La era de los influencers

Se decía que los cubanos se informaban a través de Alexander Otaola, sin dudas el más visible de esos influencers, y muchas personas que ansiaban el fin del régimen castrista se alegraron. Daba igual si las noticias de Otaola eran falsas, daba igual si eran manipuladas, daba igual si eran amarillistas; daba igual que Otaola se divirtiera asesinando reputaciones. Todo daba igual: había aparecido un líder. / En las afueras del loanDepot Park en Miami; 19 de marzo de 2023 / Foto: Alejandro Taquechel

por Mario Luis Reyes

Cuba, como a casi todo, llegó tarde a Internet. Quizá por eso llegó tarde también a la «era de los influencers» y, en particular, de los influencers metidos en política. Una época cuyo momento cumbre es la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, tras muchos años como figura habitual en realitiestelevisivos y prensa de entretenimiento.

En América Latina el fenómeno no tardó en llegar y ser arrollador. Nayib Bukele, el presidente de las redes sociales, la barba bien afeitada y la gorra para atrás, tal vez fue el primer líder influencer de la región. Y ahora le ha seguido Javier Milei, un señor que usa sus estudios de Economía para avalar el despropósito de sus propuestas, pero que como todo influencer tiene fans, y estos lo apoyan, porque lo que cautiva es el envase más que el contenido.

En Cuba, como dije, siempre llegamos tarde. Fidel Castro no fue un gobernante influencer; fue un dictador populista que destacó por su carisma y su astucia política, aunque si hubiera nacido a finales del pasado siglo muy probablemente lo sería. 

Tengo esa hipótesis debido a su narcicismo, su manera de utilizar la imagen para la propaganda, y porque no pocos de sus métodos les funcionan ahora, perfectamente, a numerosos influencers cubanos que han colocado la política en el centro de sus contenidos, ya sean estos, en principio, de farándula, moda, reguetón o noticias.

Estos influencers, educados precisamente dentro del castrismo, han calcado los modos del fallecido dictador para fidelizar a sus audiencias, pero carecen de la visión estratégica de aquel, por lo que terminan a veces destruyendo en días las alianzas que construyeron durante años. Todo por generar contenido y polémica.

Equivocan los tiempos, y a diferencia de Castro, matan a sus aliados antes de lograr sus metas. Pero así van haciendo creer a sus audiencias que poseen unos valores morales superiores a los de sus compatriotas, solo por pedir, desde sus cómodos sofás, la libertad de los presos políticos o repetir: «Abajo la dictadura» o «Patria y Vida». 

Estos creadores de contenido logran ampliar rápidamente su número de seguidores, y erigirse como influencers, tocando algunas de las fibras de la educación sentimental de miles de emigrados que, tras haber sido sometidos por el castrismo, intentan exorcizar aquella obediencia con sus clics y sus likes, o bien dejando comentarios histriónicos contra quienes no asumen el discurso establecido en las redes sociales para enfrentar al régimen.

Insisto: me refiero principalmente a influencers que viven fuera de Cuba, y a sus seguidores, también en su mayoría emigrados, quienes tienen acceso pleno a estos contenidos y, por supuesto, quienes menos tienen que temer al condenar sin cortapisas el orden impuesto por el Partido Comunista y, de paso, juzgar implacablemente a quien no lo hace del mismo modo.

En algún momento esto pareció surtir efecto. Se decía que los cubanos se informaban a través de Alexander Otaola, sin dudas el más visible de esos influencers, y muchas personas que ansiaban el fin del régimen castrista se alegraron. Daba igual si las noticias de Otaola eran falsas, daba igual si eran manipuladas, daba igual si eran amarillistas; daba igual que Otaola se divirtiera asesinando reputaciones. Todo daba igual: había aparecido un líder.

Un mesías que muy pronto comenzó a presumir de ganar mucho dinero, de tener un rancho, de ser un hombre de éxito. Y fue ahí cuando muchos de sus seguidores quisieron convertirse en discípulos suyos. Era imposible competir con él; pero, si a contenidos basados en entrevistas, comedia, música, farándula, moda, historia, economía, o cualquier otra cosa, les añadías un toque de propaganda política, algunos chismes y un poco de polémica, tal vez podrías captar una parte de su audiencia. Y, sobre todo, ganar algo de fama y dinero.

Hay dos elementos legados por el castrismo que han sido fundamentales para que estos influencers triunfen: primero, la desconfianza en los demás; segundo, el analfabetismo político.

El analfabetismo político ha sido clave para que no pensemos por nosotros mismos como ciudadanos, para transferirle esa responsabilidad a otro: al líder, al mesías, al iluminado, al influencer, al Fidel Castro de turno. La desconfianza, por su parte, explica la división, la disgregación de los cubanos frente a un poder cohesionado en torno a un apellido familiar, una narrativa histórica y los recursos del Estado. 

Aprovechando esos patrones, estos influencers empezaron a lanzar campañas de presión para que algunas personas, principalmente figuras públicas, actuaran o se manifestaran de un modo determinado, siempre con la premisa de que, debido a su status de «famosos», estaban obligados a posicionarse sobre lo que pasa en la isla: es decir, contra la dictadura. Eso generaba contenido: polémica, debates… También se alegaba que los boicots son legítimos, que los justificaba un bien mayor, que así acabaríamos más rápido con el régimen.

Como en el mundo de los influencer todo asunto se prefiere simplificado, algunos de ellos comenzaron a defender ciertas pautas de pensamiento y comportamiento homogéneos con el objetivo de unir al «exilio» en la lucha.

Ese modelo de conducta es sencillo: implica ser anticomunista, no mostrar ninguna debilidad ante la dictadura (si eres opositor y la represión te empuja al exilio serás criticado), no viajar ni enviar remesas a Cuba, no asistir, por ejemplo, a conciertos de artistas que no condenen la dictadura (aunque tampoco la apoyen), entre otros puntos.

En efecto, ese clima de cancelación —por supuesto, junto a lo moralmente reprobable de apoyar una dictadura— llevó a que muchos artistas emigrados comenzaran a presentarse como enemigos del régimen cubano. Hechos los cálculos, muchas figuras públicas abrazaron el nuevo dogma, y de esa forma supuestamente purgaron sus pecados del pasado y se convirtieron en adalides de la lucha por la democracia en Cuba. 

Enseguida fueron canonizados. Gente de Zona pasó de agradecer la presencia de Díaz-Canel en un concierto a entonar «Patria y Vida»; lo mismo Descemer Bueno, quien poco antes tenía una finca en Cuba; El Micha, quien dijo tener como ídolo a Fidel Castro, también sacó una canción contra el régimen. A Chocolate MC le fue más fácil: no le debía nada al gobierno, y se colocó un paso por delante de sus colegas. 

Al2 «el Aldeano», con un currículo que lo avala como anticastrista, se encargó de vigilar a los reguetoneros y raperos cubanos y «cantarles las cuarenta» cada vez que incumplieran con el manual de conducta. Un artista que sí había consagrado su carrera a la lucha contra el régimen no permitiría que tantos intrusos usurparan su nicho fácilmente.

Lo mismo hacían muchos en otros campos: la literatura, el periodismo, las artes plásticas, el cine, etc. Tener una obra de carácter político se convirtió per se en sello de calidad —algo entendible en un contexto totalitario como el cubano, sobre todo si se ejerce dentro del archipiélago.

Tal vez todo esto debilitó al régimen, o nos hizo soñar con el fin del comunismo isleño, pero la idea de democracia no parecía salir fortalecida por ninguna parte. 

La «revolución de los influencers» tampoco tardó mucho en comenzar a devorar a sus propios hijos. El Micha decidió viajar a Cuba para ver a su familia y cantar para sus fans de allá, y fue cancelado. Parecido sucedió con El Taiger: cancelado. Yomil, pese a ser el único reguetonero famoso en sumarse a las protestas del 11 de julio de 2021, decidió seguir viviendo en la isla y, peor, abrir allí una pizzería: cancelado.

Entonces la desconfianza se puso, si cabe, todavía más de moda: cancelado el opositor Antonio Rodiles por discrepar con Otaola; cancelado el influencer Ultrack por contratar los servicios de un gestor inmobiliario que se pronunció contra el embargo; cancelado Chocolate MC por promover un festival de reguetón organizado por un amigo suyo puertorriqueño en un hotel de Cayo Santa María; cancelado Descemer Bueno, quien nunca entendió las reglas de ese juego, y cancelados han sido todos los que no mostraron sumisión a la doctrina del influencer.

Como el juego de las acusaciones se repite ad infinitum, roza frecuentemente el absurdo: para muchos, los ex integrantes del dúo de rap contestatario Los Aldeanos son cómplices de la dictadura porque no cayeron presos en la isla; lo mismo Silvito «El Libre», una de las voces que popularizó el célebre estribillo «Díaz-Canel singao», porque es hijo de Silvio Rodríguez.

Se ha normalizado la suspicacia a tal punto que, si no caíste preso en Cuba, eres sospechoso; si tienes un familiar comunista, eres sospechoso; si tienes alguna idea de izquierdas, eres sospechoso; si cuestionas un argumento contrario al régimen, eres sospechoso; si viajas a Cuba, eres sospechoso; si no defiendes el embargo, eres sospechoso. Da igual que seas más anticomunista que Ronald Reagan; nadie se libra de la sospecha.

En este punto, pregunto: ¿se puede construir una democracia con métodos antidemocráticos? ¿No ven que se contradicen cuando abogan por que los exiliados políticos puedan regresar a la isla, pero critican a los emigrados que lo hacen? ¿O acaso solo les importa que se respete ese derecho a quien ellos creen que va a Cuba para hacer lo que quieren que haga y no lo que desea esa persona hacer?

Un día me encontré a un reconocido músico cubano en una calle de Madrid. Al saber que soy un «periodista independiente», sintió que tenía que justificarse por vivir en Cuba. Me dijo, sin preguntarle nada al respecto, que ahí están los orígenes de la música que lo apasiona, la fuente que alimenta su trabajo, y que, aun cuando ha vivido en muchos sitios, nunca encontró mejor lugar para desarrollar su obra que Cuba. Me pareció lógico. Se trata de una persona absorta en su arte, poco atenta a la política. Naturalmente, no todos tenemos las mismas prioridades.

Creo que hemos llegado a un punto donde da igual si estás contra la dictadura, lo importante es aparentarlo cumpliendo ciertos estándares. En una ocasión vi un debate entre influencers de Miami que usaban como sello de garantía haber ido a Washington para protestar frente a la Casa Blanca. Se catalogaban en dos grupos: los que fueron y los que no. Daba igual si fueron justamente para legitimarse o si lo hicieron por convicción.

Una parte de la emigración y el exilio parece olvidar lo que es vivir en una dictadura. De ahí que con frecuencia veamos el apoyo irrestricto de muchos cubanos a líderes antidemocráticos en los países de acogida solo porque se han posicionado contra el régimen de la isla.

Creo necesario recordar justamente eso. Que la lucha, en última instancia, es contra la dictadura real; no solo se trata de desterrar de la isla el viejo fantasma del comunismo. 

Fte Revista El Estornudo

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