblos oprimidos de este mundo esperan de nosotros que no entreguemos la bandera. ¡Por ellos debemos de resistir!».

Sería bueno preguntarle al funcionario y especialista si esos individuos que comen de los contenedores de basura, que caminan en harapos y que nacieron en esta tierra, no entran en las categorías de «olvidados», «desamparados» y «excluidos». Espero que no me acusen de mentir y a esos infelices, que apenas hablan, no los detengan acusados de mercenarios o vendidos al imperialismo

Pienso también en Estrellita, la «deambulante» que un día descubrí cerca de mi casa. La interrogué y no supo explicar bien, tiene trastornos psíquicos, pero eso sí, me confesó acerca del albergue: «no se puede estar ahí». Lleva tres décadas viviendo en la calle, tiene 72 años y es natural de Matanzas. Convivió con un señor mayor en el Vedado, este murió y los herederos la desalojaron. Tiene hermanas, pregunté por qué no vivía con ellas: «mi única familia verdadera es mi madre y ya no está».

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Anciano que encontré una vez en 23 y 26 dedicado a recoger botellas plásticas vacías. Cuando me dirigí a él me aclaró: «soy deambulante, estuve treinta años preso».

Me contó un vecino que ella dormía hace unos años debajo de un camión destartalado con un amigo, en Nuevo Vedado. Un día el jefe de sector de la PNR de esa zona los expulsó, esa fue la solución del policía y la respuesta institucional al desamparo. No podían deambular en ese espacio, tendrían que ir a otro lugar más humilde.

También dijo mi amigo que una vez observó que el ómnibus encargado de recogerlos —cuando hay interés en que no estén a la vista— la localizó, y fue testigo de que la obligaban a subir por la fuerza. Estrella se negó rotundamente y él intervino para que no la violentaran más. Habló con ella hasta que la convenció.

Otro caso es el del anciano que encontré una vez en 23 y 26 dedicado a recoger botellas plásticas vacías. Cuando me dirigí a él me aclaró: «soy deambulante, estuve treinta años preso». Le hice la misma pregunta respecto a un albergue, su respuesta fue similar: «no, en el albergue no se puede vivir». El Estado debería prever que una persona que pase esa cantidad de años en prisión, es muy posible que ya no pueda disponer de un espacio propio para habitar cuando sea excarcelado. Tal vez sí y tal vez no.

Uno de los deambulantes que sobrevivió a la Covid-19 fue dado de alta. El chofer encargado de trasladarlo lo llevó hasta el puente de la Lisa, ese era su rincón. ¿Será difícil a los taxistas distribuir a estos seres humanos, si es que sanan, por toda la Isla? Esas personas sin hogar aprendieron que sus casas, sus formas y sus esfuerzos más inmediatos, son ellos mismos. Como los caracoles, fabrican la dura consistencia de sus conchas.

A los funcionarios vinculados con esta tragedia les diría que compadecer es proteger física y simbólicamente. Les pediría que liberen los cerrojos que aprisionan el fondo oculto y esencial que impide ver y alcanzar al fin la verdad, la auténtica realidad.

AUTORA

*Teresa Díaz Canals. (La Habana, 1957) Ensayista y profesora titular. Doctora en Ciencias Filosóficas. Entre sus obras se encuentran Moral y Sociedad. Una intelección de la moral en la primera mitad del siglo XIX cubano (2002), Ver claro en lo oscuro. El laberinto poético del civismo en Cuba (2004), Una profesora que habla sola. Enigmas del civismo cubano (2006) y El momento del agua. Papeles de civismo (2011). Profesora del Instituto de Estudios Eclesiásticos Padre Félix Varela (IEEPFV), miembro del Centro Félix Varela y del Consejo de Redacción de las revistas Espacio Laical y Palabra Nueva. En el 2012 recibió el Premio del Concurso de proyectos «El estado de las ciencias sociales en América Latina y el Caribe en el mundo contemporáneo», para investigadores de América Latina y el Caribe del Programa de Becas CLACSO con su trabajo Una habitación propia para las ciencias sociales en Cuba. El género y sus pruebas.

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