“realmente tenemos que entender, en cada país o región del mundo con la cual tratamos, cuáles son nuestros intereses de seguridad nacional, cuáles son nuestros intereses de prosperidad económica, y luego, en la medida en que podamos promocionar y avanzar nuestros valores, deberíamos hacerlo…”
Nota del Editor:This translation is courtesy of the Due Process Law Foundation.
Con algunas palabras rimbombantes sobre los valores que orientan en todo momento la política exterior estadounidense, el secretario de Estado Rex Tillerson dejó muy en claro que, cuando se trata de políticas concretas, lo que priman son la seguridad nacional y los intereses económicos. Los principios bien intencionados como la libertad y los derechos humanos pesan sobre nuestras espaldas, a modo de ángel guardián que nos susurra que hagamos lo correcto… pero solo cuando ello sea conveniente a intereses económicos y de seguridad más preponderantes. Al dar instrucciones a su equipo de diplomáticos, Tillerson manifestó:
“realmente tenemos que entender, en cada país o región del mundo con la cual tratamos, cuáles son nuestros intereses de seguridad nacional, cuáles son nuestros intereses de prosperidad económica, y luego, en la medida en que podamos promocionar y avanzar nuestros valores, deberíamos hacerlo…”.
Sin embargo, sostuvo que, muy a menudo, nuestros valores son “un obstáculo” a la posibilidad de impulsar nuestros intereses, mientras que distintos líderes gubernamentales imploran a Washington que desistamos de nuestras injustas exigencias de reformas. Luego, analizó en forma general todos los temas ineludibles en la agenda de política exterior estadounidense, y no mencionó en ningún momento las palabras valores, democracia o derechos humanos.
En un sólo discurso, Tillerson arrasó con cuatro décadas de consenso bipartidista acerca de que los derechos humanos y la democracia son: 1) componentes esenciales de la seguridad nacional y la prosperidad económica de EE. UU., y 2) no solo valores estadounidenses, sino además valores universales que Estados Unidos, a través de su larga y ajetreada historia, ha adoptado como referente de prestigio nacional y legitimidad internacional.
La postura de “Estados Unidos Primero” que articuló Tillerson trae funestas consecuencias inmediatas y variadas para la posición de EE. UU. en el mundo, y barre con toda pretensión de que nuestro liderazgo signifique algo más que fuerza militar bruta, muros más altos y acuerdos comerciales más duros. El mensaje parece claro: una vez despojado de cualquier retórica altisonante sobre dignidad humana y democracia, Estados Unidos es igual a cualquier otra potencia que pretende maximizar sus propios intereses a costa de otros. Aparentemente, pedir a otros países que respeten las obligaciones internacionales de derechos humanos que ellos mismos han adoptado es una tarea demasiado difícil, y demasiado incómoda para las concesiones recíprocas que implica proteger nuestros propios intereses acotados. Putin y su séquito —desde Erdoğan en Turquía hasta Al Sissi en Egipto y Duterte en Filipinas— ahora mismo están festejando.
¿Cuánto tardará este gobierno en dominar el difícil arte de la diplomacia del siglo XXI, en un período en el que crece la demanda global de más, y no menos, democracia y derechos humanos? Incluso si estamos dispuestos a pagar el precio de perder el poder no coactivo que históricamente ha beneficiado al liderazgo estadounidense en el mundo, el equipo de Trump pronto aprenderá que apoyar a las instituciones democráticas, el Estado de derecho, la justicia, la rendición de cuentas y la transparencia son condiciones claves para proteger los más importantes intereses de seguridad nacional de EE. UU. Después de todo, las democracias consolidadas no libran guerras entre ellas, no generan refugiados, tienen menos conflictos civiles y terrorismo, gozan de economías más abiertas y prósperas, y muestran un mayor respeto por el derecho internacional y las fronteras. En otras palabras, si les interesa defender la seguridad nacional estadounidense, entonces lo que deben hacer es propagar la democracia, sobre todo en países que han dejado atrás conflictos o situaciones de represión y donde se necesitarían años de trabajo antes de que puedan darse condiciones más estables.
Un elemento alentador en este panorama sombrío es el Congreso, que desde hace tiempo encabeza la defensa de una mayor integración de los derechos humanos y la democracia en la política exterior estadounidense. Una carta bipartidista divulgada por 15 senadores es tan solo el ejemplo más reciente de los reclamos del Congreso de que EE. UU. conserve su liderazgo como adalid de la libertad y los derechos. “Un mundo más democrático, donde se respetan los derechos humanos y se observa el Estado de derecho, fortalece la seguridad, la estabilidad y la prosperidad de Estados Unidos”, escribieron. Pidieron al gobierno que “privilegie la promoción de la democracia y los derechos humanos y que esto sea un pilar fundamental de la estrategia de Estados Unidos en el extranjero”. Ahora sabemos que no solo este pedido no ha sido escuchado, sino que además ha sido rechazado. El Congreso deberá entonces redoblar su reclamo protegiendo los recursos para los programas de democracia y derechos humanos, promoviendo el liderazgo estadounidense en materia de derechos humanos en las Naciones Unidas y en otras organizaciones internacionales, evaluando a quienes sean postulados para altos cargos diplomáticos en función de su compromiso con los derechos humanos, y ofreciendo a la sociedad civil y a defensores de derechos humanos un lugar seguro en Washington.
Sin embargo, el mundo no se queda de manos cruzadas mientras Estados Unidos intenta poner orden puertas adentro. Mientras Washington cede terreno voluntariamente a estados autoritarios como China, Rusia, Irán y Egipto, ¿quiénes asumirán protagonismo en la defensa del orden democrático y de derechos humanos internacional que fue necesario construir desde cero tras la Segunda Guerra Mundial? Las democracias oscilantes como India, Indonesia, Sudáfrica y Brasil hasta hoy han preferido mantener un bajo perfil, y si no hay presión de Estados Unidos para que se comprometan en este sentido, es probable que sigan haciendo las cosas a su manera. Esto deja a las democracias occidentales tradicionales de Europa, Canadá, Australia y Japón como los únicos baluartes frente a un eventual colapso del sistema internacional como lo conocemos actualmente. Sin embargo, las democracias sí tienen los medios para corregir su propio curso; por ende, si hay presión parlamentaria y del público, tal vez se pueda evitar una falla sistémica. ¿Pero cuánto daño se habrá hecho mientras tanto, no solo a nuestros propios valores, sino además a los valores fundamentales del mundo civilizado?
*Ted Piccone es investigador principal en el Proyecto sobre el Orden y Estrategia Internacional y la Iniciativa para América Latina en el programa de Política Exterior de Brookings. Piccone se especializa en democracia global y derechos humanos; las relaciones entre EE.UU. y América Latina, incluso Cuba; potencias emergentes; y relaciones multilaterales. Anteriormente, sirvió como vicepresidente y director interino de Política Exterior de Brookings.
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