Después del huracán: Punta de Carta, Campo Alegre, La Tea

escrito y fotos por Néster Núñez 

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La guagua avanza despacio. Por los baches habituales, por los cables y los postes eléctricos y los árboles arrancados de raíz y tirados sobre la vía. Cinco días después del paso del huracán Ian, ninguna brigada de linieros ha empezado a trabajar aquí, en esta parte del sur de Pinar del Río. Las prioridades son otras: en La Habana hay protestas.

Llevamos donaciones recogidas en Matanzas: ropas, material de aseo, galletas y barras de dulce de guayaba. No es mucho. Es decirle a esa gente que no están solos, que el resto de Cuba los piensa. Es apoyo moral, empatía y un rato de distracción y felicidad para los niños de allí.

Nadie deja de mirar por las ventanillas. El paisaje es angustiante. No hay una casa de tabaco totalmente en pie. En una de las comunidades un hombre pregunta para dónde vamos. Uno de los muchachos del Proyecto Faros le responde que para la playa, Punta de Carta. El hombre levanta el pulgar: «La cosa está mala por allá», dice.

Más mala, querrá decir. Porque lo que vemos en todo el camino son casas de tablas y techos de zinc, la mayoría afectadas. Muchos derrumbes totales. Me llama la atención que no observo matas de guayaba, de mango, de aguacate, de mamey. Cero frutas. Nada que ver con los campos que conozco. Será por el tipo de tierra, me digo.

Sí hay algunos platanales pequeños alrededor de las casas, y mucho arroz sembrado. Los platanales tumbados; el arroz, con espigas maduras ya, doblado. Mucho habrá de perderse. No hay tabaco en las vegas. Las tierras están en barbecho. En una casa de tabaco, o en un almacén, llego a ver varias pacas de hojas mal envueltas en lona azul. No es el hambre y la escasez de ahora, es la que vendrá después, pienso.

Punta de Carta está pegada al mar. Uno de los cuatro hombres que pasó el ciclón ahí me dice que, por suerte, el agua entró solo diez minutos y después se retiró. Que no hubo marejada, que lo malo fueron los vientos. Escondido en una construcción estatal, sintió las casas desplomarse a su alrededor. Una por una. Y cuando el techo voló, se escondió debajo de la meseta de la cocina. Aquello fue terrible.

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Pero ahora está en su casa, una de las más pegadas al mar, martillo en mano. Recogió las tejas de zinc que encontró y él mismo volvió a ponerlas con los viejos clavos. Que no va a dormir a la intemperie hasta que llegue la ayuda del Estado. No sé si eso es resiliencia, o resignación, o valentía. Yo veo a un hombre con un martillo en la mano, reconstruyendo lo suyo. Eso sí: no brilla de entusiasmo.

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A él mismo le pregunto de qué se vive en el pueblo. Explica que se pesca y van a otro pueblo a vender y a cambiar por viandas u otras cosas. Que a veces llega gente de Pinar a comprar pescado. Que hay casas de temporada. La dueña de una vive en Miami. También es una casa de madera y zinc. ¿Pero vienen de vacaciones? Indago porque no me imagino allí a una familia de la ciudad, con niños. No veo playa por ninguna parte. No es el turismo al que estoy acostumbrado. Vienen a pescar, a pasarse unos días.

Le pregunto por lo que parece una boya mar adentro. Dice que es un bote. Averiguo si él no va a salir a pescar. Me comenta que no, que es por gusto, que se echaría a perder todo porque no hay corriente.

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En la comunidad siguiente, Campo Alegre, la gente ya sabe que vamos, que estamos entregando donaciones. Los niños esperan juntos porque se enteraron que hay un payaso y uno que canta. Las madres ven la cámara y quieren que transmita sus preocupaciones: el agua de un pozo, que se usa para regar arroz, es lo que están tomando. Que no es potable y no tienen cómo hervirla. El saco de carbón vale mil pesos. Muchos no tienen gas y no hay electricidad.

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Allí hay varias biplantas que se construyeron para damnificados de ciclones anteriores. El techo de algunas voló. Los propietarios no pueden hacer nada que no sea esperar. Las estructuras son metálicas y se perdieron. Familias completas están distribuidas en casa de los vecinos. Por suerte allí todos se conocen, señala alguien.

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Otra parada en La Tea, donde hay muchos niños. Un hijo está subido en lo alto, preparando para ponerle, aunque sea, un pedazo de techo a la casa de su padre. La casa se fue completa. Solo quedaron los horcones. Cree que recuperaron material para al menos dos habitaciones.

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Hay mucha pobreza acumulada durante años, me digo. Dónde están las no-sé-cuántas medidas que se tomaron para estimular la agricultura. No hay en esta zona uno solo de esos tabacaleros ricos de los que se habla en la ciudad. Pregunto por la huella que dejó Murillo, para qué sirvió, qué hizo de bueno. Nadie me responde.

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