Crisis republicana, problema americano

Por Guillermo Descalzi

 

El vicepresidente Joseph Biden (izq.) conversa con el presidente de la Cámara, el republicano John Boehner, durante una sesión conjunta del Congreso el 4 de enero. ALEX WONG / GETTY IMAGES

Estamos en crisis doble, económica y de gobernabilidad. Ambas se originan en el secuestro de un partido montado sin compasión, el republicano, con la extrema derecha encima.

John Boehner, un líder sin control, ejemplifica su dilema. Habrá sido reelecto speaker de la Cámara, pero es así únicamente por el vacío de liderazgo en su bancada, algo patente en la negociación para evitar el precipicio fiscal. Contrasta con Mitch McConnell, su líder en el Senado y uno de los inesperados héroes en ese triunfo de la razón sobre la voluntad de secuestrar ya no solo al partido sino al país en general.

A McConnell, sin embargo, el Tea Party promete pagarle con creces a la hora de su reelección.

Hay una película que muestra hasta dónde puede llegar un país secuestrado. Es el Triunfo de la Voluntad, de Leni Riefenstahl, sobre el congreso nazi de 1934 en Nuremberg.

En este caso el triunfo de la voluntad de la ultraderecha le hubiese facilitado su secuestro de todo nuestro proceso político. No lo logró, y mantienen a Boehner como figurón a pesar de su inutilidad, porque les resulta fácil, es dócil y no los va a obstruir, y más importante, porque no hay otro que quiera esa carga. El acuerdo no arregló nada, solo pospuso lo inevitable. La decepción es palpable.

Andamos de crisis en crisis. Pasó esa y ya se inició la próxima. Así es nuestra democracia, esa es su naturaleza, con una división de poderes creada ex profeso para que se mantengan en jaque, pero el sistema ni creó ni contempló la lucha de clases promovida por propagandistas de la derecha más extrema, gentes como Limbaugh, que avivan sus llamas mientras pretenden que es la izquierda la que lo hace.

La acción de la ultraderecha afecta al país y el partido. Quitarla de encima le corresponde al partido. Necesita su independencia, volver a ser el partido de toda la derecha y no de solo esa minoría montada que lo utiliza como caballo de guerra para cambiar el sentido de nuestra democracia representativa.

Sócrates (unos dicen que fue Platón, otros que Aristóteles) clasificó los gobiernos como monarquía (de mono, uno, poder de uno), aristocracia (de aristos, los mejores, poder de los mejores), y democracia (demos, pueblo, poder del pueblo). ‘Cratos’ es poder. Lo que quiere la ultraderecha es aristo-cratos, el poder de los mejores, por los mejores y para los mejores. Nuestra democracia representativa no es así. En nuestra democracia el poder es de todos, por los mejores, para todos. Así es como debe ser, es lo constitucional. No debe ser ni de los mejores ni para los mejores. La pretensión del poder de los mejores, por ellos y para ellos, es una canallada digna de Riefenstahl y Limbaugh.

¿Quién o qué define a los mejores? El pueblo, según la Constitución, en elecciones. En la ultraderecha los definen sus pertenencias, los que tienen más para los que tienen más, porque de ellos vivirá el resto. Contemplan algo así como un sistema de rémoras y tiburones para evitar que Estados Unidos siga convirtiéndose en ‘el país de ya no es’, ya no es el más rico, ya no el más idealista, ya no el poderoso, y no es así. Lo que sí es, es país de cambio. Dejamos atrás lo que acabamos de hacer y nos embarcamos en algo nuevo. Lo hacemos manteniendo nuestras tradiciones mientras elaboramos el cambio. En eso estamos. La crisis, mientras tanto, continúa.

La crisis económica tiene doble causa, falta de empleos y déficit, y una sola raíz, la extrema derecha.

El déficit se ha convertido en un agujero negro que se chupa todo, multiplicado por las dos guerras a crédito en que nos embarcó el segundo Bush a la par que disminuía los impuestos para hacer felices a los adinerados. Las crisis fiscales corrigen la economía. Son como los años bisiestos para corregir el calendario, solo que esta no es una crisis común. El capitalismo necesita producir, y los capitanes de la industria, empresa y mercado, se llevaron su producción a otros lugares. La situación exige un replanteamiento de la relación producción-consumo, uno que garantice un mínimo de equilibrio entre ambos, porque el consumidor financia la producción y la producción emplea y faculta al consumidor. Urge una política que le devuelva el balance a esa relación, con una conducción magistral del gobierno, que les permita recobrar su honradez al proceso político y los mercados. Estamos lejos de eso. Washington necesita tapar el agujero negro de la economía, y los republicanos necesitan quitar a la ultraderecha de la conducción de su partido. Ambas tareas son sumamente difíciles.

Robert Frost describió lo que tenemos por delante, “promesas que cumplir / y camino por recorrer / antes de poder dormir”. Así es. Que el cambio no nos coja dormidos.

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