El laberinto cubano: a propósito de un cónclave que vendrá

El Partido ha de colocar con fuerza en su agenda de discusión los grandes tópicos que marcan el debate nacional. La lucha contra todo tipo de discriminación y la defensa de los derechos y garantías refrendados en el texto constitucional de 2019 deben ser situadas en el centro de las políticas que se tracen.

Por Fabio E. Fernández Batista*

El problema no es repetir el ayer como fórmula para salvarse/ Silvio Rodríguez

La realidad cubana contemporánea está marcada por la crisis estructural que enfrenta el país desde principios de la década del noventa del pasado siglo. El colapso del socialismo real –al que se unió el incremento de la hostilidad norteamericana–trajo consigo el hundimiento acelerado de la economía insular y con ello el despunte de agudas problemáticas sociales. Estas últimas se vieron atizadas, a su vez, por las medidas de emergencia adoptadas por el gobierno para frenar el colapso económico.

La ascendente pobreza, la profundización de las desigualdades, el deterioro de los servicios sociales, la masiva emigración, el resquebrajamiento de las normas éticas y la proliferación de conductas marginales son hijos de la confluencia entre una economía que hacía aguas y los esfuerzos para salvarla a través de la introducción de reformas liberalizadoras.

Hace treinta años se rompió uno de los soportes neurálgicos del proyecto revolucionario: la capacidad de este para dar respuesta a las expectativas de prosperidad de la ciudadanía. Debe subrayarse aquí que la Revolución no fue un mero acto discursivo. Cuajó a partir de su condición como proceso que transformaba — ¡para mejor!– la vida de las grandes mayorías. Incluso las que podrían considerarse regresiones en el terreno estrictamente económico quedaron compensadas por la adquisición de derechos históricamente escamoteados. Sin duda alguna, tras el colapso del batistato la mayoría de los cubanos experimentó, progresivamente, un provechoso salto cualitativo en sus condiciones de existencia.

Como ya se apuntó, en el decenio de los noventa esta dinámica tendente al alcance del horizonte de prosperidad se quebró en más de un sentido. La Cuba mejor del hoy y del mañana empezó a agrietarse al ritmo del deterioro objetivo que enfrentó la nación y al compás de la creciente inserción de la Isla en un mundo globalizado y neoliberal, marcado por los patrones hegemónicos sostenidos por las industrias culturales del capitalismo. Es esta la causa fundamental –no la única, vale subrayar– de las fracturas que, de forma ascendente, se han manifestado en el consenso político insular.

Los años del llamado Período Especial demostraron la entereza y capacidad de resistencia del pueblo cubano. También expresaron la habilidad del liderazgo encabezado por Fidel para pilotear, en aguas procelosas, una nave muy golpeada. Pueden definirse, además, como una oportunidad perdida.

El paquete de reformas implementado –efectivo pues permitió detener el colapso e iniciar la todavía hoy insuficiente recuperación– no fue concebido como parte de una reconceptualización integral del modelo económico. El sello estatista promovido desde los tempranos sesenta prevaleció, lo cual manifiesta la continuidad de un esquema de pensamiento y acción que entendía la estatización como sinónimo de socialización.

Un elemento distintivo de los noventa fue el hecho de que la crisis socioeconómica no desembocó en una crisis política. La preservación de los soportes claves del consenso nacional, el liderazgo carismático de Fidel y las manquedades de la oposición cerraron las puertas al despegue de procesos análogos a los acaecidos en Europa del Este y la URSS.

Por la Revolución apostaron de forma mayoritaria las generaciones que vivieron el parteaguas del año 1959 y las formadas a lo largo de las tres primeras décadas de la Cuba socialista. En paralelo, Fidel hizo gala de sus extraordinarias capacidades políticas y convirtió la resistencia en epítome de la tradición nacionalista cubana; al tiempo que lograba solventar con acciones puntuales conflictos específicos. Asimismo, los grupos de la disidencia fueron incapaces de construir un proyecto alternativo al gubernamental, entre otras razones por su conexión umbilical con la agenda política promovida por las administraciones estadounidenses y la derecha cubanoamericana de la Florida.

Ilustración/Victor Carralero

Empero, las visibles fracturas de la mayoría social revolucionaria motivaron la adopción de reformas políticas que buscaron oxigenar al sistema. El IV Congreso del Partido Comunista en 1991 y la Reforma Constitucional del año 1992 impulsaron el perfeccionamiento de la democracia socialista, aunque no lograron eliminar ciertos lastres enquistados en la dinámica política nacional.

La superación plena de las carencias democráticas del sistema quedó como asignatura pendiente, en el marco de un contexto definido por la pluralización del tejido social y la emergencia paulatina de nuevas generaciones devenidas sujetos políticos relativamente desconectados de la épica revolucionaria.

El cierre de los noventa trajo consigo muestras palpables de la recuperación económica de la Isla y las primeras expresiones de la conformación, a nivel latinoamericano, de un clima político favorable para Cuba. Las conexiones establecidas entre la mayor de las Antillas y el proceso bolivariano en Venezuela, así como los vínculos anudados con otros exponentes del progresismo antineoliberal en el subcontinente apuntalaron el moderado restablecimiento de la economía cubana. Con el siglo XXI se inauguraba una nueva etapa.

En tales condiciones, se verificó el retroceso de las medidas aperturistas de los noventa, proceso que reafirma el carácter coyuntural con el que estas fueron concebidas.

La denominada Batalla de Ideas fue el correlato político-ideológico del reforzamiento de las prácticas estatistas de conducción económica. El rescate del espíritu revolucionario y la atención a agudas problemáticas sociales heredadas del momento álgido de la crisis coexistieron con la implementación de disposiciones que cerraron las puertas a la experimentación renovadora aportada por las reformas del decenio anterior. El propicio escenario regional forjó la ilusión de que las viejas respuestas conservaban su validez.

Sin embargo, fue en este contexto en el que emergió la más contundente declaración de la máxima dirección del país acerca de los riesgos que amenazaban al socialismo cubano. En medio de un ambiente en el que primaba el optimismo –piénsese en los frutos del intercambio creciente con Venezuela y en la manifestación de esta y otras variables en el crecimiento macroeconómico experimentado por la Isla– Fidel alertó, en un discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana en noviembre de 2005, que la Revolución podía autodestruirse a partir de errores propios. Aunque algo más repuesta, la nave surcaba aún mares tempestuosos, al tiempo que se hacían visibles en su estructura daños mecánicos de importancia.

El verano del año 2006 representó un punto de giro en la historia reciente de Cuba. La enfermedad de Fidel dio inicio a una sucesión ordenada en la dirección del país, que culminó con la asunción por Raúl –en 2008 y 2011, respectivamente– de los cargos de presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y de primer secretario del Partido Comunista de Cuba.

La administración del General de Ejército marcó el despegue de un nuevo proceso de reformas que quedó refrendado en los cónclaves partidistas celebrados en 2011 y 2016. La eliminación inicial de un grupo de prohibiciones que gravitaban sobre la ciudadanía dio paso al fomento de la actividad privada y la inversión extrajera, pilares de una nueva concepción del modelo económico que refrendaba la necesaria coexistencia del proyecto socialista con las relaciones de mercado.

Los espacios de consulta popular abiertos demostraron el apoyo ciudadano a los caminos en construcción, más allá de las preocupaciones derivadas del adelgazamiento del sistema de prestaciones sociales que brindaba el Estado y del inacabado propósito gubernamental de reducir la plantilla laboral del sector público. Puede subrayarse, asimismo, que la singularidad del último ciclo de reformas radica en la asunción de este, a diferencia de lo ocurrido en los noventa, como parte de un proyecto de renovación orgánica de modelo económico cubano

La relativa claridad programática del impulso reformista contrasta con la lentitud de su puesta en marcha. Hasta el presente, el ritmo de ejecución de las iniciativas no ha sido el esperado. Incluso se han dejado pasar por alto coyunturas propicias para la puesta en vigor de los complejos cambios anunciados por el VI y el VII Congreso del PCC.

El temor a los fenómenos sociopolíticos que pudieran derivarse de la apertura económica, la falta de consenso real a nivel del liderazgo y la labor de zapa de la estructura burocrática parecen ser algunas de las causas que han entorpecido el proceso. La demora solo ha traído como resultado la erosión del capital político de la dirección del país y la agudización de las dificultades económicas que enfrenta la nación, todo ello dentro de un contexto internacional plagado de variables no favorables para la Isla.

En el terreno político, la gestión de Raúl sentó las pautas para la eliminación de prácticas que emergían como contraproducentes. La limitación de mandatos para el ejercicio de los principales cargos de dirección a nivel estatal, gubernamental y partidista; la definición de barreras etarias para ocupar determinadas responsabilidades de dirección a nivel nacional y el fomento de un estilo de dirección más colegiado se erigen como expresión de otras maneras de entender el ejercicio del poder.

Todo ello coincidió con el paulatino recambio generacional del liderazgo, materializado en la elección de Miguel Díaz-Canel como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros en el año 2018. A los nuevos dirigentes cubanos les ha tocado interactuar con una situación económica compleja, la continuidad del conflicto con Estados Unidos, la pluralización del tejido social y la profundización de las fracturas del consenso político interno.

En el caso específico de los vínculos cubano-estadounidenses, el ciclo de reformas abierto por Raúl coincidió con el despegue del llamado proceso de normalización de relaciones, articulado de conjunto con la administración demócrata de Barack Obama. A partir del año 2014 se inauguró un nuevo capítulo en la interacción entre ambos países que representó, en esencia, una modificación de los planos en los que se manifestaba el conflicto.

Era este un terreno de juego distinto, en el que Washington apostó por el soft power para conseguir su objetivo estratégico de derrotar a la Revolución Cubana, mientras La Habana –consciente de los retos más allá de ciertas inconsecuencias discursivas– intentaba sacar partido a un clima menos beligerante.

Como es conocido, los efectos de la normalización no fueron duraderos, pues la llegada a la Casa Blanca del candidato republicano Donald Trump en 2017 dinamitó todo el proceso. El cuatrienio trumpista representó un gran reto para la Isla, pues estuvo definido por la aplicación a rajatablas del bloqueo económico y la sostenida hostilidad político-diplomática. Los efectos nocivos del giro experimentado por la proyección norteamericana hacia Cuba se manifestaron de manera lacerante a lo largo del año 2020, cuando la agresividad estadounidense coincidió con la crisis mundial desatada a raíz de la pandemia de COVID-19.

La derrota de los propósitos reeleccionistas de Trump y el arranque de la administración Biden abren en la actualidad un nuevo escenario en el que se espera, según el consenso de los analistas, un regreso a la lógica de la normalización impulsada durante el cierre de la gestión de Obama, aunque quizás con un perfil más moderado.

En el ámbito político, el acontecimiento más relevante de los últimos años en Cuba fue la aprobación en 2019 de la nueva Constitución de la República, resultado de un amplio proceso de debate popular que hizo ver el sentir ciudadano respecto a un grupo de demandas, así como los espacios de diálogo y límites férreos que frente a este estableció el liderazgo insular.

El afianzamiento jurídico de los soportes de la actualización del modelo económico, los avances en la codificación de los derechos y garantías ciudadanas y las modificaciones en el diseño del sistema político se erigen como los principales aportes de la carta magna. Vale subrayar, empero, que los fundamentos esenciales del funcionamiento del poder en la Isla y de la estructura social heredada del parteaguas revolucionario de los sesenta mantienen su vigencia.

Ilustración/FabiandeCuba

Con el acumulado histórico esbozado en las páginas anteriores, los efectos de la coyuntura mundial conformada en torno a la pandemia generada por el SARS-CoV-2, las tensiones derivadas de la Tarea Ordenamiento y la beligerancia de ciertos segmentos de la oposición interna llegó Cuba al 2021, año estipulado para la celebración del VIII Congreso del PCC.

Este cónclave –de suma importancia pues debe representar, según se espera, la consumación del tránsito generacional al interior del liderazgo– tiene como reto recolocar con coherencia a la organización dentro del tiempo histórico que hoy discurre. El Partido necesita enfrentar con valor varios problemas esenciales que le aquejan. No hacerlo con la contundencia que requiere la hora actual visibilizaría la ausencia del necesario sentido del momento histórico.

En primer término, toca destrabar de una vez el proceso de reformas que arrancó hace una década. Es momento ya de romper con las múltiples inconsecuencias que han dilatado la puesta en marcha de los cambios que requiere el país. Los años de espera han traído consigo la profundización de los problemas estructurales que aquejan a la economía insular y, como consecuencia directa de esto, el desgaste del núcleo dirigente frente a una ciudadanía ansiosa por verificar en su cotidianidad un salto cualitativo de importancia.

Debe reconocerse, empero, los retos que supone la apertura económica definida en los documentos partidistas. La profundización de las diferencias sociales y el reforzamiento de la todavía incipiente burguesía complejizarán el tablero sociopolítico y obligarán a adoptar nuevas maneras de construir los consensos.

Paradójicamente, la salvación del socialismo pasa por abrir la puerta por donde pueden colarse las fuerzas y los procesos que, objetivamente, reúnen en sí la posibilidad de actuar como agentes de la restauración capitalista. Vale aquí imaginar al proyecto cubano como un caminante que se encuentra en un sendero al borde de un barranco. Avanzar implica asumir el riesgo de dar un mal paso que, quizás, lo despeñe hacia el vacío. Sin embargo, quedarse en el sitio en que se está resulta impracticable a mediano plazo, pues la tierra bajo los pies se desmorona. Solo queda entonces una opción con posibilidades de éxito: caminar.

En segundo lugar emerge la ya apuntada necesidad de hacer política de forma distinta. Dos realidades que marcaron buena parte de la historia de la Revolución hoy no existen: el consenso indiscutido de la ciudadanía en torno al socialismo cubano y la presencia de un liderazgo carismático como el de Fidel.

Respecto al primer punto, vale insistir en lo pertinente de no identificar, de forma mecánica, la aprobación mayoritaria de la nueva constitución en 2019 con la presencia de plenas garantías para la continuidad del proyecto socialista. Un simple recorrido por las calles del país o la inmersión en el mundo de las redes sociales demuestran que la realidad es mucho más compleja.

En tales coordenadas, corresponde al Partido trazar y ejecutar una política que le garantice no solo la dominación hoy detentada, sino también la hegemonía. La consumación de esta última requiere encontrar mecanismos para funcionalizar creadoramente el disenso, la crítica y el diálogo. Ha de romperse con el dogmatismo, los esquemas y la propensión a creer que las respuestas de ayer son el camino de solución a las preguntas del presente.

Esta renovada manera de hacer política pasa, asimismo, por la profundización de la democracia participativa inherente al socialismo. Lo anteriormente expresado no significa, bajo ningún concepto, desconocer el clima de excepción que vive Cuba en el contexto del asedio norteamericano. Esa variable nos acompaña, mas no puede convertirse en excusa para no avanzar en el proceso de democratización permanente que revitaliza a toda sociedad. La feliz imagen del parlamento en la trinchera como nuestro deber ser aún proyecta luz.

A su vez, le atañe al Partido dinamizar sus procesos internos. Es necesario romper con la inercia burocrática y con la repetición de maneras de actuar que distan de ser eficaces. Resulta perentorio tener una organización ágil y flexible, capaz de conectar con los segmentos más jóvenes de la población a partir de los recursos comunicativos de la contemporaneidad.

Se requiere igualmente mayor trabajo teórico, más reflexión en torno a las complejidades de la transición socialista en marcha. El Partido ha de colocar con fuerza en su agenda de discusión los grandes tópicos que marcan el debate nacional. La lucha contra todo tipo de discriminación y la defensa de los derechos y garantías refrendados en el texto constitucional de 2019 deben ser situadas en el centro de las políticas que se tracen. Solo una organización liberada de los lastres esbozados podrá materializar su aspiración de actuar y ser entendida como el partido de la nación cubana.

Sin temor al empleo de una expresión quizás manida, puede afirmarse que el VIII Congreso del PCC está convocado a ser histórico. A la necesaria preservación de los soportes esenciales que le han dado vida a la Revolución Cubana, el cónclave ha de incorporar la clara apuesta por refrendar definitivamente la búsqueda de un socialismo mejor. Uno capaz de sustentar las históricas conquistas alcanzadas, encontrar la fórmula para el crecimiento sostenido de la economía, consumar las aspiraciones de prosperidad de los ciudadanos e impulsar el afianzamiento de la democracia participativa que socializa el ejercicio del poder.

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Redacción Alma Mater
Redaccion Alma Mater

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