REVOLUCIÓN: Pasado, presente y futuro

Cortesía de Espacio Laical de La Habana – [email protected]

El concepto de revolución se vincula de manera inequívoca al momento de cambio radical, donde los ritmos se aceleran, se desfasan, se subvierten, en una dinámica de interacción entre agentes que desordenan y otros que reordenan, deconstruyen y construyen. Son siempre procesos complejos, a veces marcados con fuerza por obstáculos exógenos, a veces generadores de segundos momentos revolucionarios.

Al menos desde finales del siglo XVIII el término Revolución ha tenido un peso significativo en el devenir de la nación. En nombre de la Revolución se gestaron las luchas por la independencia durante el siglo XIX, se desarrollaron diferentes procesos políticos durante la etapa republicana y se han definido diversas perspectivas políticas en torno al proceso que triunfó el 1° de enero de 1959. Conscientes de los ingentes desafíos que encara el país en el presente, hemos convocado a un grupo diverso de cubanos, de la Isla y la Diáspora , para opinar sobre esta realidad. Participan Aurelio Alonso, sociólogo; Oscar Zanetti, historiador; Carlos Alzugaray, ex-diplomático y politólogo y Juan Valdés Paz, cientista social, todos residentes en la Isla ; así como el filósofo Emilio Ichikawa, el politólogo Jorge Ignacio Domínguez, y el escritor y periodista Alejandro Armengol, intelectuales cubanos radicados en el extranjero.

-¿Qué implicaciones ha tenido para el imaginario nacional el término Revolución?

Aurelio Alonso: Si vamos a hablar de revolución, aunque parezca superfluo, tenemos que comenzar por definir de qué hablamos. Hace algunos años redacté unas líneas al respecto para una reseña crítica a Rafael Rojas1, a las que prefiero volver ahora. Allí recordaba que la connotación política moderna del concepto de revolución data del siglo XVIII, y su desarrollo se vincula a la necesidad de dar explicación a las que hoy reconocemos como revoluciones trascendentes, en una u otra medida, por su radicalidad o por ir más allá de su impacto local. La revolución industrial inglesa, centrada en el giro provocado por el desarrollo de las fuerzas productivas, desde mediados del siglo XVIII, con sus momentos científico y tecnológico. La francesa desencadenada en 1789 (que llamamos grande para distinguirla de las que le siguieron), y la rusa de noviembre de 1917 (que llamamos bolchevique para diferenciarla de las que la precedieron). La mexicana de 1910 y la china de 1949 y, ¿cómo no?, la Revolución cubana de 1959 se inscriben también, a mi juicio, en esta nómina de revoluciones significativas más allá de su efecto doméstico. Igualmente merecerían ser incluidas otras, con seguridad, pero no pretendo recorrer aquí el inventario.

De manera equívoca se identifica a veces la gesta de independencia de las trece colonias británicas de América de 1776 como revolución, aunque se trataba estrictamente del corte con la dependencia del distante dominio real inglés, y no de la sacudida radical del entramado socioeconómico, que tuvo que esperar por una brutal guerra civil hacia mediados del siglo siguiente. La Revolución haitiana, que ciertamente combinó la salida de la esclavitud y la descolonización de Santo Domingo, resultó demasiado radical para ser asimilada por el Occidente de su tiempo, que le tendió un cerco duro y largo a la naciente república. La América colonial española se emancipó a sangre y fuego, en el primer cuarto del siglo XIX, y tiene menos sentido hablar de revolución que de independencia, dado que los efectos de cambio generados en el plano socioeconómico fueron muy desiguales y vulnerables incluso a nuevas dependencias, y, en consecuencia, a eventuales procesos revolucionarios.

El concepto de revolución se vincula de manera inequívoca al momento de cambio radical, donde los ritmos se aceleran, se desfasan, se subvierten, en una dinámica de interacción entre agentes que desordenan y otros que reordenan, deconstruyen y construyen. Son siempre procesos complejos, a veces marcados con fuerza por obstáculos exógenos, a veces generadores de segundos momentos revolucionarios.

Los cubanos hemos vivido, a través de muchas generaciones, una historia en la cual la revolución, sin necesidad de que alguien la defina con demasiada precisión, ha aflorado repetidamente como expresión de dignidad y de orgullo, de audacia, como desafío, como aspiración, como sacrificio y como utopía, como frustración y como esperanza. De tal modo que en el imaginario nacional cubano su presencia es una constante que recorre una larga secuencia de episodios heroicos previos y posteriores a 1959. Al punto que el cardenal Jaime Ortega ha podido afirmar:

“Revolución en Cuba es, pues, nacionalidad, futuro, independencia. El hecho que divide la historia de Cuba en el siglo XX está condensado en una frase: el triunfo de la Revolución , pues se considera que en 1959 se alcanzó, por fin, la auténtica posibilidad de realizar el soñado proyecto de la revolución, tantas veces frustrado. La Revolución cubana se percibe a sí misma hasta hoy como una revolución que se halla siempre en proceso de realización”.

Y a continuación advierte que “existe y ha existido siempre una neta distinción en Cuba entre ser revolucionario y ser comunista. En el hablar común, cualquiera puede expresar su condición de no comunista, pero no ser revolucionario entraña una grave deficiencia en la condición misma del ciudadano”2. Estoy convencido de que el cardenal Ortega cala, en este pensamiento, en la esencia misma de la ubicación del concepto en la conciencia nacional.

Emilio Ichikawa: El “término” Revolución; es decir, se pregunta por la palabra, que ya viene con mayúscula o “letra capital” (R-evolución) y tiene sus implicaciones al menos en la historia o sociología de nuestra lengua. Hay una canción de Pablo Milanés, titulada “Acto de fe” (conocida como “Creo en ti”), que parece estar dedicada a muchas cosas, entre ellas a Dios, y finalmente te enteras que se trata de la Revolución , que ha tomado varias formas-valores en el texto. Revolución es entonces una X, una variable: todo. El escritor camagüeyano Carlos Victoria, fallecido en Miami, a pesar de significar las últimas décadas de la historia de Cuba con el término “revolución” (r-evolución), recibió objeciones por usar intencionalmente la “r” minúscula. El historiador Sergio López Rivero, oriundo de Víbora Park y residente en Valencia, escribe siempre, a pesar de lo incómodo que resulta por su extensión: “ese fenómeno histórico conocido como Revolución cubana”. El periodista Manuel Henríquez Lagarde, editor del blog “Cambios en Cuba”, que defiende posiciones afines al gobierno cubano e incluso ha sido citado como su propia voz por la prensa internacional, no admite que se diga que su blog es “oficialista” y exige que se le diga blog “revolucionario”. El profesor Alexis Jardines cree que significar a la Revolución cubana como “régimen” (como se hace en Miami) es cuando menos desactualizado respecto al estado lingüístico en que se halla la Isla , considerando más factual o probado empíricamente el término “sistema”. Ya que el lenguaje es “realidad”, quizás la Realidad , la casa del Ser, como decía Heidegger, o bohío de la existencia, podemos certificar las “implicaciones” que esa palabra tiene en nuestro imaginario.

Cuando en el capítulo III de su ensayo biográfico Pasión por Cuba y por la Iglesia , monseñor Carlos Manuel de Céspedes fija las notas de influencia del padre Agustín Caballero sobre el padre Varela, refiere “c)-Cultivo de la lengua vernácula…” (p.55), lo que significa algo más que no usar siempre el latín y es el ejercicio diferenciado y consciente de la lengua castellana o “español”. El nacionalismo cubano, como carece de reivindicación lingüística, debería ser más atento a estos capítulos de “uso social” de la lengua extranjera. Así que este tema es tan esencial como interminable.

Oscar Zanetti: Creo que sería una interesante investigación, tanto para historiadores como para filólogos, determinar cuándo se empleó por primera vez en Cuba –o que haya quedado constancia escrita de ello- el término “revolución”; me imagino que  a finales del siglo XVIII. Desde entonces el vocablo ha tenido un largo recorrido y diversos significados. Por lo general se ha asociado con un  cambio fundamental en la sociedad, casi siempre considerado necesario y, a veces, como la única alternativa a una situación que se deseaba superar. En nuestro imaginario es una palabra que ha gozado de prestigio; hasta donde recuerdo solo los pensadores autonomistas hicieron un rechazo explícito de ella, pues en el caso de Saco y la intelectualidad liberal de la primera mitad del XIX fue más bien implícito. Los españoles solían referirse a nuestros independentistas como insurrectos, mambises o separatistas,  no como revolucionarios. En una época más reciente, en la década de 1940, cuando algunos “grupos de acción” lo emplearon para encubrir sus actividades delictivas también se generó cierto rechazo.

El prestigio, sin embargo, se deriva del hecho de que bajo el enunciado de “revolución” se han registrado varios de los acontecimientos más trascendentales de nuestra historia; Martí denominó a su partido  “revolucionario”, lo cual demostraba además el  interés por situarse en las antípodas del autonomismo. El crédito de que ha gozado el vocablo condujo a que se autocalificaran como “revolucionarios” movimientos que en modo alguno lo eran, como la “guerrita de agosto” o “La chambelona”. A lo largo de nuestra historia su definición conceptual no ha sido demasiado precisa; por lo general la palabra “revolución” ha aludido a un cambio radical de la situación política, casi siempre violento. Es a partir de 1959, y con la impronta del marxismo, que el término adquiere la connotación de “revolución social”, referida a una vasta transformación de la realidad, no solo en lo político, sino en lo económico, lo social y lo cultural.

Jorge I. Domínguez: “Revolución” no es sinónimo de “cubano”, pero pudiera serlo. Consideremos como simple ejemplo a tantos y tan distintos “revolucionarios” que han ejercido la presidencia de Cuba. Varios fueron revolucionarios durante la Guerra de Independencia bajo el auspicio del Partido Revolucionario Cubano, fundado por José Martí, cuyo sucesor, Tomás Estrada Palma, llegaría a ser el primer presidente de la República. Militares revolucionarios durante la Guerra de Independencia fueron posteriormente presidentes: los generales José Miguel Gómez y Mario García-Menocal, el primero del Partido Liberal y el segundo del Partido Conservador. Otro militar revolucionario durante la gesta emancipadora, elegido presidente más tarde siendo líder del Partido Liberal, fue el general Gerardo Machado. Civiles como los presidentes Ramón Grau y Carlos Prío encabezaban un partido que se llamaba el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico).

Fulgencio Batista se refería a sus golpes del 4 de septiembre de 1933 y del 10 de marzo de 1952 como “las revoluciones” de septiembre y de marzo. Batista publicó un primer libro, Revolución social o política reformista, que justificaba su desempeño público precisamente como revolucionario a partir de 1933, con principal hincapié en el impulso que le impartió a la educación y la salud pública, en coalición durante varios de esos años con los comunistas organizados en la Unión Revolucionaria Comunista y después en el Partido Socialista Popular. Y revolucionarios, por supuesto, también son el ex-presidente Fidel Castro y el presidente Raúl Castro.

En el imaginario nacional del último siglo y medio, ser cubano ha implicado ser revolucionario. Y, después de autocalificarse como revolucionario, los detalles adicionales del comportamiento público han sido tan heterogéneos como cualquier arcoíris caribeño.

Carlos Alzugaray: No me cabe ninguna duda que el término revolución ha tenido un lugar destacadísimo en el imaginario nacional desde el siglo XIX hasta nuestros días. La implicación es que, salvo raras excepciones, tanto para la mayoría de las elites como para el pueblo cubano en su conjunto, el término tuvo y tiene una connotación positiva. El propio José Martí así lo asumió cuando llamó Partido Revolucionario Cubano a la organización que fundó y organizó para llevar a cabo la Guerra de Independencia. No lo llamó Partido Independentista ni Partido Republicano o cualquier otro nombre parecido.

En el siglo XX ocupó un lugar fundamental porque la necesidad de transformaciones imprescindibles se movió en la bifurcación de reforma o revolución. La frustrada Revolución del 33, la que “se fue a bolina”, según la genial frase de Raúl Roa, reforzó esta imagen, pero la rediseñó enfatizando la noción de que los revolucionarios debían ser ante todo “hombres de acción”, cuando en realidad Cuba ha sido fecunda en la producción de ideas revolucionarias en todas las ramas del saber, tanto por sus hijas como por sus hijos. Esta noción de que para ser revolucionario había que ser un hombre de acción, reforzó nuestra tendencia a rechazar la “moderación” y optar por la radicalización o hipérbole en nuestros comportamientos políticos, lo cual, en mi opinión, ha marcado desmedidamente nuestra cultura política hasta la actualidad.

En resumen, es una noción que generalmente tiene implicaciones positivas, pero que puede tener connotaciones negativas en determinadas circunstancias. No todos los problemas tienen soluciones “radicales” y no todas las soluciones “radicales” son efectivamente revolucionarias. Es un peligro en el que se ha caído frecuentemente en nuestra historia presente. Un ejemplo de ello fue la Ofensiva Revolucionaria de 1968, que muchos abrazamos como la mejor solución a los problemas del momento, pero que hoy muchos estimamos como un error estratégico.

Alejandro Armengol: Tras un largo y atípico para la región¾ proceso independentista, los cubanos se enfrentaron a la dura realidad de que tenían un país, pero no habían logrado conseguirlo sin ayuda, y esa ayuda conllevaba un precio a pagar. Es decir, la independencia total continuó siendo un asunto pendiente.

En este sentido, la esperanza de una revolución entró a formar parte de lo que aquí se llama “imaginario nacional”. No hay que olvidar que los términos revolución e independencia han estado estrechamente ligados en todo el continente americano, y a veces han resultado incluso términos intercambiables. Basta revisar la historia de Haití o recordar que en Estados Unidos los acontecimientos que llevaron a ese país a la independencia de Gran Bretaña son acuñados bajo el término de American Revolution, y los aspectos bélicos de este hecho se conocen como American Revolutionary War.

A diferencia de otros países latinoamericanos, en los cuales la independencia como fin del colonialismo marcó un antes y un después y abrió el camino a otros problemas (caudillismo, dictadura, dependencia económica, nacionalismo), en Cuba revolución e independentismo continuaron mezclados, lo que definió la polarización política más en términos de independencia y nacionalismo contra la dominación extranjera. Si a esto se une la preponderancia de un pensamiento de izquierda (en ocasiones socialdemócrata) y populista, se comprende que la etiqueta de “revolucionario” resultara muy socorrida. Salvo declararse partidario de  la ideología comunista que resultaba un  anatema producto de la Guerra Fría , uno podía en Cuba abrazar un discurso progresista o de izquierda, como parte de una agenda política, con mucha mayor facilidad e impunidad que en muchos otros países latinoamericanos o en Estados Unidos. Algo bien distinto es que esa agenda se llevara a la práctica. Fulgencio Batista es un buen ejemplo al respecto.

Lo anterior explica en buena medida que en muchas ocasiones se prefiera por parte de los órganos de represión del Estado el término “subversivos” para catalogar a los revolucionarios. También que la palabra aún forme parte del nombre de algunas de las tantas organizaciones surgidas en el exilio, que se presentan como dedicadas a restaurar el “proceso revolucionario”. Siempre en Cuba la cuestión no ha sido proclamarse revolucionario, sino esgrimir la afirmación de ser el verdadero revolucionario.

Juan Valdés Paz: Como sabemos, la revolución es un fenómeno histórico objeto de estudio de las ciencias sociales. El término que lo designa es, a la vez, un concepto y un elemento del discurso político. Y este “imaginario nacional”, como todo imaginario, es en parte el resultado de las ideologías espontáneas de los sujetos, derivadas de su práctica y vida cotidiana; y en parte conformado por las ideologías promovidas desde o contra el poder establecido.

El lugar de la “revolución” en el imaginario nacional cubano es el efecto de las ideologías originada en las luchas políticas y sociales de nuestra historia, tal como se ilustra en los períodos de nuestras guerras de independencia, en las contiendas del período republicano de la primera mitad del siglo XX y en los acontecimientos que acompañaron la constitución de un poder revolucionario en 1959. La lucha armada, la subversión del poder y el establecimiento de un nuevo poder político como condición necesaria para la transformación social, así como para la preservación de ese poder, quedaron como rasgos distintivos del imaginario nacional cubano en una historia de 200 años. Un lugar principalísimo en ese imaginario ha sido ocupado por el vínculo entre la idea de revolución y las aspiraciones de independencia, soberanía y autodeterminación, sustentos de la identidad nacional.

En el período iniciado en 1959, ese imaginario se vio reforzado por la obra de transformación de la sociedad cubana pre revolucionaria -particularmente en los primeros 15 años de gobierno- y por la promoción desde el nuevo orden surgido de la Revolución de una ideología revolucionaria que ha sido el fundamento de su hegemonía. La Revolución como imaginario ha sido el efecto de esa hegemonía y de la aculturación activa de la población en los valores, metas y programas promovidos desde el poder constituido

A su vez, este imaginario revolucionario de la población ha sido fuente de legitimidad del gobierno revolucionario y sus personalidades, así como base del consenso mayoritario acerca del poder revolucionario instaurado en 1959. Dado lo anterior -la obra desarrollada por la Revolución y la legitimidad de sus gobernantes- se implica que el deterioro de ambas pueden introducir cambios en el imaginario nacional respecto de la revolución como proceso programado o como el marco de solución de sus expectativas. Este es el caso en que surge la necesidad de una “revolución en la revolución” y, más exactamente, del paso del momento conservador de las conquistas de la Revolución a su etapa reformista.

-¿Qué diversos quehaceres políticos han tratado de concretar, durante nuestra historia, la realización de la aspiración revolucionaria?

Aurelio Alonso: Las primeras luces de una identidad nacional se iluminan aquí mismo, en esta casa de la Avenida del Puerto de La Habana , el entonces Colegio Seminario San Carlos y San Ambrosio, donde comenzó por revolucionarse el pensamiento mucho antes de que pudiera revolucionarse la sociedad cubana. Félix Varela fue una figura decisiva, descollante como filósofo, como político y como pastor y teólogo. Más de cincuenta años separaría al estallido de la guerra independentista en Cuba de las que se desencadenaron en las colonias españolas del Continente.

Electo diputado a las Cortes en 1821, Varela “había llegado reformista a Cádiz. Llegó revolucionario a Filadelfia y Nueva York, donde editó de 1824 a 1826 El Habanero, primera publicación regular de prédica revolucionaria escrita por un cubano”3. Asociar la abolición y la independencia en la idea de la nación es algo que, en justicia, le debemos. Padre espiritual de las generaciones que siguieron hasta desembocar en José Martí, que nacía emblemáticamente en el mismo año en que Varela murió.

La prédica martiana, “intensificada vertiginosamente a partir de la creación del Partido Revolucionario Cubano en 1892, puede resumirse en cuatro puntos clave: 1) continuidad y unidad de la lucha revolucionaria. 2) antirracismo. 3) toma de partido con los “pobres de la tierra” y 4) antianexionismo y antimperialismo”4. Al morir en el primer combate tampoco sabemos cuánto le hubiera permitido vivir el imperio, en pose ya de comenzar a devorar próceres. Él había logrado sintetizar, como nadie en su tiempo, los ideales de libertad y democracia para una república independiente que no hubiera podido realizarse bajo la tutela de Estados Unidos. El imaginario nacional siguió manco de independencia al comienzo del siglo XX y la revolución volvió a hacerse una urgencia después de tanta sangre derramada por la soberanía usurpada. Quienes leen estas líneas saben que la rebeldía popular se manifestó una y otra vez hasta estallar de nuevo en la que recordamos como Revolución del Treinta, que a través de años de altibajos dejó sentadas las bases para una segunda etapa republicana, con una atrevida Constitución que los políticos sometidos a la oligarquía nunca permitieron que se aplicara en beneficio del pueblo. Y que aún hoy recordamos con admiración.

No me toca aquí hacer historia, insisto, sino destacar la recurrencia del empeño revolucionario, que ante las urgencias de la nación, volvía a aflorar en el rechazo a una república fementida. “El año 1923 señala los primeros signos públicos de una generación que inaugura en Cuba la toma de conciencia de la neocolonia y los métodos de lucha que la nueva situación exige”. Julio Antonio Mella, destacado atleta universitario, “fue también un ideólogo, quizá el más penetrante de su generación”5. Posiblemente el revolucionario más representativo de aquella sacudida haya sido Antonio Guiteras, que ocupó bajo el corto mandato de la pentarquía la cartera de Gobernación. “En su audaz ofensiva antimperialista, la primera realizada en Cuba desde el poder, Guiteras llegó a la intervención de la Compañía de Electricidad”, subsidiaria local de la Electric Bonds & Share. “Por increíble que pareciera, Cuba se estaba gobernando a sí misma en la persona de aquel joven de veintisiete años, serio, pálido, frontal, indoblegable.”6 Fue él y solo él quien dejo la huella revolucionaria de que se benefició aquel gobierno incapaz de sostenerse. La figura de Guiteras, acorralado por la traición y lanzado de nuevo a la clandestinidad, incomprendido y abandonado incluso por otros sectores opuestos al golpe militar, como los comunistas, lastrados por esquemas impuestos desde la Tercera Internacional , adquirió –nos recuerda siempre Cintio– “relieves de leyenda”.

Emilio Ichikawa: Aspirar a empezar de nuevo, a cambiarlo todo, a romper con el pasado, que son trazas de la intención revolucionaria, es algo que está presente en cada empeño cubano; y esto abarca desde lo cotidiano hasta lo histórico. El escritor cienfueguero Armando de Armas, residente en Miami, ha rastreado en su libro Mitos del anti exilio muchas de las organizaciones “contrarrevolucionarias” de Miami que se han significado a sí mismas como “revolucionarias”. En Miami se ha hablado de “rescate revolucionario”, de “recuperación revolucionaria”, incluso la CORU , que es algo que da pavor en la sensibilidad cubana, confiscaba lo revolucionario para sí: Coordinación de Organizaciones Revolucionarias Unidas. El Directorio Democrático Cubano, que dirige en Miami el Dr. Orlando Gutiérrez, adquirió ese nombre por una mutación relativamente reciente del título Directorio Revolucionario Cubano.

He tratado de responder esta pregunta indicando que, si hasta lo contrarrevolucionario se reconoce como revolucionario, es casi un sobrentendido para lo demás. Digamos, para los revoltosos, los inconformes o los mismos reformistas, que estarían más cerca del fenómeno.

Como “revolución” es un término de connotación axiológica positiva en nuestro imaginario simbólico y nuestra realidad lingüística e histórica (como “izquierda” o “rebelde” o “insurrecto”), la discusión en torno al mismo arranca con demasiados prejuicios. De momento, habría que hacer un desplazamiento metodológico y considerar por qué un determinado objeto o actor se está tratando de fijar en la cultura como “revolucionario”, por qué se visualiza o se percibe a sí mismo como revolucionario; independientemente de que lo sea o no “de verdad”.

Oscar Zanetti: Creo que por deformación profesional mi primera respuesta ya entraba en este terreno. Revolucionario fue, ante todo, el independentismo. Desde las conspiraciones de principios del siglo XIX hasta la Guerra del 95, todos los movimientos independentistas se proclamaron como revoluciones. Incluso hasta ciertas manifestaciones del anexionismo; una de las razones del repudio de Saco a dicha tendencia era porque estimaba que, para conseguir la anexión, Cuba se hundiría en la “más espantosa revolución”.

En la República el asunto se complica, puesto que casi siempre los que aspiraban a derribar un gobierno se presentaban como revolucionarios. En la lucha contra Machado, todos aseguraban serlo; el ABC, OCRR y hasta los viejos caudillos Menocal y Mendieta. Por eso los participantes del movimiento del 4 de septiembre reivindicaban para este la condición de “auténtica revolución”; de ahí sale el entre paréntesis del Partido Revolucionario Cubano fundado por Grau y los dirigentes del Directorio Estudiantil, que se presentaban como los “revolucionarios auténticos”. Revolucionario era también el Partido Comunista, que proponía una “revolución agraria y antiimperialista”, y otras pequeñas organizaciones –ORCA, Izquierda Revolucionaria-, así como, por supuesto, la Joven Cuba , de Guiteras. En los años treinta el país estaba preñado de disímiles revoluciones, ninguna de las cuales se concretó. Y quedó, como en el 98, un amargo sentimiento de frustración, que de algún modo expresa el “se fue a bolina” con que Raúl Roa se refiere a aquella Revolución.

En la lucha contra Batista no sucede exactamente igual, pero hay ciertas semejanzas. A la dictadura se le quiere derribar dando paso a una revolución y, ciertamente, las organizaciones más consecuentes –el 26 de Julio y el Directorio, sobre todo- proponen un proceso de transformaciones que va más allá de un cambio político o el simple retorno a la institucionalidad quebrantada por el golpe del 10 de marzo; sus propuestas incluían ciertas aspiraciones de justicia social. Pero el carácter y el alcance de esa revolución se definieron sobre la marcha. Una de las expresiones del genio político de Fidel Castro es la de haber ido produciendo esas definiciones de manera tal que se mantuviese un masivo respaldo popular y se preservase una razonable unidad en el liderazgo -aunque hubo, desde luego, notables defecciones-; teniendo en cuenta que la determinación final, el carácter socialista de la Revolución , probablemente no habría sido compartida por la mayoría del pueblo un par de años atrás.

Me parece que esas dos aspiraciones básicas –y largamente insatisfechas- de los cubanos, la independencia nacional y la justicia social, en nuestro devenir histórico están muy estrechamente asociadas con la idea de la Revolución.

Jorge I. Domínguez: El calificativo de “revolucionario” ha sido utilizado para justificar cualquier cosa. Dos aspectos resaltan, sin embargo. Primero, todos y tan variados revolucionarios han intentado promover el desarrollo social, en particular la educación y la salud pública. Ya para finales de la década el 20 del pasado siglo, en aquel contexto histórico, Cuba era ejemplar en América Latina en ambas dimensiones. Exitosas luchas contra el analfabetismo se libraron durante el primer cuarto del siglo XX; la educación primaria dio un gran salto durante la primera presidencia de Machado.

Segundo, todos y tan variados revolucionarios han intentado limitar o reducir el peso de Estados Unidos sobre Cuba. Gerardo Machado intentó la abolición de la Enmienda Platt , que se logró algo después y gracias a las garantías que brindaba Fulgencio Batista a Estados Unidos. Ninguno de los dos se encuentra en el panteón contemporáneo cubano como revolucionario o como nacionalista.

Carlos Alzugaray: Ante todo habría que proponerse delimitar cuál era la aspiración revolucionaria que prevaleció en el siglo XX cubano y nuevamente hay que remitirse a Martí. A mi criterio, el Maestro definió cuatro elementos centrales del proyecto nacional que de alguna forma fueron asumidos por los actores políticos progresistas y populares: independencia nacional; justicia social; buen gobierno; y economía próspera autosostenible. Estos propósitos no pudieron ser concretados en la República de 1902 a 1959, y de ahí la idea que sólo una revolución podría materializarlos. Varios partidos y fuerzas políticas asumieron esta realidad y levantaron esas banderas, pero sus objetivos fueron frustrados de una forma u otra.

El sistema político existente en la República no alcanzó la madurez y el vigor que hubieran permitido lograr estas metas por el camino de la reforma, y de ahí que, después del golpe de Estado de Batista del 10 de marzo de 1952, no quedara otro camino que llevar a cabo por la vía revolucionaria las transformaciones ambicionadas. Se confirmó así en Cuba que la imposibilidad de llevar a cabo cambios por la vía reformista conduce inevitablemente a cambios revolucionarios, cuya violencia per se no es deseable pero sí puede ser inevitable y necesaria.

La oposición a la dictadura batistiana incluyó numerosas agrupaciones y fuerzas políticas, aunque no todas eran verdaderamente revolucionarias. Sin embargo, poco a poco la línea más avanzada, dirigida por Fidel Castro y el Movimiento 26 de Julio, logró hegemonizar la rebelión e imprimirle un sesgo claramente radical. Aunque no todo el Movimiento 26 de Julio tenía la misma ideología ni todos sus aliados compartían todos los presupuestos de la vanguardia revolucionaria, poco a poco estos se fueron imponiendo. En los primeros años se produjo un proceso de radicalización de la Revolución que fue motivado por distintos factores, pero que llevaron al liderazgo a avanzar mucho más que lo que se había considerado posible originalmente. Se puede decir que la Revolución cubana fue necesaria e inevitable, pero que su radicalización en la década de 1960 fue el resultado de circunstancias concretas que pudieron tener otro camino menos violento.

Alejandro Armengol: A lo largo de la historia, los intentos de llevar a la práctica la aspiración revolucionaria han terminado, por lo general, en la frustración y el pandillerismo. Para entender ello no hay que recurrir a los libros de historia sino a la literatura norteamericana, y leer To Have and Have Not de Ernest Hemingway.

Juan Valdés Paz: Las aspiraciones revolucionarias de la población cubana se han relacionado con la gran corriente del nacionalismo radical cubano surgida en nuestras guerras anticoloniales -independencia y abolición- que tendría en el discurso martiano su máxima expresión. Este discurso puede resumirse en la aspiración a una nación fundada en: la plena independencia  y soberanía; una República “con todos y para el bien de todos”; la unión indisoluble entre ética y política; la justicia social, “conquistar toda la justicia”; la igualdad racial, “cubano es más que blanco y más que negro”; la integración de Cuba al concierto de la “Madre América”.

Tras la frustración por la intervención norteamericana a fines del siglo XIX, la ocupación de la Isla , el surgimiento de la república dependiente al comienzos del siglo XX y su evolución oligárquica posterior, el nacionalismo radical quedó marginado del poder político y pasó a constituirse como una ideología anti-hegemónica. El discurso martiano se vio entonces ampliado con las aspiraciones antiimperialistas, anticapitalistas e igualitarias que los nuevos movimientos sociales y políticos incorporaron al nacionalismo radical cubano.

Los quehaceres que han tratado de concretar las aspiraciones revolucionarias de los cubanos se han referido, en mayor o menor medida, a este legado y sus prácticas políticas han sido evaluadas por la realización de ese programa. En esta perspectiva es que suele trazarse una línea de continuidad entre los movimientos independentistas, los movimientos insurreccionales de la República y la Revolución de 1959.

-¿Cuánto de continuidad y cuánto de ruptura pudo existir entre todo este quehacer revolucionario y el proceso que comienza en Cuba el 1ro de enero de 1959, el cual se apropia de esta noción?

Aurelio Alonso: El legado de Martí, vital en los revolucionarios del 30, vuelve a imponerse después que la segunda etapa republicana es interferida por el golpe militar del 10 de marzo de 1952. Sonó la hora de “un nuevo período de guerra” como había advertido Martí en el Manifiesto de Montecristi. “Los jóvenes que reinician la Revolución están emocionalmente y conceptualmente imbuidos de la doctrina martiana, son precisamente los jóvenes de la Generación del Centenario, y es a partir de esa raíz que, junto a los que ya lo eran, se irán haciendo marxistas”. La dura experiencia de forjar una república auténticamente soberana, sobre principios de justicia social y equidad como coordenadas de un proyecto de desarrollo centrado en el bien común, demostró que únicamente sería socialista. Acercamiento natural que Cintio Vitier ha calificado como “un milagro histórico, sin duda el mayor suceso espiritual, la mayor originalidad de la Revolución cubana, sin cuyo conocimiento cabal no es posible entenderla de veras, y cuyas consecuencias distan mucho de haberse agotado”7.

Cuánto hay de continuidad y cuánto hay de ruptura, puede convertirse en un tema de contabilidad, y personalmente no me animo a buscar respuestas cuantificando. En la elección de un curso socialista encuentro continuidad con el propósito de alcanzar “toda la justicia” en una república “con todos y para el bien de todos”. En la adopción de patrones basados en el diseño institucional que generó la experiencia soviética, veo una rémora, un obstáculo, y posiblemente un motivo para segundas rupturas: para otra revolución –dentro de la Revolución – si no llegamos a hacer suficientes reformas, estructurales y funcionales, económicas e institucionales, dentro de la Revolución , y si no somos capaces de implementar la participación efectiva del pueblo en el proceso y en la sociedad que levantemos.

Emilio Ichikawa: En su libro de memorias Mi último suspiro, Buñuel citaba con dependencia una frase que atribuyó a D’Ors: “Lo que no es tradición, es plagio”. Esta sentencia, a la vez que da a la revolución como un imposible, la universaliza. Todo y nada es nuevo. Todo y nada es revolucionario.

No es y es revolucionario todo lo que quieras y quien quieras. En el sitio que mejor prefieras, como dice la canción. Dos ejemplos: Braulio Coroneaux era un soldado de las tropas “batistianas” al mando de Chaviano en el Cuartel Moncada y murió como héroe de la Revolución , de ametrallador, en la Batalla de Guisa. El general José Quevedo Pérez dirigió tropas “batistianas” contra los rebeldes en la Batalla del Jigüe, luego fue Agregado Militar del gobierno revolucionario en la Unión Soviética y finalmente falleció en Miami después de haber atestiguado en la televisión local sobre fusilamientos “revolucionarios” en Cuba (dijo que los presenció, no que los dirigió). Es decir, que a nivel biográfico e histórico, todo depende de donde se ponga el acento; si en la continuidad o la ruptura. Lo mismo sucede con la Revolución Francesa (en el año de su bicentenario, en 1989, su historiografía lo confirmó) o con la Revolución Rusa. Tocqueville vio muchas continuidades del antiguo régimen en la Revolución ; incluso, no hace mucho visitó La Habana una miembro de la “aristocracia napoleónica”, post-borbónica, emergida de la Revolución. A Lenin se le dijo continuador del Zar, y a Stalin seguidor de Lenin, y ahora a Putin copión de Stalin. Insisto: dependerá de donde se ponga el énfasis.

Oscar Zanetti: Yo no creo que el proceso que se inicia en enero de 1959 se haya apropiado de esa noción; en buena medida porque ese proceso se inicia años antes de 1959. Cuando en noviembre de 1955 el famoso mitin convocado por la Sociedad de Amigos de la República en el Muelle de Luz fue interrumpido por el clamor estentóreo de “revolución, revolución”, en realidad no era una organización específica la que se pronunciaba, sino en todo caso una aspiración generacional lo que se ponía de manifiesto, la expresión de una juventud que ya no creía posible una salida política a la dictadura de Batista. Y la historia le dio la razón. Es decir, que el proceso que llega al poder –y por ende a otra etapa- el 1º de enero de 1959 era desde sus orígenes una Revolución. En ese sentido se consideraba el exitoso –y legítimo- sucesor de una larga cadena de frustraciones. Es la continuidad que plasmaría unos años después la fórmula de los “cien años de lucha”, asentada al conmemorarse el centenario del Grito de Yara. En realidad tan prolongado ciclo revolucionario tiene un punto común –la aspiración a la plena independencia-, pero la revolución propuesta en cada momento histórico era diferente. De hecho ni siquiera son iguales la Revolución que Céspedes proclama en el 68 y la que Martí propone en el Manifiesto de Montecristi, pues en 1895 ya se había abolido la esclavitud. La discontinuidad radica por ende en las notables diferencias programáticas existentes entre cada uno de esos movimientos, desde el punto de vista de la organización política, social y económica que proponen para la nación cubana.

Jorge I. Domínguez: Los revolucionarios no siempre han estado de acuerdo. Los revolucionarios del Movimiento 26 de Julio se opusieron a los que también se llamaban revolucionarios del 10 de marzo, quienes, a su vez, destituyeron a un presidente del Partido Revolucionario Cubano.

Curiosamente, hay dos elementos de continuidad en lo revolucionario. El primero es la continuidad en el uso del término. Revolucionarios se han llamado casi todos quienes han gobernado a Cuba. Un ejemplo de continuidad en el uso del calificativo “revolucionario” en el ámbito contemporáneo es oponerse, en nombre de la Revolución , a la “actualización” de la Revolución. La otra continuidad es, por supuesto, la ruptura. Todo revolucionario de hoy rompe con el revolucionario de ayer.

Carlos Alzugaray: A mi juicio Fidel Castro estaba totalmente justificado cuando en 1968, al cumplirse el centenario del Grito de Yara, proclamó la continuidad entre aquella lucha y las posteriores hasta llegar a la Revolución de 1959, que antepuso una tenaz resistencia a ser destruida o mediatizada por el imperialismo norteamericano y la oligarquía nacional, como había sucedido en el pasado. Se había producido en espiral ascendente un desarrollo de la conciencia nacional transformadora y había total claridad en qué se buscaba y cuáles eran los enemigos del proceso. Se estaba, además, en condiciones de pagar el precio que fuera necesario para cumplir con lo prometido en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada, que no implicaba, por cierto, el nivel de radicalización al que se llegó después.

En ese sentido el liderazgo revolucionario actuó con total justeza al asumir como propio todo el legado de búsqueda de la independencia, la libertad y la igualdad que está encarnado en los ideales revolucionarios del 68, del 95 y del 33. Quizás el error ha sido no asumir el legado de otras corrientes políticas y sociales que compartían muchos de los objetivos de la Revolución , pero de una forma más ponderada y por métodos más graduales. A principios de la Revolución , Fidel Castro tuvo la disposición de llegar a acuerdos y alianzas más amplias como lo demuestran la formación del primer Gobierno Revolucionario, en el que estaban representadas muchas fuerzas políticas moderadas y reformistas, y los varios intentos de llegar a un modus vivendi con Estados Unidos, notablemente visible cuando el propio líder de la Revolución viajó a Washington en abril de 1959 o cuando Ernesto Che Guevara, en la conferencia de la OEA de octubre de 1961, le propuso un acuerdo al Asesor del presidente John F. Kennedy para América Latina. Pero Estados Unidos y la oligarquía desplazada del poder no querían llegar a ningún compromiso que cambiara en nada su poder hegemónico en Cuba y optaron por la línea de destruir la Revolución a toda costa. De ahí Playa Girón y la Crisis de Octubre.

Alejandro Armengol: Por una parte, la continuidad se presenta en la culminación de la vía violenta para llegar al poder. Es decir, el triunfo del primero de enero de 1959 no es más que una meta alcanzada por las armas en medio de una situación anómala, desde el punto de vista democrático, a la que se había llegado también por las armas. Tan débil eran el Estado de Derecho, la sociedad civil y el orden democrático, que bastó un disparo de arma corta para producir una hecatombe.

El suicidio de Eduardo R. Chibás abrió las puertas al golpe de Estado de Batista, que se produce unos meses más tarde. Lo ocurrido una tarde de domingo galvanizó la situación que llevó a Fidel Castro al poder. Un solo tiro fue el detonante de una crisis nacional que aún persiste.

La ruptura existe a partir de que ya no se trata únicamente de invertir o subvertir lo establecido, sino de crear un nuevo orden. A partir de ese momento, toda revolución entra en una fase conservadora, que más tarde o más temprano se convierte en reaccionaria. La madre de todas las revoluciones es la Revolución Francesa. Fue el punto de referencia de los revolucionarios rusos en 1917, enfrascados en un movimiento que, por momentos, durante la toma del poder, está más cercano a un golpe de Estado que a una insurrección generalizada. Tomando a la Revolución Francesa como punto de partida para el análisis, vemos que, al final, una revolución termina con un general en el poder.

Juan Valdés Paz: La continuidad de este quehacer se vio confirmada en los programas comprometidos, en general, con las metas nacionales de plena soberanía, una democracia popular, el desarrollo socio económico y la mayor equidad social posible; y en particular, con las aspiraciones  programáticas del nacionalismo radical.

El proceso histórico real dio a esta continuidad una mayor o más estrecha representación acorde a los escenarios de cada momento, a los desafíos enfrentados y a la voluntad de cambio sostenida por las respectivas vanguardias políticas. Lo específico del período abierto en 1959 fue el predominio de las fuerzas comprometidas con una transformación revolucionaria, la inédita unidad política alcanzada por estas, y el surgimiento de un liderazgo común.

Desde entonces hay que distinguir la presencia del imaginario revolucionario en la población -y su correspondiente evolución- de la presencia, legítimamente duradera, de la noción de “revolución” en el discurso dominante. En el imaginario popular “revolución” se relacionaba tanto con la voluntad transformadora del nuevo poder político como con la percepción de que los cambios en curso, opción socialista incluida, se adecuaban a las aspiraciones históricas de la nación cubana, así como a los propios intereses sectoriales del momento. Pero no se trataba tan solo de una percepción sino también de la transformación real de sus condiciones y orientación de vida y de su propia subjetividad individual y colectiva. En cuanto al discurso dominante, “revolución” expresaba el compromiso, orientación y alcance de sus políticas y también, la ideología en que se pretendía fundar la hegemonía del proceso.

Lo problemático para el nacionalismo radical cubano de la etapa iniciada en 1959 no ha sido tanto producir un nuevo orden institucional o cumplimentar las transformaciones inscritas en el llamado Programa del Moncada, sino la opción anticapitalista asumida desde finales de 1960, es decir, su compromiso con una transición socialista o de “construcción del socialismo” en Cuba. Tanto a nivel del imaginario popular como del discurso del poder político, el nacionalismo radical quedó revestido de un ropaje socialista que si bien preservaba su núcleo duro nacionalista radical y lo enriquecía con sus metas de socialización, autogestión y autogobierno, se comprometía con un imaginario socialista afectado de diversas influencias internas y, sobre todo, externas.

La crisis de los  90 reveló que la estrategia socialista -ya se entendiese como “transición al” o “construcción del”-, y no solo su proyecto, tenía que hacer patente su núcleo nacionalista radical y abrirse a todas las corrientes dispuestas a contribuir a la realización de su programa histórico.

-En este último medio siglo, ¿qué criterios se han impuesto para determinar qué es lo revolucionario y qué es lo contrarrevolucionario?

Aurelio Alonso: En el medio siglo vivido por el proyecto revolucionario yo distinguiría, mirando con un ojo al retrovisor y con el otro al parabrisas, tres grandes etapas: un tiempo de búsqueda, primeramente, que se prolongó algo más de una década, del camino propio, espontáneo, independiente como lo queríamos y creímos que lo podíamos lograr; imperfecto para admitir diversidad, firme frente a todo hostigamiento, más sensible al carisma que al entendimiento; heroico en resistencia a las agresiones y cargado de realizaciones mayores, como fue el inicio de la revolución cultural centrado en la campaña de alfabetización y la creación del sistema público de enseñanza gratuita hasta el nivel superior. Muy poco después se seguirían los mismos pasos en la asistencia de salud. Salud y educación devinieron emblemáticas entre todas las reformas sociales adoptadas (que no fueron pocas) para mostrar la opción del proyecto cubano, desde sus comienzos, por el bien común. Fue un período cargado también de extremismos, de errores y de intolerancia; nos internamos en el cambio social sin lograr el despegue económico indispensable para costear tan contundente giro…, y tantos reveses ocasionados por la inexperiencia, la falta de calificación profesional y el hostigamiento externo. En mi criterio nunca se logró poner en funcionamiento un modelo propio, pero nunca se enfrentó el cambio revolucionario con tanta confianza en la utopía.

La corrección del proyecto, ante la bancarrota visible, se dio con el ingreso al sistema del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), la adopción del modelo trillado y el recurso a una nueva forma de dependencia, ahora del bloque soviético, en condiciones beneficiosas en el plano económico (crediticio, comercial, de cooperación), respetuosas de nuestras estrategias internacionales en el plano político, pero fuertemente restrictivas en el plano ideológico (recuerdo que incluyó el ateísmo confesional hasta 1991) , y paternalistas en el modelo de institucionalización de la política interna. Posturas dogmáticas y prácticas discriminatorias que fueron polémicas en los sesenta, ahora se oficializaban. Las virtudes de esta inserción, que duró dos décadas, fueron tan evidentes como sus costos. Hasta aquí sobre los treinta primeros años que, al cabo, tampoco pudieron coronarse con el resultado de una acumulación y esto es más doloroso en tanto la nación tuvo que padecer, como ningún otro de los miembros de aquella cofradía, los efectos del derrumbe.

Lo que sobrevino fueron dos décadas de una crisis (concepto cuya connotación resulta oportunamente elástica) que no se reduce a la intensidad de la caída de la economía y el rigor de sus efectos sociales, sino que incluye obstáculos para superarla, como la inexistencia de alternativa estable de inserción internacional, el desarme de una infraestructura productiva obsoleta y la pérdida de créditos debido al endeudamiento, el endurecimiento del cerco estadounidense extendido a la Unión Europea. Añadamos lo borroso que se torna el paradigma, la consistencia de la incertidumbre, la reticencia para emprender proyectos de reformas, esclerosis que amenaza al discurso político. No sigo porque esto puede convertirse en una letanía de lamentaciones; tampoco ignoro que muchas de mis apreciaciones son discutibles. Pero no quisiera dejar duda de que estamos lejos de poder considerarnos cercanos a la salida de la crisis que se inició en 1990 e identificamos como Período Especial, sin percatarnos aún de que su connotación no podría manejarse como un período, y que lo especial no era lo que acontecía: nos quedamos solos ante la dura cáscara de nuestra adversidad. Especial fue, en definitiva, haber podido contar durante dos décadas con una asociación en que la economía de la Isla se beneficiaba a costa del socio poderoso (no sujeta al rigor del intercambio desigual). Lo reconozco a pesar de que el dogma nunca me haya sido digerible personalmente.

Pienso, para acercarme al fin a una respuesta a la pregunta, que entre 1959 y 1975, aproximadamente, ser revolucionario se vinculaba, en el imaginario popular, a la idea de la entrega total, de la incondicionalidad, del heroísmo, del reto de hacer posible metas aparentemente irrealizables. “Estar con esto” era un modo de decirlo. Afirmaba con ironía y nostalgia un amigo que en los sesenta queríamos ser guerrilleros, desde los 70 comenzamos a aspirar a viceministros, y después de los noventa nos motivaba la posibilidad de convertirnos en gerentes de empresas. Hoy podría ser abrir un “paladar”. Esta secuencia caótica en el plano motivacional, paradójicamente realista, nos plantea un descentramiento y la urgencia de comprender que el cubano de hoy responde a un estereotipo que no puede ser el de los sesenta. Hoy también somos capaces de niveles de flexibilidad que treinta años atrás no podíamos aceptar como legítimos. Los que “estamos con esto” quiero decir. Existen razones para explicar conductas, intransigentes en el pasado, que habría motivos para rectificar. La primera, demográfica, es que las generaciones que prevalecen en el mapa de hoy no son las mismas y, de hecho, gran parte de la población actual solo ha vivido la sociedad cubana salida del derrumbe de los noventa.

Sin embargo, valoro la convicción de una constante: ser revolucionario supone mantener viva la confianza en la posibilidad de una sociedad mejor (de un mundo mejor, pero primero de una Cuba mejor), la convicción para no claudicar y la visión para saber siempre dónde se coloca el enemigo –o mejor dicho, el que “no está con esto” (y que se interesa en un mundo mejor solo para sí)–, la lucidez para no dejarse arrastrar por el desaliento ni acomodarse al inmovilismo, el ingenio para traducir la crítica en decisiones y propuestas de cambio, la audacia para no asustarse ante los primeros contratiempos.

Más allá de extremismos coyunturales de quienes se arrogan el derecho de juzgar la crítica y el disenso, la tenacidad y los reveses, para mí la conducta revolucionaria se distancia de la que no lo es en la utopía, los ideales, los fines y la coherencia en mantenerlos. La vida me ha enseñado que la legitimidad de la crítica, de la autocrítica referida al sistema, que es la que define la radicalidad más de la que se centra en la exigencia en que nos “hagamos el hara-kiri”, no radica en que sea distinta en lo criticado, sino en que lo sea en cuanto a las propuestas de solución.

Emilio Ichikawa: Interesante pregunta. Requiere estudio; porque más que conceptos se instrumentaron indicadores. No se sabe siempre por quién, ni a través de qué mecanismo, pero rigieron. Y no solo estaba la dupla revolucionario-contrarrevolucionario, estaba también el asunto del “verdadero revolucionario”; que podía servir para cuestionar a personas que eran “revolucionarios”, pero no tanto o no tan verdaderamente revolucionarios. Eso se inventó pronto en el movimiento comunista internacional para competir (ilegítimamente) entre camaradas.

Oscar Zanetti: En una respuesta anterior decía que el carácter de la Revolución cubana se fue definiendo sobre la marcha. Aun considerando que su base programática hubiesen sido las propuestas de La historia me absolverá, estas no tenían un carácter socialista, de modo que al darse por cumplido el Programa del Moncada y proponerse nuevas metas se estaba redefiniendo el carácter de la Revolución. Es en ese proceso que algunos de sus promotores y simpatizantes iniciales optan por desmarcarse y oponerse de manera más o menos violenta al curso histórico que se seguía. Ahora bien, sucede que la conducción política encarnada por Fidel Castro consigue demostrar que la radicalización era imprescindible para asegurar el éxito de la Revolución , que solo el socialismo podía garantizar la consecución de sus fundamentales objetivos de plena soberanía y justicia social –con la apreciable contribución del gobierno de Estados Unidos, debe reconocérsele-, y, por tanto, preserva para su proyecto y su liderazgo la condición de revolucionario. Quienes se le opusieron, y esto es algo que puede percibirse en las propuestas de todas las organizaciones opositoras surgidas en 1960 y 1961-incluso quienes proclamaban una “recuperación revolucionaria”-, en la práctica actuaban a favor de una reversión del movimiento histórico; su consenso básico radicaba en echar abajo la legislación implantada a partir de 1959 y eso solo puede calificarse como “contrarrevolución”. Aún medio siglo después, mucho de lo que se dice y escribe en Miami tiene ese aliento –por demás absurdo- de regreso al pasado.

Jorge I. Domínguez: Contrarrevolucionario es aquél que se opone a lo revolucionario. En el grupo heterogéneo que fue la Brigada 2506, que desembarca en Playa Girón en abril de 1961, encontramos, entre otros, a miembros del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) y del Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR). El gobierno de Cuba en aquel momento, por supuesto, caracterizaba al MRP y al MRR de contrarrevolucionarios. En un país con tantos revolucionarios de tantos tipos, el contrarrevolucionario es el adversario. Punto.

Carlos Alzugaray: Esta pregunta no tiene una respuesta simple. En general se han utilizado criterios positivos y justos. Cuando la Crisis de Octubre, por ejemplo, se equiparó lo revolucionario con lo patriota. Todo aquel que estuviera dispuesto a defender la soberanía y la independencia nacional fue considerado un revolucionario.

En la etapa en que primó el “sectarismo” (1961-1963), un grupo minoritario dentro del Partido Unido naciente pretendió que se consideraran revolucionarios solamente a los que habían militado en una determinada organización política. Los demás éramos “revolucionarios pequeño-burgueses”, que era una forma de decirnos contrarrevolucionarios.

Durante el llamado Quinquenio Gris, o Decenio Negro, según la enunciación que uno prefiera, la definición de lo revolucionario en las artes y la cultura, en general, fue muy estrecha. Quizás lo grave fue que una burocracia entronizada en el aparato estatal excluyó a connotados intelectuales revolucionarios por considerar que determinadas formas artísticas o determinados comportamientos humanos eran contrarrevolucionarios y, por tanto, debían ser excluidos. La bien conocida frase de Fidel en Palabras a los Intelectuales fue objeto de muchas interpretaciones. El internamiento obligado de personas en las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) fue otra manifestación sectaria. Estoy mencionando a propósito los errores cometidos, pues no me cabe duda que se ha abusado de ambos calificativos (revolucionario o contrarrevolucionario) de manera no siempre justa y a veces persiguiendo objetivos de grupos minoritarios en lucha por incrementar su poder y control.

A mi criterio, la distinción entre lo revolucionario y lo contrarrevolucionario tenía sentido en los primeros años, hasta el momento en que concluye la etapa “heroica” o de radical transformación de la sociedad cubana, que sitúo en 1968 con la Ofensiva Revolucionaria. Las etapas posteriores no son propiamente revolucionarias, sino de institucionalización y consolidación. Pero en Cuba, a diferencia de otros procesos revolucionarios, seguimos utilizando los términos “ La Revolución ” o “los revolucionarios” cuando, en buenas cuentas, la etapa de transformación revolucionaria de la sociedad y de la nación ya pasó. Según mi opinión esto puede llegar a ser contraproducente, como lo demuestra la llamada “Gran Revolución Cultural Proletaria” en China, aunque el caso de China no es el de Cuba, ni mucho menos. Pero no hay duda que Mao utilizó el concepto o la noción de revolución, de connotaciones positivas en ese país, para conducir una lucha que terminó por descabezar a buena parte del liderazgo del Partido Comunista Chino, que después se vio obligado a rectificar y reconstruir la dirección del Partido, sin por ello renunciar a los aspectos positivos del legado del propio Mao Tsedong.

Alejandro Armengol: Los criterios impuestos durante el último medio siglo para determinar qué es lo revolucionario y lo contrarrevolucionario, se han venido abajo. Hasta la última década del pasado siglo estos criterios fueron dictados por los partidos políticos establecidos y los diversos regímenes. Su finalidad principal era en muchos casos desacreditar al contrario, dentro de una misma corriente política, y son caducos hoy en día.

En la actualidad hay una serie disímil de movimientos, tendencias y actitudes políticas que desafían las clasificaciones fáciles que tenían vigencia hasta hace pocos años. Algunos conceptos se siguen usando con o sin coletillas al margen, porque resultan prácticos, aunque no son particularmente exactos, tales como el de derecha e izquierda y liberal (palabra que tiene una acepción política distinta en Estados Unidos y Europa) y conservador. Otros resultan verdaderas trampas. No se trata simplemente de un problema semántico, porque en la democracia a más claridad de las posiciones, y a mejor definición de lo que distingue a un partido de otro, mayores las posibilidades de transparencia. Desgraciadamente se avanza en sentido contrario.

De esta manera, en Estados Unidos el movimiento Tea Party cae en la categoría de grupo cuyos miembros expresan ideas reaccionarias, pero en cuanto a sus tácticas, objetivos y alcance no solo se le puede considerar “revolucionario” sino también populista.

La cuestión aquí es que existen dos tipos de reaccionarios, que presentan actitudes disímiles frente al cambio histórico. Unos aspiran o sueñan volver a una especie de estado de perfección, real o imaginario, que existía antes de la Revolución con independencia de que esta concepción sea más o menos real o imaginaria, y se fundamente en mitos o datos estadísticos, mediante un proceso de restauración. Los otros buscan una especie de redención reaccionaria, en que la respuesta a un hecho de dimensiones apocalípticas, como suele ser una revolución, solo se supera con otro de igual magnitud, y entonces empezar de nuevo desde cero. De lo que se trata, en estos casos, es de conservar algunos elementos del pasado sin una vuelta a éste. Los movimientos de ultraderecha de Estados Unidos y Europa -basta mencionar al Partido Aurora Dorada en Grecia- caen dentro de este segundo grupo. Es curioso que el sector más reaccionario del exilio cubano en Miami siga aferrado a un discurso propio del primer grupo, mientras en sus acciones cae cada vez más dentro del segundo. Una incongruencia más, pero detenerse en ella me alejaría demasiado de la pregunta.

Juan Valdés Paz: Es evidente que para quienes comparten el imaginario revolucionario lo opuesto será contrarrevolucionario. Pero más exactamente, contrarrevolucionario sería subvertir el orden surgido de la Revolución o sus conquistas en favor de las grandes mayorías. Para las instituciones del poder revolucionario será contrarrevolucionaria toda pretensión de disputarle ese poder.

Ahora bien, los criterios para clasificar conductas y actores concretos son instrumentaciones mediante las cuales los agentes del poder político tratan discrecionalmente a sus disidentes u opositores y a veces, hasta a sus críticos. Debe quedar claro que entre una conducta o ideas revolucionarias y otras contrarrevolucionarias caben una gama de posiciones mediante las que se expresan alternativas legítimas a las decisiones políticas, así como que la disyuntiva de revolucionario versus contrarrevolucionario no agota ni por asomo, las alternativas que pueden plantearse libremente, es decir, en derecho. Esto nos lleva a la cuestión de un desarrollo democrático desde el cual se definan y consensuen los criterios para distinguir estas posiciones y propuestas.

-Si tenemos en cuenta que para muchos el concepto de Revolución significa construir la nación, ¿cómo pudiéramos hacer para que el mismo incluya, cada vez más, a toda la diversidad nacional?

Aurelio Alonso: En efecto, estamos obligados a distinguir, dada la complejidad del hecho revolucionario a la que aludía en mi primera respuesta, entre el clímax revolucionario y el tiempo de revolución, la coyuntura de cambio y el cambio estructural, el primado de la demolición y el momento constructivo. No lo pienso como diferencia entre dos concepciones sino entre dos fases, dos tiempos, que las circunstancias pueden complicar. Si lo reducimos a dos lecturas, una sería cortoplacista y así la identificamos, por ejemplo, en los textos en que los bolcheviques la identifican con la insurrección de Petrogrado y con la toma del poder. La otra, a largo plazo, no limita la experiencia revolucionaria a la demolición del ancien régime, sino que la proyecta sobre la construcción del nuevo. Es más que obvio que en Cuba, donde las coyunturas han complicado tanto el montaje coherente del proyecto, ha prevalecido, en el discurso político, la prolongación indefinida en el uso del concepto, haciéndolo prácticamente coextensivo con el concepto de República como aparece en Martí. Y, por supuesto, como aparece en los textos constitucionales de la misma Revolución. “La defensa del socialismo, así, ha podido formularse como la defensa misma de la patria, consigna insostenible a estas alturas si no tuviera el fundamento real de un proyecto en el que se acumulan todos los esfuerzos fallidos anteriores”8.

La diversidad nacional no puede ser ajena a la historia: nos hallaríamos ante una abstracción o una entelequia. Y solo puede pensarse en su realización plena en el largo plazo. La nación, que tiene que estar preparada para la absorción de toda su diversidad y, en definitiva, los dispositivos de recuperación de la diversidad nacional se harán tributarios de nación de futuro, que no podrá ser idéntica a la de hoy, y menos aun a la de cualquier momento del pasado, antes ni después de 1959. De hecho, el diapasón de la diversidad integrada hoy es un resultado ya de cambios, aunque distante de ser suficiente. Si miro al futuro hablaría de la necesidad de apropiarse siempre, a través de la sucesión generacional, de un legado incuestionable, y aclaro que heredar es una tarea difícil, aunque siempre parezca lo más sencillo, como si solo fuera aprovechar lo ya hecho. Heredar es nutrirse para superar obstáculos, identificados hoy unos, y otros que aparecerán en el curso mismo de las transformaciones. Apropiarse y crear no pueden ser disyuntivas sino partes interconectadas de un mismo proceso.

No quise decir contrarrevolucionario para no darle la connotación delictiva que la ley le otorga. Pero, por seguir la pregunta, veo la salida contrarrevolucionaria en la que se coloca en la desestructuración del sistema, en el abandono de la utopía, en el regreso a las estructuras, los mecanismos, las instituciones, los valores y la psicología del pasado. Digo del pasado por manía, porque puedo decir la occidental del presente, que no es otra que la del pasado con medio siglo de modernización. Una modernización que la hace, de conjunto, más agresiva, fría y desigual.

Emilio Ichikawa: No se trata de “incluir”, porque es ingenuo creer que el poder se puede ejercer de forma no discriminante. No hay que ir a los gobiernos para ilustrar, basta con recurrir a esos países de consolación que son las revistas: el fallecido escritor Jesús Díaz, con un talento organizativo indiscutible, que inventó el proyecto más avasallador del periodismo cultural cubano contemporáneo (Díaz aún es el estratega de la mayoría de las publicaciones electrónicas relacionadas con el tema cubano), ideó una forma disimulada de exclusión en la revista Encuentro de la Cultura Cubana , basada en la calidad literaria. Por supuesto que era un pretexto. La cosa es más sencilla en los gabinetes y en los equipos editoriales: aceptar que el excluido existe, y que está fuera del proyecto político pero dentro de la nación (o la literatura).

Yo creo que este asunto de si estás o no en la nación cubana está opaco y tiene poca visibilidad en el caso cubano por la falta de un verdadero enemigo extranjero, étnica y culturalmente diferente y diferenciable. El problema cubano es entre cubanos; cubanos contra cubanos. Cuba, de hecho, no tiene problemas fronterizos; como los tienen Chile y Bolivia, República Dominicana y Haití, Nicaragua y Costa Rica, Guatemala y Belice… Hay un diferendo con Estados Unidos pero es “histórico”, no militar. De ahí que sea tan difícil discernir, porque realmente todo el mundo está dentro. Dmitri Prieto lo dijo en su análisis de la “metáfora conceptual” Casa Cuba: como en una familia, todo el mundo está dentro del juego. Spencer lo fijaba en la misma fundación de la sociología moderna: la “familia” no es competitiva, no es excluyente. El diferendo cubano es entre personas que son devotos de la misma Virgen, del mismo paisaje, de la misma gastronomía, de la misma lengua, de la misma música, etc.

Oscar Zanetti: Creo que los conceptos deben usarse con propiedad. La construcción nacional –que es un proceso de muy larga duración- ha transitado por etapas revolucionarias pero no reviste per se ese carácter. Si atenidos al prestigio histórico del término los empleamos para lo que no corresponde, solo crearemos confusión. Las revoluciones en nuestra historia han contribuido a la formación nacional, pero no han sido los únicos agentes de esta. De hecho, ha habido –y habrá- momentos en los que son otros los procedimientos más apropiados para impulsar el desarrollo de la nación.

 

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